Como no llegó golpe alguno, alzó la cabeza para mirar por encima del hombro… y sus ojos se encontraron con los de Abdul Kamak, el joven árabe.
—He visto la fotografía que acabas de esconder —dijo Abdul—. Eras tú, de pequeña… de muy pequeña. ¿Puedo verla otra vez?
Meriem se apartó del joven árabe.
—Te la devolveré —aseguró él—. He oído lo que dicen de ti y sé que no le tienes ningún cariño al jeque, tu padre. Lo mismo digo de mí. No te traicionaré. Déjame ver el retrato.
Siempre entre enemigos desalmados, sin recibir nunca el menor gesto de amistad, Meriem se aferró al clavo ardiendo que le ofrecía Abdul Kamak. Quizás encontrase en el joven árabe el amigo que le hacía falta. De cualquier modo, había visto el retrato y si no era amigo tal vez se lo contara al jeque y éste se lo quitaría. Así que muy bien podía ella acceder a su petición, con la esperanza de que fuese un muchacho leal y se comportase con lealtad. Sacó la fotografía de donde la acababa de guardar y se la tendió a Abdul Kamak.
El árabe la examinó minuciosamente y fue comparando rasgo tras rasgo con cada una de las facciones de la muchacha, que permanecía sentada en el suelo, sin quitarle ojo. Abdul Kamak movió la cabeza lentamente.
—Sí —concluyó—, eres tú, ¿pero dónde la tomaron? ¿Y cómo es que la hija del jeque viste las prendas de una infiel?
—No lo sé —respondió Meriem—. No vi esa foto hasta hace un par de días, cuando la encontré en la tienda de Malbihn, el sueco.
Abdul Kamak alzó las cejas. Le dio la vuelta a la fotografía y cuando vio el recorte del viejo periódico abrió mucho los ojos. Leía francés; con dificultad, ciertamente, pero leía francés. Había estado en París. Pasó allí seis meses con una compañía de tropas del desierto, con motivo de una exhibición, y había aprovechado el tiempo aprendiendo muchas cosas acerca de las costumbres, el idioma y los vicios de sus conquistadores. Ahora aplicó una parte de los conocimientos adquiridos entonces. Lenta, laboriosamente leyó el amarillento recorte. Sus ojos ya no estaban desorbitados. Ahora eran dos pequeños resquicios astutos. Cuando hubo terminado la lectura, miró a la muchacha.
—¿Has leído esto?
—Es francés —respondió ella—, y no sé leer francés.
Abdul permaneció un buen rato allí de pie, en silencio, con la mirada fija en la chica. Era muy bonita. La deseó, como tantos hombres que la habían visto. Por último, se agachó junto a Meriem y apoyó una rodilla en el suelo.
En el cerebro de Abdul Kamak acababa de germinar una idea maravillosa. Una idea que sólo podía dar resultado si la joven ignoraba el contenido del recorte de periódico. Desde luego si ella se enteraba de ese contenido, el proyecto de Abdul Kamak se iría al traste.
—Meriem —murmuró—, hasta hoy no te habían contemplado mis ojos; sin embargo, en cuanto te vieron han dicho a mi corazón que ha de ser tu esclavo para toda la eternidad. No me conoces, pero te pido que confíes en mí. Puedo ayudarte. Odias al jeque… y yo también. Deja que te lleve lejos de él. Ven conmigo, volveremos al gran desierto, donde mi padre es un jeque mucho más poderoso que el tuyo. ¿Vendrás conmigo?
Meriem continuó sentada en silencio. Aborrecía la idea de ofender al único que le había brindado protección y amistad, pero tampoco quería el amor de Abdul Kamak. El hombre juzgó equivocadamente el silencio de Meriem y la cogió para atraerla hacia sí. La muchacha forcejeó dispuesta a desasirse.
—Yo no te quiero —protestó—. Oh, por favor, no me obligues a odiarte. Eres el único que se ha portado amablemente conmigo y deseo apreciarte, pero no puedo quererte.
Abdul Kamak se irguió en toda su estatura.
—Aprenderás a quererme —afirmó—, porque voy a llevarte conmigo, tanto si te gusta como si no. Odias al jeque, así que no le dirás nada, pero si lo haces, yo le contaré lo del retrato. Yo odio al jeque y…
—¿Odias al jeque? —sonó la adusta voz a sus espaldas. Se volvieron para ver al jeque, de pie a unos pasos de ambos. Abdul aún tenía en la mano el retrato. Se lo guardó bajo el albornoz.
—Sí —confirmó—, odio al jeque.
Al tiempo que lo decía se precipitó sobre el anciano, lo derribó al suelo de un golpe y atravesó la aldea en dirección al punto donde tenía el caballo atado a una estaca, ensillado y listo para partir, porque Abdul Kamak se disponía a salir de caza cuando vio a aquella extraña muchacha sentada a solas entre los arbustos.
Subió a la silla de un salto y emprendió veloz carrera hacia los portones de la aldea. Momentáneamente aturdido por el golpe que le derribó contra el suelo, el jeque se puso en pie vacilante y luego ordenó a gritos a sus hombres que detuviesen al árabe fugitivo. Una docena de negros se lanzaron hacia adelante para cortar el paso al jinete y lo único que consiguieron fue verse apartados violentamente por el cañón de la espingarda que Abdul Kamak volteaba a un lado y a otro a la vez que espoleaba a su montura rumbo a la salida del poblado. Pero seguramente allí acabaría su intento de fuga. Los dos negros apostados en la entrada empezaban ya a cerrar los pesados portones. El fugitivo se echó el arma a la cara. Sueltas las riendas y al galope tendido el caballo, el hijo del desierto disparó una vez… dos veces; y los dos guardianes de la puerta cayeron sin vida. Abdul Kamak lanzó un salvaje alarido triunfal, levantó la espingarda por encima de la cabeza, se revolvió en la silla para lanzar una carcajada desdeñosa a la cara de sus perseguidores, salió a toda velocidad de la aldea del jeque y se perdió de vista, engullido por la jungla.
Echando espumarajos de rabia por la boca, el jeque ordenó la inmediata persecución de Abdul Kamak y regresó en dos zancadas al lugar donde Meriem permanecía acurrucada, entre los arbustos, en el mismo sitio donde él la había dejado.
—¡El retrato! —rugió—. ¿De qué fotografía hablaba ese perro? ¿Dónde está? ¡Entrégamela ahora mismo!
—Se la llevó él —repuso Meriem, lúgubre.
—¿Qué era? —preguntó el jeque. Agarró a Meriem por el pelo, la levantó del suelo y la zarandeó bestialmente—. ¿De quién era ese retrato?
—Mío —dijo Meriem—. Era una fotografía de cuando yo era pequeña. Se la quité a Malbihn, el sueco… Tenía pegado en el dorso un viejo recorte de periódico.
—¿Qué decía ese recorte? —inquirió el jeque, en tono tan bajo que la muchacha apenas percibió las palabras.
—No lo sé. Estaba en francés y no sé leer francés.
El jeque pareció calmarse. Hasta estuvo a punto de sonreír. No volvió a pegar a Meriem, dio media vuelta y, antes de alejarse, advirtió a la joven que no volviera a hablar con nadie que no fuera Mabunu o él.
Mientras, Abdul Kamak galopaba por la ruta de las caravanas, hacia el norte.
Cuando su canoa quedó fuera de la vista y del alcance el arma del herido Malbihn, el honorable Morison se deslizó débilmente al fondo de la embarcación, donde permaneció largas horas, sumido en parcial estupor.
No recuperó el sentido hasta entrada la noche. Y luego siguió allí tendido, dedicado a contemplar las estrellas y a esforzarse en averiguar dónde estaba, a qué se debía aquel balanceo de la superficie donde yacía y por qué la situación de las estrellas cambiaba tan rápida y milagrosamente. Durante cierto tiempo creyó estar soñando, pero cuando quiso moverse para alejar la modorra, los ramalazos de dolor de las heridas le hicieron recordar de pronto los acontecimientos que le habían conducido a la situación en que se hallaba. Comprendió entonces que navegaba a la deriva por un río de África, corriente abajo, a bordo de una canoa indígena…, solo, extraviado y herido.
Penosamente consiguió incorporarse hasta quedar sentado. Se dio cuenta de que la herida le dolía menos de lo que había supuesto. La tanteó con los dedos… había dejado de sangrar. Posiblemente se trataría de una herida superficial y nada grave, después de todo. De haberle incapacitado totalmente, aunque sólo fuera durante unos días, eso hubiera significado la muerte, porque el hambre y el dolor le habrían debilitado ya hasta el punto de impedirle procurarse alimento por sí mismo.
De sus propias calamidades su cerebro pasó a las de Meriem. Naturalmente, creía que la muchacha estaba con Hanson cuando él trataba de llegar al campamento, pero se preguntó qué sería de ella ahora. En el caso de que el sueco muriese de las heridas que le había ocasionado, ¿sería mejor la situación de Meriem? La muchacha se encontraría en poder de individuos igualmente canallescos, de brutales salvajes de la peor ralea. Baynes enterró el rostro entre las manos y se balanceó de un lado a otro mientras el espantoso cuadro que representaba el destino de la muchacha se estampaba a fuego en su conciencia. ¡Y era él quien la arrastró a aquel destino terrible! ¡Sus inconfesables deseos habían arrancado a la inocente joven del seno protector de quienes la querían para lanzarla en las garras de aquel sueco animalesco y de sus criminales secuaces! ¡Y hasta que no fue demasiado tarde no comprendió las proporciones del delito que había planeado concienzudamente! ¡Hasta que no fue demasiado tarde no comprendió que mayor que su deseo, mayor que su lujuria, mayor que cualquier pasión que hubiera sentido hasta entonces era aquel recién nacido amor que ardía en su pecho por la muchacha a la que iba a deshonrar!
El honorable Morison no llegó a tener plena conciencia del cambio que se había producido en su interior. Se daba cuenta de que había cometido una vileza imperdonable cuando maquinó llevarse a Meriem a Londres; sin embargo, tenía la excusa de que la gran pasión que le inspiraba la muchacha había alterado sus normas morales con la intensidad del ardor de esa misma pasión. Pero, en realidad, había nacido un nuevo Baynes. La intensidad de un apetito perverso no induciría nunca más a aquel hombre a caer en el deshonor. Su fibra moral se había fortalecido con el sufrimiento mental que tuvo que soportar. El dolor y el remordimiento habían purificado su mente y su espíritu.
En lo único que pensaba ahora era en expiar su culpa: ganarse el perdón de Meriem, dedicar su vida, si fuera necesario, a proteger a la joven. Sus ojos recorrieron el interior de la canoa, en busca del remo, porque una nueva determinación le impulsaba a actuar de inmediato, a pesar de las heridas que sufría y lo débil que estaba. Pero el remo había desaparecido. Volvió la mirada hacia la orilla. Nebulosamente, a través de la oscuridad de la noche sin luna, vislumbró la terrible negrura de la jungla; sin embargo, en su interior el miedo no produjo ningún acorde sobresaltado, como hubiese ocurrido tiempo atrás. Ni siquiera se maravilló de aquella falta de temor, porque su cerebro se dedicaba plenamente a pensar en los peligros que podía estar corriendo otra persona.
Se puso de rodillas, se inclinó por encima de la borda y empezó a remar utilizando vigorosamente como pala la palma de la mano. Aunque el cansancio y el dolor le martirizaban, continuó sin desmayo aquella tarea que se había impuesto. Poco a poco, la canoa a la deriva fue acercándose paulatinamente a la orilla. El honorable Morison oyó rugir un león enfrente de él y tan cerca que supuso que debía de encontrarse al borde del agua. Se puso el rifle junto a sí; pero continuó remando sin parar.
Al cabo de lo que al exhausto honorable Morison le pareció una eternidad notó el roce de las ramas contra la canoa y oyó los remolinos que formaban las aguas a su alrededor. Segundos después alargó la mano y agarró una rama cubierta de hojas. El león volvió a rugir… Ahora parecía estar muy cerca y Baynes se preguntó si la fiera no habría estado siguiéndole a lo largo de la orilla, a la espera de que echase pie a tierra.
Probó la resistencia de la rama a la que se había agarrado. Le pareció lo bastante fuerte como para soportar el peso de una docena de hombres. Bajó la mano, recogió el rifle del fondo de la canoa y se lo colgó al hombro por la correa. Probó de nuevo la rama y luego, agarrándola lo más alto que pudo, se izó penosa y lentamente hasta que sus pies abandonaron el fondo de la canoa. La embarcación, sin que nada la sujetase, se deslizó silenciosamente bajo el cuerpo de Baynes y se perdió para siempre entre las tenebrosas sombras que envolvían el río, corriente abajo.
El honorable Morison Baynes acababa de quemar sus naves. Debía trepar a lo alto del árbol o dejarse caer de nuevo en el río; no había más alternativas. Bregó para deslizar una pierna por encima de la rama, pero se encontraba tan débil que aquel esfuerzo parecía superior a sus posibilidades. Permaneció colgado allí unos instantes, con la sensación de que las fuerzas iban a fallarle de un momento a otro. Sabía que no le quedaba más remedio que encaramarse a aquella rama en seguida, porque, de no hacerlo así, sería demasiado tarde.
De pronto, el león rugió casi junto a su oído. Baynes alzó la mirada. Vio dos puntitos de fuego a escasa distancia de donde se encontraba, un poco por encima de él. El león se erguía en la misma orilla del río, le contemplaba con pupilas llameantes… y le esperaba. Bueno, pues que espere, se dijo el honorable Morison. Los leones no pueden subir a los árboles y si yo consigo trepar por éste, me habré puesto a salvo de él.
Los pies del joven inglés colgaban hasta casi rozar la superficie del agua, más cerca de lo que el hombre suponía porque la oscuridad era absoluta, tanto por arriba como por abajo. Oyó entonces cierta agitación en el río y algo tropezó con uno de sus pies. Casi instantáneamente oyó un ruido que no podía confundirse con ningún otro: el chasquido de unas grandes mandíbulas que se cierran de golpe.
—¡Por san Jorge! —exclamó el honorable Morison Baynes en tono bastante alto—. ¡Ese desgraciado casi me hinca el diente!
Se apresuró a redoblar sus esfuerzos para ascender hacia la relativa seguridad de la rama, pero aquel impulso final le convenció de que era inútil. La esperanza que había sobrevivido en su ánimo a pesar de todos los pesares empezaba ya a desvanecerse. Sintió que los cansados y entumecidos dedos resbalaban poco a poco de la rama… Iba a caer al río, descendía hacia las mandíbulas de aquella muerte espantosa que le aguardaba allí.
Y entonces oyó el susurro que emitieron las hojas, por encima de su cabeza, al pasar algún ser entre ellas. La rama a la que estaba aferrado se inclinó al recibir un peso adicional; y no un peso leve, a juzgar por el modo en que se combó. Pero Baynes continuó aferrado desesperadamente a ella, no iba a rendirse por propia voluntad ni a la muerte que le esperase arriba ni a la muerte que le aguardaba abajo.
Sintió algo cálido, suave y acolchado que se posó encima de los dedos de una de sus manos, en el punto donde se ceñían a la rama de la que estaba suspendido, y luego algo descendió de las negruras superiores, le sujetó y lo elevó a través de la enramada.