Al cabo de un momento, Malbihn regresaba al campamento, donde entre titubeos y nerviosismo, de forma poco convincente, explicó que había disparado sobre un ciervo, pero que erró el tiro. Los suecos estaban perfectamente enterados de que los negros les odiaban y que un acto abiertamente hostil contra Kovudoo llegaría a oídos del jefe negro a la primera oportunidad. Y no eran lo bastante fuertes, ni en armas ni en servidores leales, para arriesgarse a ganarse la enemistad del astuto viejo jefe.
A continuación de este episodio sucedió el encuentro con los babuinos y el extraño salvaje blanco que se alió con los simios, en contra de los humanos. Sólo a copia de hábiles maniobras y de derrochar pólvora a mansalva lograron los suecos quitarse de encima a los enfurecidos babuinos hasta llegar al campamento, donde aún tuvieron que soportar durante muchas horas el asedio constante de centenares de diablos que no cesaban de gruñir y chillar.
Rifle en mano, los suecos rechazaron innumerables asaltos a los que sólo hizo falta una dirección competente para que sus resultados hubieran sido tan positivos como aterradora fue su apariencia. Una y otra vez creyeron los dos europeos ver a aquel salvaje mono blanco de piel lisa moviéndose entre los babuinos del bosque y la idea de que pudiera encontrarse a la cabeza de los simios en alguno de aquellos asaltos resultaba de lo más inquietante. Hubieran dado cualquier cosa por meterle un balazo mortal en el cuerpo, ya que le culpaban de la pérdida de su ejemplar y de la actitud belicosa de los babuinos hacia ellos.
—Ese debe de ser el tipo sobre el que disparamos hace unos años —dijo Malbihn—. Aquel día lo acompañaba un gorila. ¿Le viste bien, Carl?
—Sí —respondió Jenssen—. Cuando apreté el gatillo lo tenía a menos de cinco pasos. Parece tratarse de un europeo de aspecto inteligente… y poco más que un mozalbete. Ni en su cara ni en su expresión hay síntomas de imbecilidad o degeneración, como suele ocurrir en casos similares, cuando un lunático se echa al bosque y vive desnudo y entre porquería y los campesinos de la región le asignan el título de salvaje. No, ese fulano es de otra especie… e infinitamente más temible. Con todo lo que me gustaría tenerlo unos segundos en el punto de mira, confío en que se mantenga a distancia. Si acaudillase una carga contra nosotros, no creo que tuviésemos muchas posibilidades de salir bien librados, a no ser que le acertásemos de lleno y lo tumbáramos a la primera de cambio.
Pero el gigante blanco no volvió a aparecer a la cabeza de los babuinos y, al final, los furibundos cuadrumanos se cansaron y se dispersaron por la jungla, dejando al safari en paz.
Los suecos partieron al día siguiente rumbo a la aldea de Kovudoo, con intención de apoderarse de la muchacha blanca que el mensajero del cacique negro dijo que éste mantenía cautiva en el poblado. No tenían nada clara la forma de conseguirlo. Emplear la fuerza era algo que de entrada quedaba descartado, aunque no hubiesen vacilado en utilizarla, de disponer de ella. En años anteriores dominaron amplias zonas merced a una estrategia de terror y la fuerza bruta les había proporcionado suculentos beneficios, incluso en circunstancias en que recurrir a la amabilidad y la diplomacia les habría dado mejores resultados. Pero ahora se encontraban en apuros… en situación tan precaria que en el curso del último año sólo se mostraron tal cuales eran al llegar a una aldea aislada, de habitantes tan escasos en número como en valor.
La de Kovudoo no era así y aunque era una aldea situada lejos de los pobladísimos distritos del norte, su poder era tal que mantenía un señorío reconocido sobre la retahíla de villorrios que enlazaban con los salvajes caciques del norte. Ganarse la enemistad de Kovudoo hubiera constituido la ruina para los suecos. Hubiera significado que nunca más les habría sido posible llegar a la civilización por la ruta septentrional. Hacia el oeste, la aldea del jeque se encontraba en medio de su camino, les cortaba el paso de manera eficaz. La ruta oriental les era totalmente desconocida y, en cuanto al sur, no había ruta. De modo y manera que los suecos se acercaron a la aldea de Kovudoo con la lengua llena de palabras amistosas y el espíritu rebosante de astuta hipocresía.
Habían trazado bien sus planes. No mencionaron para nada a la prisionera blanca: fingieron ignorar que Kovudoo tenía una cautiva blanca. Intercambiaron regalos con el viejo cacique, regateando con sus delegados plenipotenciarios sobre el valor de lo que recibían a cambio de lo que daban, como es costumbre cuando uno no alberga ocultas intenciones. La generosidad injustificada hubiera suscitado recelos.
Durante la conversación que siguió detallaron los cotilleos que circulaban por las aldeas de su recorrido y, a cambio, escucharon las noticias que poseía Kovudoo. Fue una charla prolongada y tediosa, como siempre les resultan a los europeos las ceremonias de los indígenas. Kovudoo no aludió en absoluto a su prisionera y, a juzgar por la esplendidez de sus regalos y por la oferta de guías que les hizo, dio la impresión de que estaba deseando que sus huéspedes se marcharan cuanto antes. Fue Malbihn quien, cuando la entrevista tocaba a su fin, dejó caer la nueva de la muerte del jeque. Kovudoo manifestó instantáneamente su sorpresa e interés.
—¿No lo sabías? —se extrañó Malbihn—. Qué raro. Ocurrió durante la luna pasada. Se cayó del caballo cuando el animal metió la pata en un agujero. Al caérsele encima, la montura lo aplastó. Cuando llegaron sus hombres, el jeque ya estaba muerto.
Kovudoo se rascó la cabeza. Se sentía decepcionadísimo. Se esfumó la recompensa que pensaba recibir del jeque a cambio de la chica. La joven ya no valia nada, salvo como plato de un banquete… o como compañera. Esta última posibilidad le reanimó. Soltó un salivazo sobre un escarabajo que se arrastraba por el suelo ante él. Miró a Malbihn con ojos calculadores. Aquellos blancos eran individuos muy curiosos. Se alejaban mucho de sus aldeas, sin llevar mujeres. Sin embargo, Kovudoo sabía que las mujeres les gustaban. Pero ¿hasta qué punto les gustaban? Esa era la cuestión que turbaba a Kovudoo.
—Sé dónde hay una muchacha blanca —anunció inopinadamente—. Si queréis comprarla, acaso os la ofrezca barata.
Malbihn se encogió de hombros.
—Ya tenemos bastantes problemas, Kovudoo —dijo—, sin cargar con una hiena hembra… Y si encima hay que pagar por ella…
Malbihn chasqueó los dedos con despectiva burla.
—Es joven —hizo el artículo Kovudoo— y bastante guapa.
Los suecos se echaron a reír.
—En la jungla no hay ninguna blanca guapa, Kovudoo —aseguró Jenssen—. ¿No te da vergüenza intentar tomar el pelo a unos amigos?
Kovudoo se puso en pie de un salto.
—Acompañadme —invitó—, os demostraré que es tan guapa como os digo.
Malbihn y Jenssen se pusieron en pie. Al hacerlo, intercambiaron una mirada y Malbihn dirigió un leve guiño de complicidad a su compañero. Siguieron a Kovudoo hacia su choza. En la penumbra del interior distinguieron la figura de una muchacha que yacía atada encima de un camastro.
Malbihn le lanzó un rápido vistazo y dio media vuelta.
—Lo menos tiene mil años, Kovudoo —dijo, al tiempo que salia de la choza.
—Es joven —protestó el negro—. Aquí dentro está oscuro. No puedes verla bien. Aguarda, la sacaré a la luz del día.
Ordenó a los dos indígenas que la custodiaban que le quitasen las ligaduras de los tobillos y la condujesen afuera para que los suecos la examinaran.
Malbihn y Jenssen no manifestaron ningún interés especial, aunque ambos ardían en deseos… no de verla, sino de entrar en posesión de la muchacha. Lo mismo les daba que tuviese cara de tití y que su figura fuese como el tonel con piernas que era el propio Kovudoo. Lo único que deseaban saber era que se trataba de la misma muchacha que años atrás le había sido arrebatada al jeque. Creían poder reconocerla si realmente lo era, pero aparte de todo, el testimonio del emisario que Kovudoo envió al jeque era suficiente para que tuviesen la certeza de que se trataba de la joven a la que ya habían intentado secuestrar en otra ocasión.
Cuando Meriem estuvo fuera de la choza, los dos blancos volvieron a mirarla como si no les importase lo más mínimo. A Malbihn, sin embargo, le costó trabajo contener una exclamación de asombro. La belleza de la chica le dejó sin aliento, pero recuperó instantáneamente la serenidad y se volvió hacia Kovudoo.
—¿Y bien? —dijo al viejo cacique.
—¿Acaso no es joven y guapa? —preguntó Kovudoo.
—No es vieja —concedió Malbihn—, pero sigue representando una carga. No venimos del norte en busca de esposas… Allí tenemos ya mujeres más que suficientes.
Meriem se quedó mirando a los blancos. No esperaba de ellos nada bueno. Los consideraba tan enemigos como los negros. Los odiaba y los temía a todos por igual. Malbihn se dirigió a ella en árabe.
—Somos amigos —aseguró—. ¿Te gustaría que te llevásemos de aquí?
Lenta, confusamente, como si el recuerdo llegase desde una gran distancia, el en otro tiempo idioma familiar entró en el cerebro de Meriem.
—Me gustaría quedar libre —dijo—, y volver junto a Korak.
—¿No te gustaría venir con nosotros? —insistió Malbihn.
—No —la respuesta de Meriem fue tajante.
Malbihn se dirigió a Kovudoo.
—Ya ves que no quiere venir con nosotros —constató.
—Sois hombres —replicó el negro—. ¿No podéis llevárosla a la fuerza?
—Con eso sólo conseguiríamos que aumentaran nuestros problemas —contestó el sueco—. No, Kovudoo, no la queremos; aunque, si lo que pretendes es desembarazarte de ella, nos la llevaremos para hacerte un favor, porque te consideramos un amigo.
Kovudoo comprendió entonces que había trato. La querían. De modo que empezó a regatear y, al final, la persona de Meriem pasó de manos del cabecilla negro a las de la pareja de suecos, a cambio de cinco metros de tela, tres casquillos de bala vacíos, de latón, y un pequeño pero rutilante cuchillo de Nueva Jersey. Y todos, menos Meriem, quedaron satisfechos con el negocio.
Kovudoo sólo puso una única condición: que los europeos abandonasen la aldea, con la chica, a la mañana siguiente, en cuanto empezara a amanecer. Una vez cerrado el trato, no vaciló en explicar los motivos de la condición que había impuesto. Les contó la audaz tentativa que había llevado a cabo el salvaje compañero de la muchacha para rescatarla y les indicó que cuanto antes la sacaran de la región, más probabilidades tendrían de conservar la propiedad de la joven.
Volvieron a atar a Meriem y la pusieron de nuevo bajo vigilancia, pero esa vez en la tienda de los suecos. Malbihn empezó a hablarle, con ánimo de convencerla para que les acompañase por propia voluntad. Le dijo que la devolverían a su aldea, pero al enterarse de que la muchacha prefería morir a volver junto al anciano jeque, le prometió que no la llevarían allí, pues, en realidad, tampoco tenían intención de hacerlo. Mientras hablaba con Meriem, el sueco se recreó en la contemplación a gusto de las bonitas líneas de su rostro y de su cuerpo. Desde que la vio en la aldea del jeque, se había convertido en una moza alta y esbelta, camino de la madurez. Durante años, había representado para él cierta recompensa fabulosa. En el plantel de sus pensamientos había sido la personificación de los lujos y placeres que podía comprar disponiendo de francos en cantidad. Ahora, al contemplarla frente a sí, palpitante de vida y hermosura, su persona le sugería otras posibilidades atractivas y seductoras por demás. Se acercó a ella y posó una mano encima de su hombro. Meriem retrocedió. Malbihn la agarró sin contemplaciones, le golpeó en la boca y trató de besarla. En aquel momento Jenssen entró en la tienda.
—¡Malbihn! —gritó—. ¡So estúpido!
Sven Malbihn soltó a Meriem y se volvió hacia su compañero, rojo de mortificación y vergüenza.
—¿Qué diablos pretendes? —rezongó Jenssen—. ¿Quieres despedirte de todas las posibilidades de cobrar la recompensa? Si maltratamos a la chica no nos darán un céntimo, sino que todos nuestros esfuerzos servirán únicamente para que nos metan en la cárcel. Creí que tenías más sentido común, Malbihn.
—Uno no es de piedra —se excusó Malbihn.
—Pues te iría mejor si lo fueses —replicó Jenssen—, por lo menos hasta que la hayamos entregado sana y salva y hayamos cobrado lo que esperamos cobrar.
—¡Oh, diablos! —exclamó Malbihn—. ¿Qué importa? Se darán por contentos con tenerla de vuelta y, para cuando lleguemos allí con ella, la chica tendrá buen cuidado en no irse de la lengua. ¿Por qué no?
—Porque yo lo digo —gruñó Jenssen—. Siempre he dejado que llevaras la voz cantante, Sven, pero en esta ocasión soy yo el que va a imponer su criterio, porque tengo razón, tú estás equivocado y ambos lo sabemos.
—Te has vuelto muy virtuoso de repente —refunfuñó Malbihn—. Tal vez supones que he olvidado lo de la hija del mesonero, lo de la pequeña Celella y lo de aquella negra que…
—¡Cierra el pico! —saltó Jenssen—. No es cuestión de virtud y lo sabes tan perfectamente como yo. No quiero pelearme contigo, Sven, pero, que Dios me perdone, no vas a causar el menor daño a esta muchacha, aunque tenga que matarte para evitarlo. En el curso de los últimos nueve o diez años he pasado fatigas sin fin, he trabajado como un esclavo y he estado a punto de morir para recoger lo que la suerte se dignaba arrojar a mis pies… Y ahora no estoy dispuesto a que se me roben los frutos del éxito final sólo porque tú quieres portarte más como una bestia que como un hombre. Te lo advierto otra vez, Sven…
Se palmeó el revólver que llevaba en la funda colgada al cinto.
Malbihn dedicó a su compañero una mirada siniestra, se encogió de hombros y salió de la tienda. Jenssen se dirigió a Meriem.
—Si vuelve a molestarte, me llamas —dijo—. Siempre andaré cerca.
Meriem no había entendido la conversación mantenida por sus dos propietarios, ya que se expresaron en sueco, pero sí entendió lo que le dijo Jenssen, porque le habló en árabe, y de tales palabras sacó una idea bastante acertada de lo ocurrido entre los dos hombres. La expresión de sus rostros, los ademanes y gestos, la palmada final que dio Jenssen a su revólver unos segundos antes de que Malbihn abandonara la tienda fueron detalles demasiado elocuentes para no darse cuenta de la gravedad del altercado. Meriem miró a Jenssen con ojos cargados de amistad y, con la inocencia de la juventud, recurrió a su misericordia y le pidió que la dejara libre para poder regresar junto a Korak y a la vida de la selva. Pero su destino era sufrir una nueva decepción, porque el sueco se limitó a reírse groseramente de ella y a advertirle que si intentaba escapar, la castigaría condenándole a sufrir la suerte de la que acababa de librarla.