El hijo de Tarzán (17 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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Meriem decidió gastar una broma a Korak simulando estar dormida. Así que se quedó tendida en la rama, muy quieta, con los ojos cerrados. Los oyó acercarse paulatinamente. Se encontraban ya en el árbol de al lado y sin duda la acababan de descubrir, puesto que se habían detenido. ¿Por qué estaban tan silenciosos? ¿Por qué no le dirigía Korak su saludo de costumbre? Aquella quietud le dio mala espina. Le sucedió un rumor sigiloso… lo producía alguien que se le acercaba furtivamente. ¿Acaso Korak, a su vez, quería gastarle una broma? Bueno, en tal caso, le ganaría por la mano. Cautelosamente, levantó los párpados una milésima de centímetro… y se quedó paralizada. Vio un enorme mono desconocido que se deslizaba en silencio hacia ella. Tras él iba otro de la misma familia.

Con la escurridiza agilidad de una ardilla, Meriem se puso en pie, en el preciso instante en que el gigantesco mono macho se precipitaba hacia ella. Saltando de rama en rama, la niña huyó a través de la jungla, seguida de cerca por los dos gigantescos antropoides. Por encima de ellos corría una bandada de micos chillones y parloteantes, que no paraban de provocar a los manganis con una incesante lluvia de insultos y pullas y de dirigir advertencias y gritos de ánimo a la niña.

De rama en rama, Meriem fue ascendiendo a las más endebles de las copas, que no aguantarían el peso de sus perseguidores. Los monos machos imprimían más velocidad, en pos de su presa. Los ávidos dedos del que iba delante estuvieron a punto de agarrar a Meriem en varias ocasiones, pero ella logró eludirlos con repentinos acelerones, regates imprevistos o arriesgándose a lanzarse en vuelo a través de unos espacios de auténtico vértigo.

Se iba acercando poco a poco a las alturas donde podría concederse un descanso en absoluta seguridad cuando, al dar un salto particularmente temerario, la rama sobre la que tomaba impulso chasqueó bajo el peso de su cuerpo y no la lanzó hacia arriba con el ímpetu que debió imprimir. Antes incluso de que sonara el crujido, Meriem se había dado cuenta de que había calculado mal la fortaleza de la rama. Ésta cedió despacio al principio. Después produjo un chasquido más fuerte y se desgajó del tronco. Meriem se soltó, se dejó caer hacia el follaje inferior y trató de agarrarse a otra rama. Lo consiguió a cosa de tres metros y medio más abajo de la que se había quebrado. Ya se había caído así muchas veces, de modo que aquel descenso brusco no la asustó lo más mínimo… Lo que más la inquietaba era la pérdida de la ventaja que llevaba a sus perseguidores. Y no le faltaba razón al inquietarse, porque apenas había encontrado un lugar que consideró seguro cuando el corpachón del enorme simio aterrizó a su lado y un brazo enorme y peludo la rodeó por el talle.

Casi al instante, el otro simio llegaba junto a su compañero. El recién llegado intentó a su vez coger a Meriem, pero el primero le apartó de un empujón, le enseñó los dientes y le dirigió un amenazador gruñido de aviso. Meriem bregó para zafarse. Golpeó al velludo simio en el pecho y en la cara. Hundió sus blancos y fuertes dientes en el antebrazo del mono. Éste le cruzó la cara con una bestial bofetada y luego se enfrentó a su congénere que, evidentemente, deseaba aquella presa para sí.

El que había cogido a Meriem no podía combatir ventajosamente en aquella rama oscilante, cargado como estaba con aquella cautiva que se retorcía y forcejeaba, así que optó por descender rápidamente al suelo. El otro le siguió y allí, en tierra, se enzarzaron en una virulenta pelea. Su entusiasmo bélico les hacía olvidarse en ocasiones del motivo por el que luchaban, de modo que tenían que abandonar su duelo de vez en cuando para perseguir a Meriem, que no perdía la oportunidad de intentar escapar, en cuanto los veía inmersos en su contencioso particular. Pero los antropoides siempre la alcanzaban y primero uno y después el otro entraban en posesión de la niña mientras se esforzaban en destrozar al rival y erigirse en propietarios únicos de la pieza.

A veces, Meriem recibía alguno de los golpes que uno de los monos pretendía asestar al otro y, en una ocasión, el porrazo fue tan violento que cayó contra el suelo y allí quedó tendida, inconsciente, mientras los antropoides, liberados de la preocupación de detenerla por la fuerza, se desgarraban mutuamente, entregados a su feroz y terrible combate.

Los micos chillaban por encima de ellos, desplazándose por las ramas de un lado para otro en frenética excitación. También revoloteaban por encima del campo de batalla innumerables pájaros de llamativo y colorista plumaje, los cuales sembraban el aire de ásperos chillidos de rabia y desafío. A lo lejos, rugió un león.

El mayor de los antropoides estaba destrozando poco a poco a su antagonista. Rodaban por el suelo tirándose mordiscos y puñetazos. Una y otra vez, se levantaban sobre los cuartos traseros, se empujaban y arrastraban como dos practicantes humanos de la lucha libre; pero los gigantescos colmillos acababan siempre por interpretar su sangrienta parte en aquella lucha sin cuartel, hasta que, en torno a los combatientes, el suelo quedó teñido de rojo.

Entre tanto, Meriem yacía en el suelo sin sentido. Por último, uno de los luchadores clavó los colmillos en la yugular del otro, logró mantenerlos hundidos allí y ambos fueron a parar al suelo. Permanecieron tirados varios minutos, al parecer sin fuerzas para seguir bregando. De aquel postrer abrazo sólo salió el mayor de los dos simios. Se sacudió. De su peluda garganta brotó un gruñido sordo. Dio unos pasos tambaleantes, de aquí para allá, entre el cuerpo de Meriem y el cadáver del vencido. Luego plantó un pie encima del cuerpo sin vida y voceó al aire su espantoso alarido desafiante. Los micos se dispersaron en todas direcciones, con una algarabía indescriptible, cuando aquel grito llegó a sus oídos. Los vistosos pájaros multicolores remontaron el vuelo y emprendieron asustada huida hacia la lejanía. El león volvió a rugir, esta vez a mayor distancia.

El gigantesco antropoide se llegó de nuevo a la niña. Le dio media vuelta, poniéndola boca arriba, se agachó sobre ella y procedió a olfatearla y a aplicar el oído a su pecho y a su rostro. Vivía. Los micos empezaban a volver. Llegaban en bandadas y, desde la seguridad de las alturas, proyectaban una torrencial lluvia de insultos sobre el vencedor.

El simio manifestó su disgusto gruñéndoles y enseñándoles los dientes. Después se inclinó, se echó la niña al hombro y anduvo pesadamente a través de la selva. Le siguió la encolerizada turba de micos.

Era el grito de victoria del mono macho…

XI

Al regresar de la cacería, Korak oyó el parloteo de los excitados micos. Comprendió que algo grave acababa de ocurrir. Sin duda Histah, la serpiente, había enrollado sus terribles anillos alrededor de algún mico desprevenido. El muchacho aceleró la marcha. Los micos eran amigos de Meriem. Los ayudaría, si estaba en su mano. Se desplazó rápidamente a través del nivel medio de la enramada. En el árbol donde estaba el refugio que construyó para Meriem depositó los trofeos de caza y llamó a la niña. No obtuvo respuesta. Descendió a toda prisa a un nivel inferior. A lo mejor la joven se había escondido para gastarle una broma.

En la gruesa rama donde Meriem acostumbraba columpiarse indolentemente vio a Geeka apoyada contra el tronco. ¿Qué significaría? Meriem nunca dejaba sola así a Geeka. Volvió a llamar a la chica en voz más alta, pero Meriem no respondió. A lo lejos, la agitada jerigonza de los micos empezó a sonar con más claridad.

¿Acaso su excitación estaba relacionada con la ausencia de Meriem? Sólo pensarlo fue suficiente para impulsarle a la acción. Sin esperar a Akut, que avanzaba despacio y se había rezagado mucho, Korak ascendió velozmente hacia la escandalosa turba de micos. Unos pocos minutos le bastaron para alcanzar la retaguardia de la bandada. Al verlo, dejaron de chillar y señalaron hacia un punto determinado, por debajo y hacia adelante. Un momento después, el joven llegó a la vista de lo que provocaba la indignación de los micos.

A Korak le dio un vuelco el corazón al ver, aterrado, el cuerpo inerte de la niña sobre los peludos hombros del gran simio. No tuvo la menor duda de que la chica estaba muerta y en su pecho surgió instantáneamente una sensación que no se atrevía a interpretar, aunque tampoco hubiera podido definirla, en caso de intentarlo. Al instante, sin embargo, el mundo entero pareció centrarse en aquel cuerpo tierno y lleno de gracia, aquel cuerpecito frágil, que parecía lastimosamente yerto y desvalido sobre los abultados hombros de la bestia.

Comprendió entonces que Meriem era todo su universo —su sol, su luna, sus estrellas— y que con ella desaparecía toda la luz, el calor y la felicidad. Un gemido se escapó de sus labios, tras del cual brotó una serie de espantosos rugidos, más bestiales que los de las propias bestias. Al mismo tiempo, descendió a plomo hacia el asesino que había perpetrado tan abominable crimen.

El mono macho dio media vuelta al oír la primera nota de la nueva y amenazadora voz y, al reconocer al asesino, una nueva llama se sumó al incendio de cólera y odio que crepitaba ya en el interior de Korak, porque el cuadrumano que tenía ante sí no era otro que el mono rey que le había rechazado, ahuyentándole de la tribu de grandes antropoides a la que había acudido en busca de asilo y amistad.

El gigantesco simio dejó en el suelo el cuerpo de la niña y se aprestó a entablar nuevo combate por el preciado botín, pero esa vez el triunfo iba a resultarle fácil. También había reconocido a Korak. ¿No era el individuo al que había expulsado del anfiteatro sin ni siquiera ponerle la zarpa encima ni hincarle el colmillo? Con la cabeza gacha y los hombros en su máximo volumen muscular atacó ciegamente a aquella criatura de piel lisa que osaba poner en tela de juicio su derecho a la presa conquistada en feroz combate.

Se encontraron cabeza contra cabeza, como dos toros que se embistiesen; cayeron juntos al suelo, desgarrando y golpeando. Korak olvidó el cuchillo. Sólo saciaría su cólera y su sed de sangre cuando sintiese la carne entre sus dientes y el tacto cálido de la sangre recién brotada humedeciéndole la piel, porque aunque él mismo lo ignorase, Korak, «el matador», luchaba por algo más apremiante que el odio o el afán de venganza: era un macho adulto que combatía contra otro macho adulto por la conquista de una hembra de su misma especie.

Tan impetuoso fue el ataque del hombre mono que consiguió su objetivo antes de que el antropoide pudiera evitarlo: un mordisco salvaje, unas mandíbulas poderosas que se clavaron en una yugular palpitante; los colmillos se hundieron con fuerza al tiempo que, con los ojos cerrados, los dedos buscaban otra presa en la peluda garganta del rival.

Meriem abrió entonces los párpados. Al ver la escena, sus ojos se desorbitaron.

—¡Korak! grito. —¡Mi Korak! ¡Sabía que ibas a venir! ¡Acaba con él, Korak! ¡Mátalo!

Centelleantes las pupilas y agitado el pecho, la niña se puso en pie y corrió para situarse al lado de Korak y animarle. Cerca de la niña estaba el venablo d«el matador», en el suelo, donde había caído cuando se lanzó a la carga contra el simio. En cuanto lo vio, Meriem se apresuró a empuñarlo. Frente a aquel combate primitivo, ninguna expresión de susto o temor se reflejó en el rostro de la niña. No experimentó ninguna reacción histérica como consecuencia de la tensión nerviosa de su encuentro personal con el macho. Estaba excitada, pero serena y, desde luego, sin asomo de miedo en el ánimo. Su Korak luchaba a brazo partido con otro mangani que estaba dispuesto a secuestrarla; pero Meriem no buscó la seguridad de una rama baja en la que refugiarse y contemplar el combate a una distancia segura, como hubiera hecho de ser una hembra mangani. En vez de huir, lo que hizo fue adosar la aguda punta del venablo de Korak al costado del mono y hundirla en el salvaje corazón de la fiera. A Korak no le hacía falta la ayuda de la chica, porque el gigantesco macho ya estaba prácticamente muerto: la sangre manaba a chorros de su desgarrada yugular. Pero Korak se incorporó con una sonrisa en los labios y dirigió una palabra de aprobación a la chica.

¡Qué alta, qué esbelta y qué guapa era! ¿Había cambiado de súbito en las pocas horas que él estuvo ausente o es que la pelea con el simio le había afectado la vista? A juzgar por las sorpresas y maravillas que le revelaban era como si mirase a la chica con ojos completamente nuevos. Ignoraba cuánto tiempo hacía que vio por primera vez a aquella chiquilla árabe en la aldea de su padre, porque el tiempo carece de importancia en la jungla y él no llevaba la cuenta de los días que pasaban. Sin embargo, al mirarla ahora comprendió que ya no era la niña que jugaba con Geeka bajo el árbol gigante, junto a la empalizada. El cambio debió de ser gradual, pero él no lo había notado hasta aquel momento. ¿Y qué era lo que le había hecho advertirlo tan de repente? Su mirada se trasladó desde la chica hasta el cadáver del simio. Y entonces irrumpió en su mente como una centella la explicación del motivo por el que se produjo el intento de secuestro. Korak abrió desmesuradamente los ojos y luego los entrecerró hasta convertirlos en dos grietas coléricas que fulminaban al antropoide que yacía a sus pies. Cuando alzó de nuevo la mirada hacia el rostro de Meriem un tenue rubor se extendió por su propio rostro. Realmente miraba a la joven con ojos distintos…, con los ojos de un hombre que contempla a un pimpollo.

Akut había llegado en el preciso momento en que Meriem hundía el venablo en el costado del adversario de Korak. La euforia del viejo simio fue enorme. Se acercó al cuerpo del vencido, con andares rígidos y aire truculento. Rezongó y se pellizcó el largo y flexible labio. El pelo se le erizó. No prestaba la menor atención a Meriem y Korak. En las más recónditas profundidades de su escaso cerebro algo empezó a agitarse…, algo que acababa de despertar la vista y el olor de aquel gigantesco antropoide caído. La manifestación externa de aquel embrión de idea que empezaba a germinar se expresó mediante una indignación inaudita; pero las sensaciones internas de Akut eran agradables en grado superlativo. Los efluvios que emanaban del gran macho y la vista de su figura enorme y cubierta de pelo desvelaron en el corazón de Akut el inefable anhelo de contar con una compañera de su propia especie. De modo que Korak no era el único que estaba cambiando.

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