Al instante, alzó la voz para emitir la misma llamada que ya había lanzado al aire en la tienda del jeque. Del otro lado de la empalizada llegó de nuevo el barrito de un elefante.
El viejo Tantor había vuelto a empujar infructuosamente la muralla de troncos. Al sonido de la' voz de Korak que le llamaba se sumó el olor del hombre, su enemigo, que le llenó de furia y resentimiento contra aquella estúpida barrera que se oponía a su avance. Dio media vuelta, se alejó unos pasos, se encaró de nuevo con la empalizada, alzó la trompa, emitió un rugiente barrito furioso, bajó la cabeza y desencadenó su ataque como un inmenso ariete de carne, hueso y músculos, directamente contra la sólida muralla de madera.
La estacada cedió, varios troncos saltaron hechos astillas a consecuencia del impacto y el enfurecido elefante macho pasó a través de la brecha que acababa de abrir. Korak oyó los mismos sonidos que los demás, pero supo interpretarlos adecuadamente, mientras que los demás no. Las llamas se acercaban a lamer su cuerpo cuando uno de los indígenas, al oír un ruido a su espalda, volvió la cabeza y se encontró con la inmensa mole de Tantor que avanzaba pesadamente hacia él. El hombre soltó un chillido y salió corriendo, en tanto el elefante irrumpía entre los habitantes de la aldea, empezaba a lanzar negros y árabes a derecha e izquierda y se aventuraba a través de las temidas llamas para llegar junto a su querido compañero.
A voz en cuello, el jeque procedió a impartir órdenes a sus secuaces, al tiempo que se dirigía apresuradamente a su tienda en busca del rifle. Tantor rodeó con su trompa el cuerpo de Korak, incluido el poste al que estaba atado, y arrancó éste del suelo. Las llamas empezaban ya a requemar su sensible piel —sensible a pesar de su grosor— y en su frenético deseo de rescatar a su amigo y escapar del odiado fuego, Tantor estuvo a punto de comprimir excesivamente el cuerpo de Korak y arrancarle la vida.
El gigantesco paquidermo levantó la carga por encima de su cabeza, giró en redondo y corrió en dirección a la brecha que poco antes había abierto en la empalizada. Con el rifle en la mano, salió el jeque de su tienda y se plantó en mitad del camino que recorría el enloquecido Tantor. El árabe se echó el rifle a la cara y disparó, pero falló el tiro y, un segundo después, tuvo a Tantor sobre él y las gigantescas patas del elefante le pasaron por encima, aplastándole contra el suelo como cualquiera de nosotros habría aplastado a una hormiga que hubiese tenido la desdicha de quedar bajo nuestra planta.
A continuación, trasladando su preciada carga con todo el cuidado del mundo, Tantor, el elefante, se adentró en las tinieblas de la jungla.
…un golpe tremendo en la cabeza.
Aún aturdida por la inesperada aparición de Korak, al que creía muerto mucho tiempo atrás, Meriem se dejó conducir por Baynes al exterior. El inglés la guió entre las tiendas hasta la salvación que ofrecía la empalizada, donde, de acuerdo con las instrucciones de Korak, el honorable Morison arrojó la cuerda y ciñó el lazo en torno a una de las estacas que formaban la barrera. Aunque con dificultades, consiguió trepar hasta encaramarse en la parte superior, desde donde se inclinó para dar la mano a Meriem y ayudarla a subir.
—¡Venga! —apremió susurrando—. Hemos de darnos prisa.
Y entonces, como si despertase de un sueño, Meriem recuperó el sentido de la realidad. Allá detrás, haciendo frente a sus enemigos, estaba Korak, su Korak. Su sitio estaba junto a él, luchando con él y por él. Alzó la mirada hacia Baynes.
—¡Ve tú! —respondió—. Vuelve a casa de Bwana y trae ayuda. Mi sitio está aquí. Si te quedases, no ganaríamos gran cosa. Márchate ahora que puedes y regresa luego con Bwana.
En silencio, Morison se deslizó hasta el suelo, en el interior de la empalizada, al lado de la muchacha.
—Dejé a Korak solamente para ayudarte a ti —dijo, e indicó con un movimiento de cabeza la tienda que acababan de abandonar—. Sabía que ese hombre podía contenerlos durante más tiempo que yo y eso te proporcionaría unas posibilidades de huida que yo soy incapaz de darte. Pero el que debía quedarse ahí era yo. Te he oído llamarle Korak y ya sé quién es. Él te ayudó y, en cambio, yo quise aprovecharme de ti. No…, no me interrumpas. Ahora voy a confesarte la verdad para que comprendas la clase de sinvergüenza que he sido. Me proponía llevarte a Londres, como sabes, pero no tenía intención de casarme contigo. Sí, apártate de mí… Lo merezco. Merezco tu desprecio y tu aborrecimiento, pero entonces ignoraba lo que es el amor. Desde que lo sé, he aprendido también otras cosas… Por ejemplo, lo canalla y lo cobarde que he sido toda mi vida. Siempre miré por encima del hombro a cuantos consideraba socialmente inferiores. No creía que fueses lo bastante buena como para llevar mi apellido. Desde que Hanson me la jugó y te llevó consigo, he vivido un infierno. Pero, me he hecho un hombre, aunque sea demasiado tarde. Ahora puedo presentarme ante ti y ofrecerte mi cariño sincero, un cariño que comprende perfectamente el honor que representa el que compartas conmigo mi apellido.
Meriem permaneció en silencio unos minutos, hundida en sus pensamientos. Su primera pregunta pareció improcedente.
—¿Cómo llegaste a esta aldea?
Baynes le contó todo lo que había ocurrido desde que el negro le informó de la traición de Hanson.
—Dices que eres un cobarde —articuló Meriem— y, sin embargo, hiciste todo eso por mí. El valor que debes de haber tenido para confesarme todas las cosas que acabo de oír, aunque sea un valor de otra clase, demuestra que no eres ningún cobarde moral, mientras que el otro valor demuestra que tampoco eres ningún cobarde físico. Yo no podría querer a un cobarde.
—¿Pretendes decir que me quieres? —jadeó Baynes, atónito.
Dio un paso hacia la muchacha como si se dispusiera a abrazarla, pero ella apoyó las manos en el pecho del inglés y le empujó ligeramente hacia atrás, como si dijera: «¡Todavía no!». En realidad, Meriem a duras penas sabía qué significaban exactamente sus propias palabras. Creía estar enamorada del joven inglés, de eso no cabía duda. Por otro lado, también creía que ese amor no representaba deslealtad alguna hacia Korak, porque el cariño que sentía hacia éste no quedaba disminuido lo más mínimo: era el cariño de una hermana hacia un hermano condescendiente y benévolo. Mientras conversaban allí, el tumultuoso alboroto de la aldea fue calmándose.
—Le han matado —susurró Meriem.
Aquellas palabras recordaron a Baynes el motivo de su regreso.
—Aguarda aquí —dijo—. Iré a ver qué ocurre. Si está muerto, ya no le serviremos de nada. Si vive, haré cuanto me sea posible para liberarlo.
—Iremos juntos —replicó Meriem—. ¡Vamos!
Encabezó la marcha hacia la tienda en la que había visto a Korak por última vez. Durante el trayecto tuvieron que echar cuerpo a tierra, en más de una ocasión, entre las sombras de alguna choza o de alguna tienda, porque los indígenas iban presurosos de un lado a otro y la aldea en pleno parecía estar en agitada ebullición. La vuelta a la tienda de Alí ben Kadin les llevó mucho más tiempo que el que emplearon en llegar desde ella hasta la empalizada. Se desplazaron cautelosamente hasta la hendidura que había abierto el cuchillo de Korak en la pared posterior. Meriem echó un vistazo al interior: el departamento trasero estaba vacío. Se deslizó por la abertura, con Baynes pisándole los talones, y cruzó hasta los tapices que dividían la tienda en dos estancias. Meriem separó las telas y escrutó la habitación frontal. Tampoco allí había nadie. Se dirigió a la puerta de entrada y miró la calle. Se le escapó un leve suspiro de horror. Baynes, que iba tras ella, miró por encima del hombro de Meriem y también se quedó boquiabierto, pero su exclamación fue un juramento impregnado de cólera.
Vio a Korak a unos treinta metros de distancia, atado a un poste… Ardía ya la leña amontonada a su alrededor. El inglés apartó a Meriem y se dispuso a echar a correr hacia la sentenciada víctima del fuego. No se detuvo a considerar qué podría hacer frente a varias veintenas de negros y árabes hostiles. En aquel preciso momento, Tantor abría brecha en la empalizada y se precipitaba sobre los grupos de habitantes de la aldea. Ante aquella monumental bestia endemoniada, la multitud giró en redondo y emprendió veloz huida, arrastrando a Baynes con ellos. En unos instantes todo hubo terminado y el elefante había desaparecido con su presa, pero en el poblado reinaba un pandemónium demencial. Hombres, mujeres y niños corrían a la desbandada, en busca de salvación. Los perros huían sin ahorrar ululantes gañidos. Caballos, burros y camellos, aterrados por los barritos del paquidermo, lanzaban coces y tiraban desesperadamente de las sogas que los sujetaban. Más de una docena de ellos lograron soltarse y emprendieron la fuga al galope. Al pasar por delante de Baynes, al inglés se le ocurrió una idea. Dio media vuelta para ir en busca de Meriem y se la encontró a su lado.
—¡Los caballos! —exclamó—. ¡Si logramos coger un par de ellos, estamos salvados!
Meriem captó al instante la idea y condujo a Baynes al extremo del poblado donde estaban las caballerías.
—Suelta un par de caballos —dijo— y llévalos a las sombras de detrás de esas chozas. Sé dónde están las sillas. Las traeré, con las bridas.
Desapareció antes de que Baynes pudiese detenerla.
El inglés desató en un periquete dos de aquellos inquietos caballos y los condujo al punto que Meriem le había indicado. Consumido por la impaciencia, aguardó allí lo que le pareció una hora larga, pero que en realidad sólo fueron unos minutos. Luego vio a la muchacha, que se acercaba cargada con dos sillas de montar. Las colocaron rápidamente sobre el lomo de las caballerías. Al resplandor de la hoguera del suplicio observaron que los indígenas y los árabes empezaban a recuperarse del pánico. Los hombres corrían por el recinto, recogiendo a los animales que se habían soltado y dos o tres indígenas llevaban las cabezas capturadas hacia el extremo de la aldea donde Meriem y Baynes se afanaban ensillando sus corceles.
La muchacha subió de pronto a la cabalgadura.
—¡Rápido! —susurró—. Hemos de salir disparados. Pasaremos por la brecha que abrió Tantor.
Cuando vio que Morison Baynes había subido también a la silla, arreó a su montura, espoleándola con los talones y fustigándola en el cuello con las riendas. El nervioso animal dio un tremendo salto hacia adelante. El camino más corto hacia el boquete de la empalizada pasaba por el centro de la aldea. Fue el que tomó Meriem. Baynes la siguió, ambos lanzados a galope tendido.
Tan súbita e impetuosa fue su salida que habían cubierto ya la mitad del trayecto y estaban en mitad del poblado antes de que los estupefactos habitantes tuvieran idea de lo que estaba pasando. Entonces los reconoció un árabe, que dio un grito de alarma, levantó el rifle e hizo fuego. Aquel primer disparo fue la señal que desencadenó una andanada y entre el fragor de las descargas de fusilería, Meriem y Baynes, a lomos de sus raudas cabalgaduras atravesaron el boquete que había abierto Tantor y se perdieron por el camino del norte.
¿Y Korak?
Tantor se adentró con él en la selva y no se detuvo hasta que a sus agudos oídos no llegaba ningún rumor procedente de la lejana aldea. Con cuidado, dejó entonces su carga en el suelo. Korak forcejeó para liberarse de las ataduras, pero ni siquiera su enorme fuerza pudo con las numerosas vueltas de soga y los apretados nudos que le ligaban. Mientras seguía tendido en el suelo, alternando los esfuerzos con los intervalos de descanso, el elefante montaba guardia sobre él. Y, desde luego, no existía enemigo alguno de la selva que osara exponerse a una muerte súbita desafiando las iras de aquel monstruo impresionante y poderoso.
Amaneció… Y Korak no se había acercado a la libertad ni un simple centímetro. Empezó a creer que moriría allí de hambre y sed, con toda la prodigalidad de frutas que tenía a su alrededor, sólo porque Tantor era incapaz de desatar las ligaduras que le inmovilizaban.
Y mientras él se pasó la noche bregando con los nudos, Baynes y Meriem cabalgaron a toda velocidad hacia el norte, siguiendo la orilla del río. La muchacha había asegurado a Baynes que, con Tantor, Korak estaría a salvo en la jungla. A Meriem no se le ocurrió que «el matador» no pudiese romper sus ataduras. Un disparo de rifle de uno de los árabes había herido a Baynes y Meriem se proponía llevar al inglés a casa de Bwana, donde le atenderían adecuadamente.
—Luego —dijo la muchacha—, pediré a Bwana que me acompañe y volveremos en busca de Korak. Ha de venirse a vivir a con nosotros.
Galoparon durante toda la noche y poco después de que naciera el nuevo día se encontraron de pronto con una patrulla que marchaba hacia el sur. La constituían el propio Bwana y un grupo de sus guerreros de lustrosa piel negra. Al ver a Baynes, las cejas de Bwana se enarcaron con gesto ceñudo, pero aguardó hasta haber escuchado la historia de Meriem, antes de expresar sin reservas la cólera que hervía en su pecho. Pero cuando la joven concluyó, el hombre parecía haber perdonado a Baynes. Otro asunto ocupaba su mente.
—¿Dices que encontraste a Korak? —preguntó—. ¿De verdad lo has visto?
—Sí —contestó Meriem—, le vi tan claramente como te estoy viendo a ti ahora. Y quiero que me acompañes, Bwana, y me ayudes a encontrarlo de nuevo.
—¿Tú también lo viste? —se dirigió Bwana al honorable Morison.
—Sí, señor —respondió Baynes—. Perfectamente.