Todavía gruñendo sorda y coléricamente, Tantor se bamboleaba frente al gigante blanco, el cual pasó por debajo de la levantada trompa y le dirigió una orden en voz baja. El enorme paquidermo dejó de refunfuñar. El brillo salvaje de sus ojos fue apagándose paulatinamente, mientras el desconocido avanzaba hacia Korak. Tantor le siguió dócilmente.
Intrigada, Meriem contemplaba la escena. De pronto, el hombre se volvió hacia ella como si se hubiera olvidado momentáneamente de su presencia y la recordase en aquel preciso instante.
—¡Ven aquí, Meriem! —la llamó.
Y la muchacha le reconoció, atónita.
—¡Bwana!
Rápidamente, se dejó caer del árbol y corrió hacia él. Tantor lanzó una mirada interrogadora al gigante blanco, pero al recibir una seria advertencia oral permitió que Meriem se acercase. Bwana y la muchacha se llegaron al punto donde yacía Korak, con los ojos desorbitados y con una patética súplica de perdón en las pupilas… aunque también se apreciaba en ellas el brillo de un jubiloso agradecimiento por el milagro que había llevado junto a él a aquellas dos personas. Precisamente a aquellas dos personas, entre todos los pobladores del mundo.
—¡Jack! —exclamó el gigante blanco, al tiempo que se arrodillaba al lado del «matador».
—¡Papá! —la palabra salió sofocada de entre los labios de Korak—. Gracias a Dios que has sido tú. Nadie en toda la selva hubiera podido detener a Tantor.
El hombre cortó en unos segundos las ligaduras que sujetaban a Korak y el muchacho se puso en pie y pasó los brazos alrededor de su padre. El gigante blanco se volvió hacia Meriem.
—Creí haberte dicho —manifestó en tono severo— que volvieras a la granja.
Korak contempló a los dos con expresión de desconcierto. Anhelaba con toda su alma tomar a Meriem entre sus brazos, pero recordó a tiempo al otro, al elegante caballero inglés, y se dijo que él, Korak, no era más que un salvaje y tosco hombre mono.
Los ojos de Meriem se clavaron suplicantes en los de Bwana.
—Me dijiste —respondió con un hilo de voz— que mi sitio estaba junto al hombre del que me había enamorado.
Volvió la cabeza para mirar a Korak, pletóricos los ojos de una maravillosa luminosidad que nadie había visto nunca en ellos y que nadie más volvería a ver nunca.
«El matador» se acercó a Meriem con los brazos extendidos, pero antes de abrazarla, se detuvo súbitamente, se arrodilló ante ella, le cogió la mano y se la besó tan respetuosa y reverentemente como no hubiera besado la de la reina de su país.
Un mugido de Tantor puso instantáneamente a los tres —tres seres criados en la selva— en estado de alerta. Tantor miraba hacia los árboles situados a su espalda y los ojos de cada miembro del trío siguieron la dirección de los ojos del elefante… hacia la cabeza y los hombros de un enorme mono que apareció entre el follaje. El simio los contempló durante un momento, al cabo del cual brotó de su garganta un sonoro alarido de reconocimiento y alegría. Un momento después, el animal había saltado al suelo, seguido por una veintena de monos machos como él, y corría hacia las tres personas, mientras gritaba en el lenguaje primitivo de los antropoides:
—¡Tarzán ha vuelto! ¡Ha vuelto Tarzán, señor de la selva!
Era Akut, que al instante se lanzó a un desenfrenado festival de saltos y cabriolas, alrededor del trío, acompañados de espantosos aullidos que cualquier ser humano hubiera tomado por manifestaciones de la rabia más furibunda, pero que para aquellas tres personas significaban, lo sabían muy bien, que el rey de los monos estaba rindiendo homenaje a otro rey que consideraba superior a él. Los peludos súbditos de Akut imitaron a su soberano y compitieron a ver quién saltaba más alto y quién profería los ululatos más raros y sobrecogedores.
Korak apoyó la mano afectuosamente en el hombro de su padre.
—¡No hay más que un Tarzán! —dijo—. ¡Nunca podrá haber otro!
Dos días después, Tarzán, Meriem y Korak descendían de los árboles que bordeaban la llanura, al otro lado de la cual podía verse el humo que brotaba de las chimeneas de la casa y de las cocinas, para elevarse perezosamente en el aire. Tarzán de los Monos había recogido del árbol donde las dejara las prendas de hombre civilizado y, como Korak se negó en redondo a presentarse ante su madre con aquel atavío de hombre selvático que había llevado durante tanto tiempo, y como Meriem no estaba dispuesta a dejarle solo, por temor, según explicó, a que cambiara de idea y volviera a adentrarse en la jungla, el padre se adelantó rumbo a la casa, en busca de caballos y de ropa adecuada para su hijo.
Querida salió a recibirle a la verja, con los ojos saturados de preguntas y de dolor, al ver que Meriem no acompañaba a Bwana.
—¿Dónde está? —inquirió, temblorosa la voz—. Muviri me ha dicho que desobedeció tus instrucciones y que huyó a la selva cuando la enviaste hacia aquí. ¡Oh, John, si la perdemos también a ella no podré soportarlo!
Y lady Greystoke se vino abajo y estalló en lágrimas, con la cabeza apoyada en el amplio pecho de su marido, donde tantas veces había encontrado consuelo y fortaleza de ánimo para sobrellevar las dolorosas tragedias de su vida.
Lord Greystoke le alzó la cara y miró al fondo de los ojos de su esposa. Los del hombre sonreían iluminados por la felicidad.
—¿Qué ocurre, John? —preguntó lady Greystoke—. ¡Si traes buenas noticias… no me tengas con el alma en vilo!
—Quiero tener la absoluta seguridad de que vas a resistir el anuncio de las mejores noticias que tú y yo hayamos recibido jamás —dijo lord Greystoke.
—¡La alegría no mata! —exclamó la mujer—. ¿La has encontrado?
No se atrevía a alimentar la esperanza de aquel imposible.
—Sí, Jane —repuso el hombre, ronca de emoción la voz—. La he encontrado a ella… ¡y a él!
—¿Dónde está Jack? ¿Dónde están los dos?
—Ahí fuera, en el borde de la selva. Jack no quería venir medio desnudo, vestido sólo con una piel de leopardo… Me mandó por delante para que viniera a buscarle ropa de persona civilizada.
Jane Clayton empezó a batir palmas, extasiada, y echó a correr hacia la casa.
—¡Espera! —gritó por encima del hombro—. Tengo todos sus trajecitos… Los he conservado todos. Te traeré uno…
Tarzán se echó a reír y le aconsejó que no fuera tan deprisa.
—Las únicas prendas que le vendrán más o menos bien —dijo— son las mías… Si es que no le quedan pequeñas… Tu hijito ha crecido, Jane.
La mujer también rompió a reír, ahora todo le hacía gracia: se reía por todo y por nada. El mundo volvía a estar rebosante de amor, de felicidad y de júbilo, el mundo que durante tantos años había estado envuelto en la penumbra de su inmensa congoja. Era tan grande su alegría en aquellos momentos que se olvidó de la triste noticia que le esperaba a Meriem. Llamó a Tarzán para indicarle que preparase a la muchacha para que no la recibiera de sopetón, pero lord Greystoke no la oyó y se alejó a caballo ignorante del suceso al que se refería su esposa.
Y así, una hora después, Korak, «el matador», llegaba al galope a la casa donde le aguardaba su madre —la madre cuya imagen nunca se había difuminado en su corazón juvenil— y encontró en los brazos y en los ojos de la mujer el cariño y el perdón por el que suspiraba.
Luego, la mirada de la madre se posó en Meriem y una expresión doliente borró la dicha que brillaba en los ojos de la mujer.
—Mi pequeña —dijo—, entre tanta felicidad como reina hoy en esta casa, una gran aflicción te espera… El señor Baynes no sobrevivió a sus heridas.
La expresión de tristeza que manifestaron los ojos de Meriem sólo indicaba un sincero sentimiento, no la angustia desconsolada de la mujer que ha perdido a la persona que más quería.
—Lo siento —articuló simplemente—. Tuvo intención de perderme, pero, antes de morir, reparó con creces el daño que quiso hacerme. Hubo un tiempo en que creí estar enamorada de él. Al principio fue la fascinación que ejerció sobre mí algo que me era completamente nuevo… después fue respeto por un hombre animoso que tuvo el valor moral de reconocer sus pecados y el valor físico de afrontar la muerte para expiar los atropellos que había cometido. Pero no era amor. No he sabido lo que es el amor hasta que me enteré de que Korak vivía.
Se volvió sonriente hacia «el matador».
Lady Greystoke miró rápidamente al fondo de los ojos de su hijo, del hijo que algún día iba a ser lord Greystoke. Por la mente de la dama no cruzó ningún pensamiento relativo a la diferencia de origen y de posición social entre su hijo y aquella muchacha. Para lady Greystoke, Meriem era digna de un rey. Lo único que la señora quería saber era si Jack amaba a aquella desamparada niña árabe. La expresión que vio en los ojos de Jack contestó plenamente a la pregunta que Jane Clayton tenía en el corazón, de modo que echó los brazos en torno a ambos jóvenes y los besó una docena de veces a cada uno.
—¡Ahora —exclamó— sí que tendré de verdad una hija!
La misión más próxima se encontraba a varias jornadas de marcha agotadora, pero sólo aguardaron en la granja unos cuantos días, los justos para descansar y preparar el gran acontecimiento antes de ponerse en camino. Y en cuanto se celebró la ceremonia matrimonial se dirigieron a la costa, donde embarcaron rumbo a Inglaterra. Aquellos días fueron los más fabulosos que había vivido Meriem en toda su existencia. Ni siquiera vagamente había soñado en las maravillas que la civilización había reservado para ella. El inmenso océano y las comodidades del transatlántico le resultaron de lo más alucinante. La algarabía, el bullicio y la confusión de la estación de ferrocarril inglesa la llegaron a aterrar.
—Si hubiese a mano un árbol de buen tamaño —confió a Korak—, creo que treparía hasta la copa con el corazón en un puño.
—¿Y le harías muecas y le tirarías ramitas a la locomotora? —se echó a reír Korak.
—¡Pobre Numa! —suspiró la muchacha—. ¿Qué será de él sin nosotros?
—¡Ah, siempre habrá alguien que le tome la melena, mi pequeña mangani! —le aseguró Korak.
La mansión de los Greystoke en la ciudad dejó a Meriem sin aliento, pero cuando tenían visita o celebraban alguna fiesta, nadie hubiera sospechado que la muchacha no había nacido y se había criado en un ambiente de alcurnia.
No llevaban en Londres una semana cuando lord Greystoke recibió noticias de su viejo amigo D'Arnot.
Le llegaron en forma de carta de presentación del general Armand Jacot. Lord Greystoke recordaba el nombre. Nadie que estuviese familiarizado con la reciente historia de Francia podía dejar de recordarlo, porque el general Jacot era en realidad el príncipe de Cadrenet, el entusiasta y fanático republicano que se negaba a emplear, ni siquiera por formalidad o cortesía, un título que era patrimonio de la familia desde hacía cuatrocientos años.
—En una república no hay lugar para los príncipes —solía decir.
Lord Greystoke recibió en la biblioteca a aquel soldado de nariz aguileña y gran bigote gris. Después de intercambiar una docena de palabras ambos hombres habían establecido una relación de mutuo aprecio que se prolongaría durante toda su vida.
—Recurro a usted —explicó el general Jacot— porque nuestro querido almirante me ha informado de que no existe en el mundo persona alguna que conozca más a fondo cuanto se relaciona con el África central.
»Permítame que le cuente mi caso desde el principio. Hace muchos años secuestraron a mi hija, probablemente unos árabes, cuando servía en la legión extranjera, en Argelia. En aquel entonces hicimos todo cuanto el cariño, el dinero e incluso los recursos del gobierno podían hacer para descubrir el paradero de la niña y recuperarla, pero en vano. Se publicó su fotografía en los principales rotativos de las ciudades importantes del mundo y, a pesar de todo, no hubo hombre ni mujer que hubiese vuelto a ver a la criatura desde el día en que desapareció tan misteriosamente.
»Hace ocho días, en París, recibí la visita de un atezado árabe que dijo llamarse Abdul Kamak. Aseguró que había localizado a mi hija y que estaba en condiciones de llevarme hasta ella. Lo conduje inmediatamente ante el almirante D'Arnot quien, según mis informes, ha recorrido los territorios del África central. La historia del árabe indujo al almirante a creer que el lugar donde se retenía cautiva a la muchacha blanca que el tal Abdul Kamak supone que es mi hija no se encuentra muy lejos de las propiedades que posee usted en África y me aconsejó que viniera a visitarle de inmediato… Aventuró que cabía la posibilidad de que supiera usted si realmente esa joven está en algún lugar próximo a sus haciendas.
—¿Qué pruebas le aportó el árabe de que la chica era su hija de usted? —preguntó lord Greystoke.
—Ninguna —respondió el general Jacot—. Por eso he creído conveniente venir a consultarle, antes de organizar una expedición. El individuo sólo tenía una fotografía antigua, en el dorso de la cual llevaba pegado un recorte de periódico en el que se describía a la niña y se ofrecía una recompensa. Nos temimos que el árabe se la hubiera encontrado en alguna parte y que la codicia le hubiese hecho pensar que podía cobrar la recompensa, de un modo u otro, tal vez colándonos una muchacha blanca cualquiera, contando con la posibilidad de que los muchos años transcurridos no nos permitieran detectar el engaño.
—¿Lleva usted encima la fotografía? —preguntó lord Greystoke.
El general se sacó un sobre del bolsillo, extrajo del mismo una fotografía amarillenta y se la tendió al inglés.
Las lágrimas nublaron los ojos del anciano guerrero al posar la vista en las retratadas facciones de su hija perdida.
Lord Greystoke examinó la fotografía durante un momento. Una expresión extraña apareció en sus ojos. Tocó un timbre y al cabo de unos segundos entró un criado.
—Pregúntele a la esposa de mi hijo si tiene la bondad de venir a la biblioteca —dijo.
Los dos hombres guardaron silencio. El general Jacot estaba demasiado bien educado para manifestar la contrariedad y decepción que le producía aquella forma un tanto desairada con que lord Greystoke dejaba de lado el objeto de su visita. En cuanto la damisela llegase y se hubieran hecho las debidas presentaciones se despediría sin más. Al cabo de un momento entraba Meriem en la biblioteca.
Lord Greystoke y el general Jacot se levantaron para saludarla. El inglés no hizo las presentaciones que el protocolo aconsejaba. Tenía una teoría y deseaba observar el efecto que producía en el general ver por primera vez el rostro de la joven. Era una teoría inspirada por el Cielo, que había surgido en su mente en el preciso instante en que sus ojos se posaron en el semblante infantil de Jeanne Jacot.