El hijo de Tarzán (20 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo de Tarzán
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Korak no volvió a percibir con claridad el olor de Meriem hasta llegar a la parte posterior de una choza del extremo de la amplia calle de la aldea. Con la nariz pegada a la pared de bálago olfateó ávidamente la construcción, tenso y palpitante como un podenco. Se fue acercando a la entrada en cuanto el olfato le aseguró que Meriem estaba allí dentro, pero al dar la vuelta hacia la parte de la fachada se encontró con que un negro corpulento, armado con largo venablo, montaba guardia sentado en cuclillas ante la puerta. El centinela le daba la espalda y su figura se recortaba contra el resplandor de las fogatas donde las mujeres preparaban la cena a lo largo de la calle. El centinela estaba solo. El compañero más próximo descansaba frente a la lumbre, unos veinte metros más allá. Para entrar en la cabaña, Korak tenía que silenciar al centinela o deslizarse junto a él sin que lo viera. El peligro de la primera opción residía en la casi certidumbre de que el intento alarmara a los guerreros más inmediatos, lo que atraería sobre él a todos los demás habitantes del poblado. La segunda alternativa resultaba prácticamente imposible, pero Korak, «el matador», no era como nosotros, los mortales corrientes.

Quedaba un espacio de sus buenos treinta centímetros entre la amplia espalda del negro y el umbral de la choza. ¿Lograría Korak pasar por detrás del centinela sin que éste lo descubriera? La luz que caía sobre la reluciente piel de ébano del indígena también llegaba a la morena, menos oscura, de Korak. Si a alguno de los negros que estaban en la calle se le ocurriera, aunque sólo fuera por casualidad, mirar hacia allí, sin duda repararía en aquella figura de color más claro que se movía ante la choza. Pero Korak confiaba en que el interés de su conversación retuviese su atención sobre el tema que tratasen y en que el resplandor de los fuegos que tenían delante les impidiera distinguir con claridad las cosas que ocurrían en la oscuridad del extremo de la aldea donde tenía lugar la misión que «el matador» llevaba entre manos.

Pegó el cuerpo a la pared de la choza y, sin producir el más leve susurro al deslizarse sobre la paja seca que la formaba, fue acercándose al centinela que guardaba la puerta. Llegó junto a su hombro. Serpenteó por detrás de él. Notó en sus rodillas el calor que despedía el cuerpo del negro. Oyó su respiración… Se maravillaba de que aquel majadero no hubiese dado aún la voz de alarma, pero el indígena seguía sentado allí, tan ignorante de la presencia de Korak como si éste no existiera.

Korak avanzaba apenas dos centímetros en cada movimiento de avance y luego se inmovilizaba durante varios segundos. Se desplazaba así a espaldas del guardián cuando éste se enderezó, abrió la caverna de su boca en enorme bostezo y estiró los brazos por encima de la cabeza. Korak se quedó rígido como una piedra. Un paso más y estaría dentro de la choza. El negro bajó los brazos y se relajó. A su espalda estaba el marco de la puerta. Con anterioridad había apoyado allí varias veces la soñolienta cabeza y en aquel momento se inclinó hacia atrás para disfrutar del placer prohibido de una cabezadita.

Pero en vez del marco, su cabeza y sus hombros entraron en contacto con la cálida carne de un par de piernas vivas. La exclamación de sorpresa que estuvo a punto de brotar de sus labios se le quedó sofocada en la garganta porque unos dedos de acero se cerraron alrededor de su cuello con la celeridad del pensamiento. El negro forcejeó para incorporarse, para volverse hacia el ser que le sujetaba, para zafarse de su presa, pero sus esfuerzos fueron vanos. Ni siquiera pudo chillar. Aquellos dedos terribles apretaban su garganta cada vez con más fuerza. Los ojos se le salian de las órbitas. Su rostro adoptó un color azul ceniciento. Por último, su cuerpo se relajó una vez más… pero en esa ocasión definitivamente. Korak apoyó el cadáver en el marco de la puerta. Lo dejó allí sentado, como si siguiera vivo en la oscuridad. Acto seguido, el muchacho se deslizó a través de las estigias negruras del interior de la choza.

—¡Meriem! —susurró.

—¡Korak! ¡Mi Korak! —exclamó la chica. Fue un grito ahogado por el temor a alarmar a los secuestradores y por el sollozo de alegría que surgió ante la llegada del muchacho.

Korak se arrodilló y cortó las ligaduras que sujetaban las muñecas y los tobillos de Meriem. Un momento después ya la había ayudado a levantarse y, cogida de la mano, tiraba de ella hacia la puerta. En la parte exterior, el centinela de la muerte seguía montando su macabra guardia. Un perro sarnoso del poblado gemía y olisqueaba los pies del negro. Al ver a la pareja que salia de la choza, el animal soltó un gruñido extrañado y en cuanto captó el olor del intruso hombre blanco estalló en una serie de aullidos excitados. Inmediatamente, los guerreros de las fogatas cercanas volvieron la cabeza en dirección al punto donde se armaba aquel alboroto canino. Era imposible que no viesen la blanca piel de los fugitivos.

Korak se hundió rápidamente en las sombras del lado contrario de la choza. Arrastró a Meriem consigo, pero ya era demasiado tarde. Los negros habían visto lo suficiente como para que se hubieran despertado sus sospechas y una docena de ellos corrían a investigar. El perro continuaba ladrando, pegado a los talones de Korak e indicando el camino a los perseguidores. «El matador» le dirigió un lanzazo con la peor intención del mundo, pero hacía mucho tiempo que el perro había aprendido a esquivar los golpes y resultaba un blanco escurridizo y esquivo.

Los gritos y la carrera de sus compañeros habían alarmado a otros negros y prácticamente la población en peso de la aldea bullía por la calle, en absoluto dispuesta a perderse el espectáculo de la persecución. El primer descubrimiento fue el del cadáver del centinela. Al cabo de unos instantes, uno de los guerreros más valientes entró en la choza y se encontró con que la prisionera brillaba por su ausencia. Tan sorprendente anuncio llenó a los negros de una combinación de terror y rabia, pero al no ver por allí enemigo alguno, se permitieron el lujo de dejar que la rabia se impusiera al terror y los cabecillas, empujados por los que estaban detrás, dieron la vuelta rápidamente a la choza en dirección al punto de donde procedían los ladridos del perro sarnoso. Vieron que por allí huía un guerrero blanco, que se llevaba a la cautiva, y al reconocer en él al autor de las numerosas incursiones y humillaciones perpetradas sobre ellos y convencidos de que lo tenían a su merced, acorralado y en desventaja, se precipitaron como locos hacia él.

Al darse cuenta de que los habían descubierto, Korak levantó en peso a Meriem, se la puso al hombro y echó a correr rumbo al árbol que les permitiría abandonar el poblado. Pero el peso de la muchacha entorpecía la huida y le impedía moverse con la debida rapidez. Por otro lado, las piernas de la chica apenas podían aguantar el peso del cuerpo, ya que las ligaduras habían estado tanto tiempo ciñéndole con fuerza los tobillos que la sangre no pudo circular como era debido y paralizó parcialmente las extremidades.

A no ser por semejantes contrariedades, la fuga habría sido cosa de un momento, puesto que Meriem era casi tan veloz y ágil como Korak y estaba tan acostumbrada como él a desplazarse por las enramadas. Pero con la chica encima de los hombros Korak no podía huir y luchar con ventaja y la consecuencia fue que antes de haber cubierto la mitad de la distancia que les separaba del árbol una veintena de perros indígenas, atraídos por los ladridos de su compañero y por los gritos de sus amos, cargaron sobre el fugitivo hombre blanco, empezaron a tirarle dentelladas a las piernas y acabaron por hacerle caer. En cuanto lo tuvieron en el suelo, aquellas bestias que parecían hienas se abalanzaron sobre él y, mientras Korak bregaba para levantarse, llegaron los negros.

Un par de ellos sujetaron a Meriem y, aunque ella no escatimó mordiscos y arañazos para defenderse, lograron reducirla: bastó un golpe en la cabeza. Para someter a Korak necesitaron adoptar medidas más drásticas. Con todos los perros y guerreros encima, aún se las arregló para ponerse en pie. Descargó mandobles demoledores a diestro y siniestro contra los adversarios humanos. A los perros no les prestaba más atención que la de agarrar y retorcer su cuello con un brusco movimiento de muñeca al que a causa de su belicosa insistencia acababa de fastidiarle.

Un hércules de ébano pretendió asestarle un estacazo, pero antes de que el indígena pudiera conseguirlo, Korak le arrancó el garrote de las manos y los negros sufrieron entonces en propia carne todas las posibilidades de castigo de que disponían los formidables y flexibles músculos que se albergaban bajo la piel de terciopelo broncíneo del extraño gigante blanco. Se precipitó entre ellos con el ímpetu y la ferocidad de un elefante macho enloquecido. Aquí y allá derribaba sin remedio a los que tenían la temeridad de ponerse a su alcance y plantarle cara. No tardó en resultar evidente que, a menos que un venablo se hundiera en su cuerpo y lo derribara, acabaría por vencer en toda la línea a la tribu entera y que como colofón recuperaría a la muchacha. Pero al viejo Kovudoo no se le escamoteaba fácilmente la recompensa que Meriem representaba y, al ver que el ataque de los indígenas se había reducido hasta entonces a una serie de combates individuales con el guerrero blanco, convocó a los guerreros de su aldea, los hizo formar un cuadro compacto en torno a la muchacha y ordenó a los dos que iban a encargarse de la custodia directa del rehén que se limitaran a rechazar los ataques de «el matador».

Una y otra vez se precipitó Korak contra aquella barrera humana erizada de puntas de venablo. Y una y otra vez se vio rechazado, a menudo con graves heridas que le hicieron comprender que debía actuar con mayores precauciones. Estaba cubierto de sangre de la cabeza a los pies, de su propia sangre, hasta que por fin, debilitado por las hemorragias, comprendió con amargura que él solo no podría ayudar a Meriem.

Una idea surcó su cerebro como el rayo. Llamó a Meriem en voz alta. Ella había recobrado el conocimiento y le contestó.

—Korak se retira voceó, —pero volverá y te arrancará de las garras de los gomanganis. ¡Hasta pronto, Meriem! ¡Korak volverá en seguida a buscarte!

—¡Adiós! —gritó la chica—. Meriem te estará esperando.

Como una centella, y antes de que los indígenas comprendiesen o tuvieran tiempo de impedir sus intenciones, Korak dio media vuelta, atravesó corriendo la aldea, dio un salto y desapareció entre el follaje del árbol gigante que constituía su vía de acceso y salida del poblado de Kovudoo. Le siguió una nube de venablos, pero lo único que consiguieron los indígenas fue que una carcajada burlona surgiera de la oscuridad de la jungla.

¡Tranquilo, Tantor! ¡Soy Korak, tarmangani!

XIII

De nuevo fuertemente atada y sometida a estrecha vigilancia en la propia choza de Kovudoo, Meriem vio transcurrir la noche y alborear el nuevo día sin que en ningún momento le abandonase la idea, la esperanza de que Korak iba a presentarse de un momento a otro. No tenía la menor duda de que iba a volver y menos aún de que la libertaría fácilmente de su cautiverio. Para ella, Korak era poco menos que omnipotente. Encarnaba lo mejor y lo más fuerte de su mundo salvaje. Meriem se enorgullecía de las hazañas de Korak y le adoraba por la solícita ternura que siempre derrochó al tratarla. Que recordase, nadie le había brindado jamás la amabilidad y el cariño que a diario volcaba Korak sobre ella. La mayoría de los atributos de delicadeza y educación que rodearon la infancia del hijo de Tarzán llevaban bastante tiempo enterrados en el olvido a causa de las costumbres que la selva misteriosa le había impuesto. Korak se mostraba más a menudo salvaje y sanguinario que bondadoso y sensible. Sus otros compañeros selváticos no necesitaban que les prodigase detalles afectuosos. Ir de caza con ellos y luchar a su lado era suficiente. Si les gruñía y les enseñaba los colmillos con gesto feroz cuando violaban los inalienables derechos que le correspondían sobre los frutos de una pieza cobrada eso no provocaba en ellos ningún rencor hacia Korak… sólo respeto acentuado por su eficacia y aptitud, porque además de su capacidad mortífera era capaz de proteger la posesión de la carne de su víctima.

Pero hacia Meriem siempre había manifestado su lado más humano. Mataba principalmente para ella. Los frutos de sus esfuerzos siempre los ponía a los pies de Meriem. Para Meriem eran siempre los mejores bocados de la carne que colocaba a su lado al sentarse junto a la muchacha y si alguien osaba acercarse demasiado a olfatear, de inmediato se oía el gruñido ominoso de Korak. En los oscuros días de lluvia, cuando reinaba el frío, o cuando como resultado de una larga sequía llegaba la sed, tales incomodidades despertaban en Korak la preocupación por el bienestar de Meriem, antes de que pensara en sí mismo… Lo primero, que la joven tuviera el calor suficiente o calmada la sed y entonces, sólo entonces, satisfacía Korak sus propias necesidades.

Las pieles más suaves cubrían siempre los airosos hombros de Meriem. Las hierbas de aroma más agradable perfumaban el aire de su cabaña aérea y las pieles más densas acolchaban el lecho más mullido de toda la jungla.

¿Podía extrañar, pues, que Meriem quisiera a Korak? Pero en realidad lo quería como una hermana pequeña puede querer al hermano mayor que se porta bien con ella. Claro que, ciertamente, la chica no sabía absolutamente nada del amor que una doncella puede sentir por un hombre.

De modo que mientras permanecía en la choza de Kovudoo, esperando a Korak, no cesaba de pensar en él y en lo que significaba para ella. Lo comparó con el jeque, su padre, y un estremecimiento recorrió el cuerpo de Meriem al recordar al severo, canoso y arrugado árabe. Hasta los mismos negros salvajes eran menos crueles con ella. No entendía su lenguaje, por lo que ignoraba el motivo por el que la mantenían prisionera. No ignoraba que había hombres que comían seres humanos, así que supuso que tal vez iban a devorarla, pero ya llevaba cierto tiempo con ellos y no le habían causado daño alguno. Lo que no sabía Meriem era que habían enviado un mensajero a la lejana aldea del jeque, a fin de tratar con el árabe la cuestión de la recompensa. Y lo que tampoco sabía Meriem, como asimismo lo ignoraba Kovudoo, era que el mensajero no iba a llegar nunca a su destino, que se había tropezado con el safari de Jenssen y Malbihn y que, con la locuacidad que el indígena suele prodigar cuando se encuentra con otros indígenas, reveló a los servidores negros de los suecos la misión que le habían encomendado. A los servidores negros les faltó tiempo para contárselo a sus jefes y la consecuencia de ello fue que, cuando el emisario abandonó el campamento para reanudar la marcha, apenas se había perdido de vista cuando sonó una detonación de rifle y el hombre se desplomó sin vida entre la maleza, con una bala en la espalda.

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