Forcejeó, tensó y tiró de las ligaduras hasta el agotamiento; pero sus esfuerzos le permitieron alimentar cierta esperanza, porque estaba seguro de haber conseguido aflojar uno de los nudos, lo que, a medio o a largo plazo le permitiría liberar una mano. Cayó la noche. No le llevaron nada de comer ni de beber. Se preguntó si esperaban que viviese un año alimentándose del aire. Las picaduras de los parásitos le fueron resultando menos molestas, aunque no menos numerosas. El honorable Morison Baynes vio un rayo de esperanza en la indicación de inmunidad futura a través de las inoculaciones. Seguía trabajándose las ligaduras, aunque débilmente, cuando aparecieron las ratas. Si los insectos eran fastidiosos, las ratas eran aterradoras. Correteaban por encima de su cuerpo, chillaban y se peleaban. Por último, una empezó a mordisquearle una oreja. El honorable Morison Baynes soltó un taco y se incorporó hasta quedar sentado. Las ratas se retiraron. El inglés pasó las piernas por debajo del cuerpo y se puso de rodillas. Luego, mediante un esfuerzo sobrehumano, se puso en pie. Y así permaneció, tambaleándose como un borracho, mientras gotas de frío sudor se desprendían de su piel.
—¡Dios santo! —gimió—. ¿Qué he hecho yo para merecer esto…?
Volvió a guardar silencio. ¿Qué había hecho? Pensó en la muchacha que se encontraría en una tienda de aquella maldita aldea. Él estaba recibiendo lo que merecía. Al comprenderlo así, apretó los dientes. ¡No volvería a quejarse! En aquel momento oyó unas voces coléricas que sonaban en la tienda de pieles de cabra situada junto a la choza que ocupaba él. Una de tales voces era femenina. ¿Sería de Meriem? El lenguaje probablemente fuera árabe…, no entendía una palabra, pero el timbre de voz era el de Meriem.
Trató de idear algún modo de atraer la atención de la chica, de indicarle lo cerca que estaban uno de otro. Si ella le desatara, podrían huir juntos… en caso de que ella quisiera escapar. La idea le inquietó. No estaba seguro de la posición de la muchacha en la aldea. Si era la niña mimada del poderoso jeque, probablemente no tendría interés alguno en escapar de allí. El noble inglés necesitaba saberlo de una manera clara y definitiva.
En la casa de Bwana había oído a Meriem cantar
Dios salve al rey
, acompañada al piano por Querida. Alzó la voz y tarareó la pieza. Al instante le llegó la voz de Meriem desde la tienda. Hablaba con rapidez.
—¡Adiós, Morison! —gritó—. Si Dios es misericordioso, habré muerto antes de que amanezca, porque si después de esta noche aún continúo con vida, estaré peor que muerta.
El honorable Morison Baynes oyó después la exclamación de una voz masculina, seguida por los ruidos de una refriega. Baynes palideció de horror. Bregó frenéticamente con sus ligaduras. Empezaban a ceder. Un momento después tenía libre una mano. Unos instantes más de esfuerzos y se soltó la otra. Se agachó y desató los nudos de la cuerda que ligaba sus tobillos. Se irguió y echó a andar hacia la puerta de la choza, dispuesto a llegar junto a Meriem como fuera. Cuando salió a la noche exterior, la figura de un negro gigantesco se levantó y le cerró el paso.
Cuando se requería velocidad, Korak sólo podía contar con la que desarrollasen sus propios músculos, de modo que en cuanto Tantor lo depositó en la orilla del río donde se hallaba la aldea del jeque, «el matador» abandonó a su voluminoso compañero y emprendió a través de los árboles su rauda carrera hacia el sur y el lugar donde el sueco le había dicho que podía encontrarse Meriem. Había oscurecido cuando llegó a la empalizada, considerablemente fortificada desde el día en que rescató a Meriem de la infeliz existencia que llevaba dentro del recinto de aquel poblado. El árbol gigante ya no tendía sus ramas por encima de la muralla de madera, pero las defensas corrientes que disponían los hombres no eran obstáculos de consideración para Korak. Cogió la cuerda que llevaba colgada del cinto y arrojó el lazo hacia uno de los postes aguzados que constituían la estacada. Instantes después, su vista pasaba por encima del borde de la barrera y oteaban el interior del recinto. Al no divisar a nadie por allí, Korak franqueó la empalizada y se dejó caer en la parte interior del perímetro.
Inició un cauteloso reconocimiento de la aldea. Se llegó primero a las tiendas de los árabes, que olfateó y escuchó con atención. Se deslizó por detrás de ellas, en busca de alguna señal de Meriem. Ni siquiera los perros asilvestrados de los árabes detectaron su paso… tan silenciosamente se movía: una sombra más entre las sombras. El olor a tabaco le indicó que los árabes estaban fumando delante de sus tiendas. A sus oídos llegaron risas y luego, desde el otro lado de la aldea, las notas de un himno que en otro tiempo le era familiar:
Dios salve al rey
. Korak se detuvo, perplejo. ¿Quién podía ser…? Se trataba de una voz de hombre. Recordó al joven inglés que dejara junto al camino del río y que había desaparecido cuando él regresó. Al cabo de unos segundos sonó una voz femenina, que sin duda le contestaba… Era la voz de Meriem. «El matador» entró rápidamente en acción y avanzó raudo hacia el lugar de donde llegaban las dos voces.
Acabada la cena, Meriem se retiró a descansar en su camastro de la parte de la tienda del jeque destinada a las mujeres, un rincón en la parte posterior separado del resto del espacio de la vivienda de piel de cabra por el tabique de un par de tapices persas de valor incalculable. Aquel departamento lo compartía exclusivamente con Mabunu, porque el jeque no tenía esposas. Al cabo de tantos años como había estado ausente, aquello seguía inalterable, sin un cambio. Meriem y Mabunu eran las únicas ocupantes del aposento femenino.
Entró el jeque en la tienda y separó los tapices. Miró airadamente hacia el interior, tratando de perforar la penumbra con los ojos.
—¡Meriem! —llamó—. ¡Ven aquí!
La muchacha se levantó y fue a la parte delantera de la tienda. Una fogata inundaba el interior. Meriem vio a Alí ben Kadin, el hermanastro del jeque, que fumaba sentado encima de una alfombra. El jeque estaba de pie. El jeque y Alí ben Kadin eran hijos del mismo padre, pero la madre de Alí ben Kadin había sido una esclava, una negra de la costa occidental. Alí ben Kadin era viejo, feo como un demonio y casi negro. Tenía la nariz y parte de una mejilla roídas por la lepra. Alzó la cabeza y sonrió al ver llegar a Meriem.
El jeque agitó el pulgar en dirección a Alí ben Kadin y se dirigió a Meriem al decir:
—Me estoy haciendo viejo. No viviré mucho tiempo más. Por lo tanto, te he regalado a Alí ben Kadin, mi hermano,.
Eso fue todo. Alí ben Kadin se levantó y anduvo hacia la muchacha. Meriem retrocedió, horrorizada. El hombre la cogió por las muñecas.
—¡Vamos! —ordenó, y arrastró a la joven fuera de la tienda del jeque, para llevársela a la suya.
Una vez salieron, el viejo jeque rió entre dientes.
—Cuando la mande al norte, dentro de unos meses —monologó—, sabrán cuál es la recompensa que se obtiene por matar a la hermana de Amor ben Khatur.
En la tienda de Alí ben Kadin, Meriem suplicaba y amenazaba, pero inútilmente. El espantoso mestizo empleó palabras suaves al principio, pero cuando Meriem volcó sobre él los frascos de su horror y aborrecimiento, el hombre montó en cólera y se precipitó sobre ella para abrazarla. Meriem logró zafarse dos veces y en el intervalo de una de las ocasiones en que logró esquivarlo oyó la voz de Baynes tarareando la pieza que la muchacha sabía que entonaba para que ella la captara. Cuando la muchacha contestó, Alí ben Kadin se abalanzó de nuevo sobre ella. En esa ocasión la sujetó y arrastró hacia el fondo del departamento posterior de su tienda, donde tres mujeres negras levantaron la vista y contemplaron con estólida indiferencia la tragedia que se representaba ante sus ojos.
Al ver la inmensa humanidad del negro que trataba de cortarle el paso, la decepción y la rabia inundaron el ánimo del honorable Morison Baynes y lo transformaron en una fiera salvaje. Soltó un juramento irreverente y embistió al individuo que se erguía ante él con tan impetuosa violencia que el negro no aguantó el impacto y fue a dar con sus huesos en el suelo. Allí entablaron una lucha brutal y, mientras el negro trataba de sacar su cuchillo, el blanco se esforzaba en estrangular a su adversario.
Los dedos de Baynes sofocaron el grito que el indígena hubiera querido lanzar al aire pidiendo ayuda. Pero el negro consiguió sacar su cuchillo y un instante después Baynes sintió en el hombro el filo del acero. El arma se abatió una y otra vez. Baynes retiró una mano de la garganta del negro. Buscó a tientas por el suelo algún objeto que pudiera utilizar como arma hasta que, finalmente, su mano tropezó con una piedra. La cogió automáticamente, la levantó por encima de su enemigo y luego asestó con ella un golpe tremendo en la cabeza del negro. Instantáneamente, el indígena flaqueó, aturdido. El honorable Baynes repitió el golpe dos veces más. Luego se puso en pie de un salto y corrió hacia la tienda de piel de cabra de la que había salido la voz angustiada de Meriem.
Pero antes que él irrumpió en la tienda otra persona. Cubierto únicamente por el taparrabos y la piel de leopardo, Korak, «el matador», se había deslizado entre las sombras de la parte posterior de la tienda de All ben Kadin. El mestizo acababa de llevar a rastras a Meriem hasta la cámara del fondo en el momento en que el afilado cuchillo de Korak abría una hendidura de dos metros en la pared de la tienda. Y Korak, alto y formidable, irrumpía a través de la grieta ante los atónitos ojos de los que estaban en el interior.
Meriem le vio y le reconoció en el mismo instante en que entró en el departamento. El corazón le saltó en el pecho, de puro orgullo y alegría, a la vista de la noble figura por la que tanto tiempo llevaba suspirando.
—¡Korak! —exclamó la joven.
—¡Meriem!
Pronunció Korak esa única palabra al tiempo que se precipitaba sobre el estupefacto Alí ben Kadin. Las tres negras abandonaron sus camastros y prorrumpieron en un coro de chillidos. Meriem trató de impedir que escaparan, pero antes de que pudiera lograrlo las aterradas mujeres indígenas salieron por la hendidura que había practicado el cuchillo de Korak en la pared de la tienda y corrieron desaladas y escandalosas por la aldea.
Los dedos del «matador» se cerraron sobre la garganta del repulsivo Alí. El cuchillo se hundió una vez en el pútrido corazón del árabe… y Alí ben Kadin cayó sin vida sobre el piso de su tienda. Korak se volvió hacia Meriem y en aquel preciso instante saltó dentro del departamento una aparición desgreñada y cubierta de sangre.
—¡Morison! —reconoció la muchacha.
Korak volvió la cabeza para mirar al recién llegado. Había estado a punto de tomar a Meriem en sus brazos, olvidado de cuanto había sucedido desde que la viera por última vez. Pero la irrupción del joven inglés llevó a su memoria la escena de la que había sido testigo en el claro y una oleada de pesadumbre se abatió sobre el ánimo del «matador».
Del exterior llegaban ya los gritos de una alarma que las mujeres negras habían iniciado. Los guerreros corrían hacia la tienda de Alí ben Kadin. No había tiempo que perder.
—¡Rápido! —exclamó Korak, mientras se volvía hacia Baynes, el cual no había comprendido aún si tenía delante a un amigo o a un enemigo—. Llévatela a la empalizada, deslizándoos por detrás de las tiendas. Aquí tienes mi cuerda. Con ella podréis escalar la muralla y escapar.
—¿Y tú, Korak? —preguntó Meriem.
—Yo me quedo —respondió el hombre mono—. He de saldar una cuenta que tengo pendiente con el jeque.
Meriem hubiera protestado, pero «el matador» los cogió a ambos y los empujó a través de la grieta de la pared, hacia las sombras de fuera.
—¡Ha sonado la hora de correr! —exhortó.
Y dio media vuelta para plantar cara al raudal de individuos que entraban por la parte frontal de la tienda.
Korak combatió esforzadamente, luchó como nunca había luchado hasta entonces, pero la inferioridad numérica en que se encontraba era excesiva. Pero consiguió lo que más deseaba: tiempo para que el inglés pudiese escapar con Meriem. Después se vio dominado por la multitud de enemigos y, al cabo de unos minutos, atado y estrechamente vigilado, lo conducían a la tienda del jeque.
El anciano le contempló en silencio durante largo rato. Trataba de imaginar algún suplicio que colmara sus ansias de venganza, su odio y su cólera hacia aquella criatura que por dos veces le había arrebatado la posesión de Meriem. La muerte de Alí ben Kadin no le irritaba gran cosa; siempre había detestado a aquel espantoso hijo de la esclava de su padre. El golpe que aquel guerrero blanco le había propinado una vez añadía más leña al fuego de la indignación del jeque. No lograba imaginar ningún tormento a la altura del agravio que aquel individuo le infligió.
Y mientras estaba allí, con la meditativa mirada sobre Korak, rompió el silencio el trompeteo de un elefante que estaba en la jungla, al otro lado de la empalizada. Una semisonrisa aleteó en los labios de Korak. Volvió ligeramente la cabeza en dirección al punto de donde llegaba el barrito y sus cuerdas vocales produjeron una llamada singular, en tono más bien bajo. Uno de los guardianes le aplicó un varapalo en la boca con el astil del venablo, pero nadie sabía lo que significaba aquel grito.
En la jungla, Tantor puso en guardia las orejas cuando a su oído llegó el sonido de la voz de Korak. Se acercó a la empalizada, pasó la trompa por encima de las aguzadas estacas y olfateó. Luego apoyó la frente en los troncos y empujó, pero la estacada era sólida y apenas cedió al empuje del elefante.
En la tienda del jeque, éste se puso en pie, señaló con el índice al maniatado cautivo y ordenó a uno de sus lugartenientes:
—¡Quemadlo! ¡Inmediatamente! El poste está dispuesto.
A empujones, la guardia se llevó a Korak fuera de la presencia del jeque. Lo trasladaron a la pequeña explanada abierta en el centro de la aldea, donde había un alto poste clavado en el suelo. La finalidad de aquella estaca no era la de quemar a nadie, sino que se utilizaba para atar a ella a los esclavos desobedientes y azotarlos a conciencia… a veces hasta que la muerte aliviaba sus sufrimientos.
Ataron a Korak a aquel poste. Llevaron leña seca y la fueron amontonando a su alrededor. Se acercó el jeque, dispuesto a disfrutar del espectáculo que iba a brindarle el martirio agónico de su víctima. Pero Korak ni siquiera parpadeó cuando vio la antorcha que prendía la leña seca y las llamas empezaron a crepitar.