El hijo de Tarzán (3 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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La madre del alumno golpeó rítmica y nerviosamente la alfombra con el pie.

—No le permitirá usted esas cosas, ¿verdad? —aventuró la mujer.

El señor Moore se removió, incómodo.

—Yo… verá… intenté quitarle el libro —articuló el preceptor, mientras un leve rubor teñía sus mejillas cetrinas—, pero… ejem… su hijo tiene una fuerza muscular tremenda para sus años.

—¿El chico no consintió que usted se lo arrebatara? —preguntó la madre.

—No se mostró dispuesto a ello —reconoció el tutor—. Es un chico con un carácter estupendo; como si se lo tomara a broma, se empeñó en simular que era un gorila y yo un chimpancé que intentaba quitarle la comida. Se abalanzó sobre mí, al tiempo que emitía los gruñidos más selváticos que jamás oí, me levantó en peso por encima de su cabeza y me arrojó sobre la cama. Después montó todo un número, representando que me estrangulaba, se puso encima de mi cuerpo allí tendido y lanzó al aire un alarido espeluznante que, según me explicó, era el grito de victoria del mono macho. Como remate, me llevó hasta la puerta, me echó al pasillo y se encerró dentro de su cuarto.

Transcurrieron varios minutos sin que ninguno de los dos dijese nada. Al final, la madre del alumno rompió el silencio.

—Es de todo punto imprescindible, señor Moore —indicó—, que haga usted cuanto esté en su mano para eliminar del ánimo de Jack esas inclinaciones, mi hijo…

Pero no pudo continuar. En aquel momento irrumpió a través de la ventana un resonante «¡Bumba!» que los impulsó a ponerse en pie. La habitación estaba en el segundo piso de la casa y al otro lado de la ventana que había atraído la atención de ambas personas crecía un árbol bastante alto, una de cuyas ramas se extendía hasta quedar a escasa distancia del alféizar. Y en aquella rama descubrieron al objeto de su conversación: un muchacho alto, recio y atlético, que se balanceaba con gran soltura sobre dicha rama y que, al observar la aterrada expresión de su público, empezó a proferir sonoros gritos jubilosos.

La madre y el preceptor corrieron hacia la ventana, pero antes de que hubiesen cruzado la estancia, el chico ya había saltado ágilmente al antepecho de la ventana, para a continuación entrar en el cuarto y reunirse con ellos.

—«El salvaje de Borneo acaba de llegar a la ciudad» —entonó, a la vez que interpretaba una supuesta danza de guerra ante los ojos de su asustada madre y su no menos escandalizado preceptor. Coronó su baile echando los brazos al cuello de la mujer y estampándole un beso en cada mejilla. Luego exclamó—: ¡Ah, mamá! En un teatro de variedades de Londres exhiben un prodigioso mono amaestrado. Willie Grimsby lo vio anoche. Dice que, menos hablar, lo hace todo. Monta en bicicleta, utiliza cuchillo y tenedor para comer, cuenta hasta diez e incluso hace otras maravillas… ¿Puedo ir a verlo yo también? ¡Por favor, mamá…! ¡Déjame ir, por favor!

La madre acarició amorosamente la mejilla del muchacho, pero movió la cabeza negativamente.

—No, Jack —dijo—, ya sabes que no me gustan esa clase de espectáculos.

—No sé por qué, mamá —repuso el chico—. Todos mis amigos van, como también van al parque zoológico. En cambio, tú me lo prohíbes a mí. Cualquiera diría que soy una chica… o un ñoño melindroso. ¡Ah, papá! —exclamó al abrirse la puerta y dar paso a un caballero de ojos grises—. ¡Oh, papá! ¿Verdad que puedo ir?

—¿Ir a dónde, hijo? —quiso saber el recién llegado.

—Quiere ir a un teatro de variedades en el que actúa un mono amaestrado —explicó la madre, a la vez que dirigía a su esposo una mirada de significativa advertencia.

—¿Quién? ¿
Ayax
? —apuntó el hombre.

El muchacho asintió con la cabeza.

—Bueno, pues eso es algo que no puedo reprocharte, hijo —dijo el padre—. A mí tampoco me importaría ir a verlo. Dicen que es estupendo y que, para tratarse de un antropoide, resulta extraordinariamente grande. Vayamos a verlo, Jane… ¿qué opinas?

Miró a su esposa, pero la dama denegó enérgicamente con la cabeza y, dirigiéndose al señor Moore, le preguntó si no era hora de que Jack y él pasaran al gabinete para dar la clase de la mañana. Cuando ambos hubieron salido, la mujer se encaró con su esposo.

—John, creo que hay que hacer algo para quitarle de la cabeza a Jack esa inclinación a regodearse con cuanto pueda alentar su ya de por sí agudo entusiasmo por la vida salvaje, algo que mucho me temo ha heredado de ti. Por propia experiencia ya sabes lo intensa que a veces puede ser la llamada de la selva. Te consta que has tenido que sostener a menudo una lucha violenta contigo mismo para superar el casi demencial deseo que te abruma en ocasiones de volver a una vida que llevaste durante tantos años. Al mismo tiempo, sabes mejor que nadie lo espantoso que para Jack sería ese destino, en el caso de que la existencia en la selva le sedujera, le resultase demasiado atractiva.

—Dudo mucho que exista el menor peligro de que haya heredado de mí la pasión por la vida en la selva —replicó el hombre—, porque no me es posible concebir que una cosa así se transmita de padres a hijos. Y a veces creo, Jane, que en tu preocupación por el futuro del chico te excedes en tus medidas restrictivas. Le encantan los animales. Por ejemplo, su deseo de ver a ese mono amaestrado es de lo más natural en un mozo sano y normal de su edad. El hecho de que quiera ver a Ayax no indica ni mucho menos que quiera casarse con una mona. Y aunque así fuera, te guardarías muy mucho de exclamar: «¡Qué vergüenza!».

Y John Clayton, lord Greystoke, abrazó a su esposa, dejó escapar su buen humor en forma de alegre carcajada, inclinó la cara sobre la de ella, vuelta hacia arriba, y la besó en los labios. Luego, de nuevo serio, prosiguió:

—Nunca le contaste a Jack nada respecto a mi vida anterior, ni has permitido que lo hiciera yo, y me parece que en eso te has equivocado. Si hubiese podido contarle las experiencias de Tarzán de los Monos sin duda me habría resultado fácil eliminar de su imaginación todo el supuesto encanto y romanticismo que las mentes de los que jamás vivieron tales experiencias selváticas alimentan en su fantasía. Puede que hubiera podido aprender algo de mi experiencia, pero ahora, si la llamada de la jungla le hechizase hasta el punto de impulsarle irresistiblemente a ir allí, no dispondría de datos que le guiasen y tendría que valerse de sus propias intuiciones. Y sé muy bien lo engañosas que pueden llegar a ser esas intuiciones cuando se trata de enviarle a uno en la dirección equivocada.

Lady Greystoke se limitó a denegar con la cabeza, como había hecho en centenares de ocasiones anteriores, o sea, siempre que salia a relucir aquel tema del pasado.

—No, John —insistió—. Nunca consentiré en que se implante en el cerebro de Jack sugerencia alguna respecto a la vida salvaje de la que ambos hemos querido protegerle, mantenerle al margen.

Cuando el tema volvió a surgir ya era de noche. Lo sacó a colación el propio Jack. Estaba acomodado, hecho un ovillo en una butaca, leyendo, cuando súbitamente levantó la cabeza y preguntó a su padre, yendo directamente al grano:

—¿Por qué no puedo ir a ver a Ayax?

—Porque a tu madre no le parece bien —respondió lord Greystoke.

—¿Y a ti?

—Esa no es la cuestión —eludió el hombre—. Basta con que tu madre se oponga.

—Pues voy a ir a verlo —anunció el muchacho, tras un momento de silencio meditativo—. No voy a ser menos que Willie Grimsby ni que cualquiera de los chicos que lo han visto ya. No les hizo ningún daño y tampoco me lo hará a mí. Podría ir sin decírtelo, pero no pienso mantenerlo en secreto. Así que te lo digo ahora, de antemano: voy a ir a ver a Ayax.

Ni en el tono ni en la actitud del muchacho se apreció el menor desafío o falta de respeto. Era ni más ni menos una declaración desapasionada. El padre a duras penas logró reprimir una sonrisa y abstenerse de manifestar la admiración que le inspiraba aquella resuelta norma de conducta adoptada por el mozo.

—Me parece estupenda tu sinceridad, Jack —declaró—. Permíteme que yo sea igualmente franco. Si te atreves a ir a ver a Ayax sin permiso, tendré que castigarte. Nunca te he puesto la mano encima, pero te advierto que lo haré en el caso de que incumplas los deseos de tu madre.

—Sí, papá —contestó el chico; luego añadió—: Ya te informaré cuando haya ido a ver a Ayax.

El señor Moore ocupaba la habitación contigua a la de su joven pupilo y el preceptor tenía la costumbre de ir todas las noches, antes de retirarse a descansar, a echar un vistazo al muchacho. Aquel día tuvo un cuidado especial en no olvidarse de cumplir tal deber, porque acababa de celebrar una entrevista con los padres de Jack, quienes le insistieron en la imperiosa necesidad de que extremara su vigilancia, al objeto de evitar que el muchacho fuera a visitar el teatro de variedades donde se exhibía el mono amaestrado. De modo que cuando, hacia las nueve y media, abrió la puerta del cuarto de Jack, la excitación nerviosa se apoderó del dómine, aunque no puede decirse que le sorprendiera demasiado encontrar al futuro lord Greystoke completamente vestido de calle y a punto de descolgarse por la ventana del dormitorio.

El señor Moore atravesó rápidamente el aposento, pero su derroche de energía fue innecesario, porque cuando el chico le oyó dentro de la estancia y comprendió que le habían descubierto, dio media vuelta y regresó como si renunciase a la proyectada aventura.

—¿A dónde ibas? jadeó el excitado señor Moore.

—Voy a ver a Ayax —respondió Jack, tranquilamente.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó el señor Moore. Pero su asombro se remontó hasta el infinito cuando el muchacho se le acercó, lo agarró por la cintura, lo levantó en peso, lo arrojó boca abajo sobre la cama y le apretó la cara contra la almohada.

—¡Cállese —conminó Jack— si no quiere que le asfixie!

El señor Moore se resistió, pero sus esfuerzos no le sirvieron de nada. Cualesquiera que fuesen las particularidades que Tarzán de los Monos hubiese o no podido transmitir a su retoño, de lo que no cabía duda era de que el chico estaba dotado de un físico casi tan maravilloso como el que el padre poseía a aquella misma edad. El preceptor era un muñeco en manos del muchacho. Jack se puso de rodillas encima del hombre, rasgó unas tiras de la sábana y le ligó las manos a la espalda. Después le dio media vuelta, le introdujo en la boca un pedazo de tela de la misma sábana y le amordazó con otra tira, que ató en la nuca de la víctima. Todo ello mientras le hablaba en voz baja y en tono de conversación normal.

—Soy Waja, jefe de los wajis —explicó—, y tú eres Mohamed Dubn, el jeque árabe que asesinó a mi pueblo y robó mi marfil.

Dobló y echó hacia atrás hábilmente las piernas del señor Moore, para enlazar los tobillos con las muñecas y atarle juntos los pies y las manos.

—¡Ajá, malvado! Por fin has caído en mi poder. Ahora tengo que irme, ¡pero volveré!

Y el hijo de Tarzán cruzó el dormitorio,, pasó por el hueco de la abierta ventana y se deslizó, rumbo a la libertad, por la tubería de desagüe que descendía desde el alero.

El señor Moore forcejeó y se debatió encima de la cama. Estaba seguro de que moriría allí asfixiado como no acudiesen en seguida a rescatarle. En su frenético terror consiguió rodar sobre el lecho e ir a parar al suelo. El impacto y el dolor consecuencia de la caída llevaron a su mente algo muy parecido a la sensatez, lo que le permitió considerar racionalmente su situación. Hasta entonces había sido incapaz de utilizar la inteligencia porque el terror histérico le dominaba, pero ahora que estaba algo más tranquilo pudo reflexionar acerca del modo de salir de aquel apuro. Al final cayó en la cuenta de que el cuarto en el que se encontraban lord y lady Greystoke cuando se despidió de ellos quedaba directamente debajo del dormitorio en cuyo piso yacía él. Había transcurrido un buen rato desde que subió la escalera y lo más probable era que el matrimonio se hubiese retirado ya a descansar, puesto que le parecía que estuvo toda una eternidad bregando encima de la cama para liberarse de las ligaduras. Comprendió, sin embargo, que lo mejor que podía hacer era intentar llamar la atención de las personas de la planta de abajo y, tras un sinfín de tentativas infructuosas, logró colocarse de forma que le era posible golpear el suelo con la puntera de las botas. Lo hizo así a breves intervalos, hasta que, al cabo de lo que le parecieron siglos, oyó el ruido de unos pasos que ascendían por la escalera y luego los golpes de alguien que llamaba a la puerta. Las punteras de las botas del señor Moore golpearon el suelo con toda la energía que eran capaces de desarrollar. No podía responder de otro modo. Tras unos segundos de silencio, los nudillos volvieron a llamar a la puerta. El señor Moore se aplicó de nuevo a la tarea de golpear el piso con la punta de las botas. ¡Es que no iban a abrir nunca la puerta! Trabajosamente consiguió acercarse rodando hacia el lugar por donde le llegaba el auxilio. Si pudiera colocarse tendido de espaldas junto a la puerta, la golpearía con los talones y seguramente le oirían. Se repitió la llamada de los nudillos, en esa ocasión un poco más fuerte, y, por último, una voz preguntó:

—¿Señorito Jack?

Era uno de los criados de la casa; el señor Moore reconoció la voz. Poco faltó para que al preceptor le estallase un vaso sanguíneo en sus esfuerzos por gritar: «¡Adelante!» a través de la mordaza que le asfixiaba. Al cabo de un momento, el criado volvió a llamar a la puerta y a pronunciar el nombre del señorito. Al no obtener respuesta, probó a girar el pomo de la puerta, instante en el que repentinamente una oleada de terror anegó de nuevo el cerebro del señor Moore: recordó que tras entrar en el cuarto había cerrado la puerta con llave.

Oyó al criado intentar abrirla varias veces, antes de retirarse. Entonces, el señor Moore perdió el conocimiento.

Mientras tanto, Jack disfrutaba a sus anchas de los placeres prohibidos del teatro de variedades. Había llegado a aquel templo de la alegría en el preciso instante en que empezaba el número de Ayax y como había sacado entrada de palco se inclinaba sobre la baranda, contenida la respiración, para no perderse el menor movimiento del simio, abiertos como platos los maravillados ojos. El domador no tardó en observar la reconcentrada y entusiasta atención con que aquel joven y bien parecido espectador contemplaba el número, y como quiera que una de las gracias más celebradas de Ayax consistía en entrar en uno o dos palcos durante su actuación, ostensiblemente en busca de un pariente que había perdido mucho tiempo atrás, explicaba el domador, el hombre comprendió que resultaría de gran efecto que el simio irrumpiese en el palco de aquel atractivo mozo, al que indudablemente se le pondrían los pelos de punta al ver ante sí aquella impresionante fiera peluda.

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