El hijo de Tarzán (27 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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Numa, el león.

XVII

Meriem regresó lentamente al árbol donde había dejado la falda, las botas y las medias. Iba cantando alegremente, pero interrumpió de pronto la tonada al llegar a la vista del árbol, porque allí un puñado de babuinos juguetones se daba la gran fiesta, lanzando las prendas de un lado para otro, tirando de ellas cada uno por un extremo, sobándolas a discreción. Al ver a Meriem, lo que menos hicieron fue asustarse. Por el contrario, empezaron a gruñirle y a enseñarle los dientes. ¿Es que iban a tenerle miedo a una simple hembra tarmangani? Ni el más mínimo. En absoluto.

Por la llanura, desde el otro lado del bosque, volvían los excursionistas de su jornada de caza. Cabalgaban muy separados entre sí, con la esperanza de tropezarse con algún león que vagase por la planicie rumbo a su cubil. El honorable Morison marchaba cerca de la linde del bosque. Sus ojos recorrían en todas direcciones el ondulante terreno salpicado de matorrales y arbustos. De pronto, cayeron sobre la figura de un animal que se encontraba en el borde de la densa jungla, justo donde la pradera terminaba bruscamente.

Condujo su cabalgadura hacia lo que acababa de descubrir. Aquello se encontraba aún demasiado lejos para que sus escasamente adiestrados ojos reconocieran su naturaleza. Al aproximarse más, sin embargo, vio que se trataba de un caballo. Se disponía a desviarse de nuevo para recuperar la dirección que llevaba antes, cuando le pareció distinguir una silla de montar sobre el lomo de aquel equino. Se acercó un poco más. Sí, el animal estaba ensillado. El honorable Morison se acercó todavía más y, al hacerlo, sus pupilas manifestaron una agradable sensación de placer anticipado, porque acababa de darse cuenta de que aquel era el potro favorito de Meriem.

Galopó hasta situarse al lado del caballo. Meriem debía de estar en la arboleda. El hombre experimentó un leve estremecimiento ante la idea de que la joven se encontrara sola y desvalida en la selva. La selva continuaba siendo para él un espantoso lugar cuajado de terrores y en el que la muerte siempre andaba sigilosa al acecho. Desmontó y dejó su cabalgadura junto a la de la muchacha. Entró a pie en la jungla. Daba por supuesto que Meriem estaría sana y salva y deseaba darle una sorpresa apareciendo ante ella inopinadamente.

Sólo se había adentrado en la foresta unos metros cuando oyó un enorme alboroto en un árbol cercano. Al aproximarme vio una partida de babuinos que gruñía peleándose por algo. Aguzó la vista y pudo comprobar que el motivo de la aparente discordia eran una faldas de montar, unas botas y unas medias. El corazón casi dejó de latirle cuando se le ocurrió la única y espantosa explicación que sugería aquella escena. Los babuinos habían matado a Meriem y habían arrancado la ropa de su cadáver. Morison se estremeció.

Se disponía a llamarla a voces, por si, a pesar de todo, la joven continuara con vida, cuando observó que un árbol cercano rebosaba de babuinos. Aguzó la vista y descubrió que a quien refunfuñaban y gruñían los babuinos era a Meriem. Los asombrados ojos de Morison vieron que la joven basculaba por las ramas del árbol como un mono y descendía hasta situarse por debajo de los simios. La chica se detuvo un instante encima de una rama, a cosa de un metro del babuino más próximo. Morison estaba a punto de echarse el rifle a la cara y meterle un balazo a aquella espantosa criatura cuando oyó hablar a la muchacha. Casi se le cayó el arma de las manos a causa de la sorpresa que le produjo aquel extraño lenguaje, idéntico al de los simios, que brotaba de los labios de Meriem.

Los babuinos interrumpieron su jerigonza hostil y la escucharon. Resultaba evidente que estaban tan sorprendidos como el honorable Morison Baynes. Uno tras otro, lentamente, fueron acercándose a la joven. Meriem no dio muestras de asustarse lo más mínimo. En cuestión de segundos los simios estuvieron a su alrededor y Baynes se encontró con que no podía disparar sin poner en peligro la vida de Meriem. Con todo, tampoco deseaba apretar el gatillo. Le consumía la curiosidad.

Durante varios minutos la muchacha mantuvo con los babuinos lo que no podía ser más que una conversación. Luego, con diligente prontitud, los babuinos le devolvieron las prendas que le habían quitado. Continuaron apiñados alrededor de la joven, mientras ésta volvía a ponérselas. El honorable Morison Baynes se sentó al pie de un árbol y se secó el sudor que perlaba su frente. Después se levantó y regresó hacia su montura.

Cuando Meriem salió del bosque, al cabo de unos instantes, lo encontró allí, mirándola con ojos desorbitados y de los que irradiaba un asombro mezclado con una especie de terror.

—Vi ahí tu caballo —explicó el hombre— y se me ocurrió que podía esperarte y volver a casa contigo… ¿Te importa?

—Claro que no —respondió ella—. Será estupendo.

Mientras regresaban, estribo contra estribo, a través de la llanura, el honorable Morison se sorprendió a sí mismo observando a hurtadillas el bonito perfil de la chica, al tiempo que se preguntaba si lo que acababa de ver había sido una ilusión óptica o si realmente fue testigo de una escena en la que aquella encantadora criatura alternaba con grotescos babuinos y charlaba con ellos con la misma fluidez y soltura con que hablaba con él. Era algo de lo más enigmático, algo imposible y, sin embargo, lo vio con sus propios ojos.

Seguía observando a Meriem cuando otra idea se empeñó en imponerse en su cerebro. Era una joven preciosa y de lo más deseable; ¿pero qué sabía de ella? ¿No se trataba de una muchacha absolutamente imposible para él? La escena que acababa de presenciar, ¿no era suficiente prueba de esa imposibilidad? ¡Una mujer que trepaba por los árboles y conversaba con los babuinos de la jungla! ¡Resultaba lo que se dice espantoso de veras!

El honorable Morison se enjugó el sudor de la frente. Meriem le lanzó una mirada.

—Parece que tienes calor —comentó—. Y ahora que se está poniendo el sol yo más bien tengo frío. ¿Por qué estás sudando?

El honorable Morison no tenía intención de confesar que la había visto con los babuinos, pero de súbito, antes de darse cuenta de lo que decía, estalló:

—Sudo de emoción —dijo—. Al encontrar tu caballo me dispuse a adentrarme en la selva. Quería sorprenderte, pero el que se llevó la sorpresa fui yo. Te vi en los árboles con los babuinos.

—¿Ah, sí? —articuló Meriem, como si fuera lo más natural del mundo que una joven normal mantuviera estrechas relaciones amistosas con las fieras salvajes de la jungla.

—¡Fue horrible! —exclamó el honorable Morison.

—¿Horrible? —repitió Meriem, fruncidas las cejas en gesto de perplejidad—. ¿Qué tiene de horrible? Son amigos míos. ¿Es horrible hablar con los amigos de una?

¿Entonces hablabas de verdad con ellos? —se extrañó el honorable Morison—. ¿Los entendías y ellos te entendían a ti?

—Desde luego.

—Pero es que son unos seres espantosos… unos animales degenerados y pertenecientes a una escala inferior. ¿Cómo es posible que hables el lenguaje de las bestias?

—No son espantosos y de degenerados, nada —replicó Meriem—. Los amigos nunca son esas cosas. Siempre viví con ellos, hasta que Bwana me encontró y me trajo aquí. Casi no conocía ningún otro lenguaje, aparte el de los mangarais. ¿Acaso me iba a negar a reconocerlos sólo porque, de momento, da la casualidad de que vivo entre seres humanos?

—¡De momento! —exclamó el honorable Morison—. ¿No pretenderás decir que esperas volver a vivir con ellos? ¡Vamos, vamos, menudas tonterías estamos diciendo! ¡Pero, qué idea! Me estás tomando el pelo, señorita Meriem. Sin duda fuiste amable con esos babuinos y ellos te conocen y no te molesta, pero de eso a que hubieras vivido con ellos… Bueno, eso es un disparate absurdo.

—Pues la verdad es que viví con ellos —insistió la muchacha. Más bien le divertía el horror que le produjo a aquel hombre la mera idea, horror que se reflejaba en el tono y en los modales del honorable Morison. Así que siguió pinchándole—: Sí, viví, casi desnuda, entre los grandes monos y entre los simios inferiores. Habitaba en las ramas de los árboles. Me abalanzaba sobre las presas pequeñas y las devoraba… crudas. Cacé antílopes y jabalíes con Korak y «A'kt». Me sentaba en las ramas gruesas de los árboles para dedicar muecas burlonas a Numa, el león, y le tiraba ramitas y le fastidiaba hasta hacerle rugir de tal modo que la selva temblaba.

»Y Korak me construyó una cabaña en la copa de un árbol gigantesco. Me llevaba carne y frutas. Luchaba por mí y me trataba bondadosamente… Hasta que llegaron Bwana y Querida, nadie había sido bueno conmigo, aparte de Korak.

Un tono de melancolía matizaba la voz de Meriem, olvidada de su intención de tomar el pelo al honorable Morison. Pensaba en Korak. Últimamente no había pensado mucho en Korak.

Guardaron silencio durante largo rato, absortos en sus propias meditaciones mientras cabalgaban de vuelta a la casa de campo de su anfitrión. La chica evocaba la figura de un muchacho que parecía un dios, cubierto con una piel de leopardo que ocultaba en buena parte su piel lisa y bronceada, mientras saltaba ágilmente de árbol en árbol para poner ante ella la comida que le llevaba tras la provechosa cacería. Detrás del mozo se desplazaba balanceándose de rama en rama un formidable y peludo simio, un colosal antropoide. Meriem les daba la bienvenida entre risas y gritos de alegría, al tiempo que se mecía delante de su silvestre hogar. Era un cuadro precioso en su memoria. El otro aspecto del mismo raramente entraba en su recuerdo: el frío, las largas y terribles noches de la selva, la humedad y calamidades de la estación lluviosa, las aterradoras fauces de los carnívoros salvajes cuando rondaban en la negra oscuridad, la constante amenaza de Sheeta, la pantera, y de Histah, la serpiente, los insectos de afilado aguijón, las odiosas sabandijas. Porque, en realidad, todos esos azotes quedaban en segundo plano, olvidados bajo el peso de la felicidad de los días soleados, la vida en completa libertad y, sobre todo, la compañía de Korak.

Los pensamientos del hombre eran más bien confusos. Acababa de comprender que había estado en un tris de enamorarse de aquella joven de la que apenas sabía nada hasta un momento antes, cuando le reveló momentáneamente una parte de su pasado. Cuanto más reflexionaba sobre ello más evidente le resultaba que le había entregado su cariño… que había estado a punto de ofrecerle su honorable apellido. Le sacudió un escalofrío al darse cuenta de que se había librado por los pelos. Sin embargo, la quería, a pesar de todo. Nada que oponer, según la ética del honorable Morison Baynes y los de su clase social. La joven era de una arcilla inferior a la suya. No podía casarse con ella, como tampoco podía desposar a una babuina de las que formaban parte del círculo de amistades de Meriem. Ni ella esperaría, naturalmente, que él le formulase la oferta de matrimonio. Disfrutar de su amor ya representaría más que suficiente honor para la joven… El apellido, como era lógico, se lo brindaría a una dama perteneciente a su propia clase social.

Una muchacha que se codeaba con simios y que, según reconocía, vivió prácticamente desnuda entre ellos, no podía tener un sentido apropiado de las cualidades superiores de la virtud. El amor que él le ofrecería, pues, lejos de ofenderla, probablemente satisfaría con creces todo lo que ella pudiera desear o esperar.

Cuanto más pensaba en el asunto el honorable Morison Baynes, más se convencía de que sus intenciones eran de lo más caballeroso y filantrópico. Los europeos entenderían su punto de vista mucho mejor que los estadounidenses, pobres y benditos provincianos incapaces de una verdadera comprensión de lo que representa la estirpe y a los que se haría muy cuesta arriba entender el hecho de que «el rey jamás puede hacer nada malo». Ni siquiera se le ocurrió dudar de que Meriem se sentiría mucho más feliz entre las comodidades y lujos de un piso de Londres, respaldada por el cariño y la cuenta corriente de Morison, que casada con un hombre perteneciente a la misma posición social de ella, un don nadie. Sin embargo, quedaba en el aire un punto que deseó aclarar de manera definitiva, antes de comprometerse en el plan que estaba considerando poner en práctica.

—¿Quiénes eran Korak y «A'kt»? —quiso saber.

—«A'kt» era un mangan —respondió Meriem— y Korak un tarmangani.

—Pero, por favor, aclárame qué es un mangan… y qué es un tarmangani.

La joven se echó a reír.

—Tú eres un tarmangani —explicó—. Los mangarais están cubiertos de pelo… tú los llamarías monos.

—¿Korak, pues, es un hombre blanco?

—Sí.

—¿Y era… ejem… era… tu…?

Se interrumpió porque le resultaba un tanto dificil continuar con aquel interrogatorio mientras los bonitos ojos claros de la muchacha estaban fijos en los suyos.

—¿Mi qué? —preguntó Meriem, cuya inocencia carente de picardía la situaba lejos, muy lejos de suponer a dónde quería ir a parar el honorable Morison.

—Pues… ejem… tu hermano —tartamudeó el hombre.

—No, Korak no era mi hermano —respondió ella.

—¿Tu marido, entonces? —el honorable Morison fue por fin al grano.

Ni por lo más remoto ofendida, Meriem estalló en una alegre carcajada.

—¡Mi marido! —exclamó—. ¿Qué edad me calculas? Soy demasiado joven para tener marido. Es algo que nunca se me ha pasado por la cabeza. Korak era… pues… —vaciló también, porque era la primera vez que trataba de analizar la relación que existía entre Korak y ella—, pues, Korak era… Korak y nada más…

Remató su nueva interrupción con otra alegre carcajada, mientras comprendía la brillantez de su inspirada descripción.

Al contemplarla y al escucharla el hombre que iba a su lado no podía creer que en la naturaleza de aquella muchacha se hubiera infiltrado alguna clase de depravación y, sin embargo, necesitaba creer que no había sido cabalmente virtuosa, porque, de no ser así, lo que él se proponía no iba a resultarle fácil… El honorable Morison no carecía totalmente de conciencia.

Durante varios días, el honorable Morison no consiguió progresos apreciables en su camino hacia la consumación del plan que se había trazado. A veces casi llegaba a abandonarlo del todo, dado que solía sorprenderse de vez en cuando diciéndose lo fácilmente que podía caer en la tentación de declararse y pedir a Meriem en matrimonio, si no andaba con ojo y se hundía un poco más en el amor que la joven le inspiraba. Le costaba un trabajo ímprobo verla todos los días y no enamorarse de ella cada vez más profundamente. La chica tenía un «algo» y, aunque el honorable Morison no llegaba a captarlo, le dificultaba extraordinariamente su labor: ese «algo» eran las cualidades de una bondad y honestidad innatas que situaban a Meriem dentro de un baluarte protector, de una barrera inexpugnable erigida a su alrededor que sólo los degenerados tienen la falta de escrúpulos imprescindible para atacar. Al honorable Morison Baynes nunca podía considerársele un degenerado.

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