Pero Sabor no parecía dispuesta a desviar su atención de Jack. Sus ojos no se apartaban del muchacho, que se encontraba entre la leona y su pareja, entre Sabor y la presa de Numa, lo que sin duda le parecía sospechoso. Seguramente aquel extraño ser albergaba intenciones nada claras respecto a su amo y señor o respecto a la presa que había cazado. La leona es animal de muy mal genio. Los chillidos de Akut la estaban sacando de quicio. Emitió un breve y sordo rugido, al tiempo que avanzaba hacia el muchacho.
—¡Súbete a ese árbol! —gritó Akut.
Jack dio media vuelta y salió huyendo, en el preciso instante en que Sabor se lanzaba al ataque. El árbol se encontraba a unos pasos de distancia. Una de sus ramas se extendía a algo más de dos metros y medio por encima del suelo. Jack saltó hacia ella al mismo tiempo que la leona saltaba hacia él. El muchacho subió a la rama y se ladeó. Una terrible garra le rozó la cadera, sin ocasionarle más que un rasguño, pero una de aquellas largas uñas curvadas enganchó la cintura de los pantalones del pijama y se los llevó al caer la leona de nuevo al suelo. Medio desnudo, Jack trepó hasta ponerse a salvo, mientras Sabor repetía su salto hacia él.
Desde las ramas de otro árbol próximo, Akut parloteaba burlonamente, dedicando a la leona todas las pullas e insultos que se le ocurrían. Imitando el ejemplo de su preceptor, Jack destapó el tarro de las esencias invectivas y se pasó un buen rato cubriendo de mordaces epítetos a su enemiga, hasta que se percató de que las palabras eran poco eficaces como armas y que le convenía buscar algo que causara más daño. No tenía a mano más que ramitas secas, pero las arrojó sobre la rugiente cara de Sabor, erguida y vuelta hacia él, lo mismo que hiciera veinte años antes su padre, Tarzán de los Monos, cuando, de mozalbete, hostilizaba y se chanceaba de los grandes felinos de la jungla.
La leona estuvo un rato rabiando y rugiendo junto al tronco del árbol, hasta que, finalmente, bien porque llegase a la conclusión de que era una inútil tontería seguir allí, bien porque el hambre le acuciara, decidió adoptar una actitud digna, se alejó con aire majestuoso y desapareció entre la maleza que ocultaba la figura de su señor, el cual no había dado señales de vida en el transcurso de toda aquella gresca.
Libres al fin de la amenazadora presencia de las fieras, Akut y Jack descendieron de sus respectivos árboles y reanudaron la interrumpida marcha. El viejo antropoide reprendió al muchacho por su negligencia.
—Si no hubieses estado mirando tan obsesivamente al león que estaba detrás de ti habrías visto mucho antes a la leona —le dijo.
—Pues tú pasaste junto a ella, casi rozándola, y tampoco la viste —respondió Jack.
Akut se sintió disgustado.
—Así es como mueren los habitantes de la selva —declaró—. Nos pasamos la vida extremando las precauciones, luego nos distraemos unos segundos y… —rechinó los dientes, remedando el movimiento de las mandíbulas al masticar la carne. Prosiguió—: Es una lección. Ya has aprendido que puede costarte caro mantener fijos sobre algo durante demasiado tiempo los ojos, los oídos y la nariz.
El hijo de Tarzán pasó aquella noche más frío que nunca en toda su vida. No es que los pantalones del pijama abrigaran mucho, pero siempre abrigaban más que nada. Y al día siguiente, el sol le abrasó con sus ardientes rayos, porque la mayor parte de la jornada se la pasaron atravesando llanuras desprovistas de árboles.
La idea de Jack seguía siendo avanzar hacia el sur y desviarse en semicírculo para llegar a la costa y buscar alguna avanzada de la civilización que hubiese establecido allí su puesto. No hizo partícipe de sus planes a Akut porque sabía que al viejo simio le desagradaría cualquier sugerencia que significara separación.
Vagaron por aquella zona durante un mes. El muchacho se imponía con rapidez en las leyes de la selva y sus músculos se iban adaptando al nuevo sistema de vida al que le obligaban las circunstancias. Jack había heredado la fortaleza física de su padre, lo único que necesitaba era el endurecimiento que el ejercicio le proporcionaría al desarrollar los músculos. El chico no tardó en comprobar que saltar de rama en rama, de árbol en árbol, le resultaba lo más natural del mundo. Ni siquiera cuando surcaba el aire a gran altura sentía la más leve sensación de vértigo, y cuando hubo dominado el arte de balancearse, tomar impulso y soltarse, atravesaba el espacio de una rama a otra con mucha mayor soltura y agilidad que Akut, bastante más pesado que él.
Y con la exposición a la intemperie su piel blanca y tersa empezó a curtirse, robustecerse y a broncearse bajo el sol y el viento. Un día se quitó la chaquetilla del pijama para bañarse en un riachuelo que era demasiado pequeño para que los cocodrilos se afincasen en él y, cuando Akut y él disfrutaban del frescor de las aguas, un mico descendió raudo de las ramas, agarró la única prenda propia de la civilización que le quedaba a Jack y desapareció con ella en un dos por tres.
La rabia le duró a Jack muy poco: no tardó en darse cuenta de que ir medio vestido es infinitamente más incómodo que ir completamente desnudo. Pronto dejó de echar de menos la ropa y empezó a disfrutar de la delicia que constituía la libertad de ir de un lado a otro sin llevar encima nada que estorbase sus movimientos. A veces, una sonrisa revoloteaba por su semblante al imaginarse la cara de sorpresa que pondrían sus compañeros de colegio si le viesen en aquellos instantes. Seguro que le envidiarían. Sí, se morirían de envidia. En tales ocasiones, sus compañeros de colegio le inspiraban lástima, aunque luego, al imaginárselos felices y contentos en sus cómodos hogares ingleses, junto a sus padres, a Jack se le formaba un nudo en la garganta y a través de la neblina de las lágrimas que empañaba sus ojos se le aparecía espontáneamente el rostro de su madre. Entonces apremiaba a Akut a seguir adelante, porque en aquel momento avanzaban hacia el oeste, rumbo a la costa. El viejo simio creía que andaban a la búsqueda de una tribu de su propia especie y Jack se cuidó muy mucho de quitarle tal idea de la cabeza. Jack pensaba comunicar sus verdaderos planes a Akut cuando avistasen la civilización.
Avanzaban lentamente un día a lo largo de la orilla de un río cuando, inopinadamente, tropezaron con un poblado indígena. Unos cuantos niños jugaban cerca del agua. Al verlos, a Jack el corazón le dio un salto en el pecho: llevaba más de un mes sin que sus ojos contemplasen un ser humano. ¿Qué importaba que aquellos fueran salvajes desnudos? ¿Qué más daba que tuviesen la piel negra? ¿Acaso no eran seres creados a imagen y semejanza del Sumo Hacedor, como él mismo? ¡Eran sus hermanos! Se dispuso a correr hacia ellos. Akut emitió un aviso en tono bajo y le cogió un brazo con ánimo de detener su impulso. El muchacho se soltó, lanzó al aire un saludo y corrió hacia los jugadores de ébano.
Al sonido de su voz se alzaron todas las cabezas. Ojos desorbitados se le quedaron mirando unos segundos y luego, entre gritos de terror, los niños dieron media vuelta y huyeron hacia la aldea. Las madres también echaron a correr, tras ellos, y por la puerta del poblado, en respuesta a la alarma, salieron una veintena de guerreros, que enarbolaban lanzas y escudos empuñados precipitadamente.
A la vista de la consternación que había originado, Jack se detuvo en seco. La sonrisa jovial desapareció de su rostro ante los gritos y ademanes amenazadores de los guerreros que corrían hacia él. A su espalda, Akut le aconsejaba a voces que diera media vuelta y huyese, a la vez que le advertía que los negros iban a matarle. Durante un momento, Jack permaneció quieto, mientras se le acercaban; después levantó la mano, con la palma hacia adelante, indicándoles así que se detuvieran, al tiempo que les decía que había llegado como amigo, que lo único que deseaba era jugar con los niños. Naturalmente, no entendieron una sola palabra y la contestación de los indígenas fue la única que podía esperar cualquier criatura desnuda que saliese repentinamente de la selva para caer sobre sus mujeres y niños: un diluvio de venablos. Los proyectiles llovieron a su alrededor, pero ninguno le alcanzó. Un nuevo escalofrío serpenteó por la espina dorsal del muchacho y los pelos de la nuca volvieron a erizársele. Entornó los párpados. Un odio repentino centelleó en sus pupilas y su fuego consumió en una décima de segundo la expresión de alegre amistad que las animaba poco antes. Profirió un sordo gruñido, propio de una fiera que se siente frustrada, giró sobre sus talones y salió corriendo hacia la jungla. Allí, encaramado en la rama de un árbol, le aguardaba Akut. El simio le instó a apresurarse, porque el avisado y prudente antropoide tenía muy claro que ellos dos, desnudos y sin armas, no podían hacer frente a aquella turba de robustos guerreros negros que sin duda emprenderían alguna clase de persecución y los buscarían a través de la selva.
Pero una nueva energía impulsaba al hijo de Tarzán. Había llegado con el corazón abierto y alegre para ofrecer su sincera amistad a aquellas personas que eran seres humanos como él. Lo habían recibido con recelo y venablos. Ni siquiera le escucharon. El odio y la furia le consumían. Cuando Akut le apremió para que acelerase la huida, se quedó rezagado. Quería luchar, pero el sentido común le ponía ante sí la evidencia de que sacrificaría la vida tontamente si se empeñaba en plantar cara a aquellos hombres armados, contando nada más que con las manos y los dientes… porque ya pensaba en los dientes, en los colmillos de combate, al aproximarse la posibilidad de una lucha.
Mientras se desplazaba lentamente por la arboleda, mantenía vuelta la cabeza para mirar a su espalda, por encima del hombro, aunque no pasaba por alto la posibilidad de que acechasen otros peligros, por delante o a ambos lados: no había necesidad de que se repitiese el incidente con la leona para tener presente la lección que aquella aventura le había enseñado. Oía los gritos que tras él proferían los salvajes lanzados en su persecución. Fue retrasándose poco a poco hasta que los tuvo a la vista. Los indígenas no le vieron ya que no se les ocurrió buscar la presa entre las ramas de los árboles. Jack se mantuvo ligeramente por delante de ellos. Los negros continuaron su caza cosa de kilómetro y medio, al cabo del cual abandonaron la búsqueda y regresaron a la aldea. Aquella era la oportunidad que había estado esperando el hijo de Tarzán mientras la encendida sangre de la venganza circulaba por su venas y veía a sus perseguidores a través de una neblina escarlata.
Cuando emprendieron el regreso, Jack dio media vuelta y los siguió. Akut no estaba a la vista. Con la idea de que Jack le seguía, el simio se adelantó más de la cuenta. No albergaba la menor intención de tentar al destino poniéndose al alcance de los mortíferos venablos. Desplazándose en silencio de árbol en árbol, el muchacho siguió los pasos de los guerreros que volvían. Por último, uno de ellos se retrasó respecto a los demás, cuando avanzaban por una estrecha senda. Una torva sonrisa curvó los labios de Jack. Aceleró un poco la marcha hasta situarse casi encima del confiado indígena. Lo acechó como Sheeta, la pantera, acecha a su presa, como el joven ya había visto hacer a Sheeta en muchas ocasiones.
Súbita y silenciosamente fue avanzando y descendiendo hasta descolgarse encima de los anchos hombros de su víctima. En el mismo instante en que tomaba contacto con él, los dedos de Jack buscaron y encontraron la garganta del negro. El peso del muchacho derribó al indígena contra el suelo. Jack accionó simultáneamente las rodillas y el golpe dejó al hombre sin resuello. Al instante, una poderosa y blanca dentadura se le clavó en el cuello y unos dedos musculosos se cerraron sobre su garganta. El guerrero se debatió frenéticamente durante unos minutos, revolviéndose y bregando para quitarse de encima a su antagonista, pero se fue debilitando paulatinamente mientras aquella criatura torva, muda e invisible, le oprimía con tenacidad y le arrastraba hacia los matorrales que crecían a un lado del sendero.
Oculto por fin entre la maleza, a salvo de las miradas curiosas de los perseguidores, que podían echar de menos a su compañero, el chico arrancó la vida a su víctima, estrangulándola. El repentino estremecimiento definitivo, al que sucedió una inmovilidad exánime, indicaron por último a Jack que el guerrero estaba muerto. Un deseo extraño se apoderó del muchacho. Una sacudida agitó todo su ser. Se levantó de modo inconsciente y apoyó un pie en el cuerpo de su presa. Hinchó el pecho. Levantó la cara hacia las alturas y abrió la boca como si pretendiera lanzar al aire el sobrenatural y extraño alarido que parecía pugnar por salir desde el fondo de su ser… Pero sus labios no dejaron escapar sonido alguno y el chico permaneció allí erguido un minuto largo, con el semblante vuelto hacia el cielo, el pecho agitándose con emoción contenida, como una animada estatua de Némesis.
El silencio que definió la primera muerte importante del hijo de Tarzán iba a caracterizar todos sus sacrificios futuros, lo mismo que el sobrecogedor grito de victoria del mono macho había caracterizado los triunfos mortales de su formidable progenitor.
…el guerrero estaba muerto.