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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

El haiku de las palabras perdidas (41 page)

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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¡Como las yurei! Recordó las leyendas sintoístas sobre espectros que vagaban en pena tras haber muerto en condiciones trágicas. Siempre le habían impresionado aquellas historias, sobre todo la de Okiku, la criada de un samurái que un día cometió la fatalidad de romper uno de los platos de porcelana de su señor, el cual terminó con su vida y arrojó su cadáver a un profundo pozo. La leyenda contaba que Okiku salía a la superficie cada noche para contar los platos, deshaciéndose en lágrimas cuando llegaba al noveno... ¡Junko, tú no eres una yurei! ¡Tú no estás muerta! Le dolía sólo de pensarlo... Abrió los ojos y se liberó de la visión de la falsa Junko atormentada.

La pierna, eso era lo que le dolía, la herida sangraba de nuevo. ¿Es que nunca iba a terminar de cerrarse? Palpó por encima del pantalón y se desmayó yendo a golpearse la cara contra la puerta del camión.

Por fin tuvo un instante de paz, bajo la tormenta que no dejaba de perforar el techo. Ya no sentía nada, ahora sí,

sólo

silencio.

Despertó en una habitación que parecía sacada de las fotografías de su madre.

Permaneció unos segundos paralizado, examinando todo cuanto veía a su alrededor. No había nada de lo que amedrentarse. Estaba en una cama. Eso era todo, una cama alta. ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que durmió en un colchón grueso separado del suelo? También había una mesilla y una palangana en el suelo. La pared estaba pintada de blanco. En el centro, un cuadro con una escena de campesinas. Recordó lo ocurrido en el camión y se llevó la mano a la pierna. Alguien se la había vendado. Le habían quitado el pantalón. Se sobresaltó, primero de simple pudor y al momento pensando en el haiku que guardaba en el bolsillo.

Saltó de la cama. Tampoco llevaba su camisa. Le habían vestido con un calzoncillo y una camiseta de tirantes que no eran suyos. Había poca luz. Estaba en una alcoba sin ventanas, iluminada por el reflejo que se filtraba a través de la puerta entreabierta. Salió a una salita. Resultaba turbador, en verdad le parecía estar paseando por el álbum de recuerdos de su propia familia holandesa: un sofá con un gran cojín, una lámpara de pie con una extraña tulipa cilíndrica, una estantería con libros, sillas... incluso cortinas. Se acercó al ventanal. Seguía lloviendo. Junto a la casa se formaban ríos, apenas distinguía nada más.

Oyó pasos y giró la cabeza. Dos mujeres entraron en la habitación haciendo aspavientos.

—¡Te has levantado!

No eran ni muy jóvenes ni muy viejas; una de ellas japonesa, flaca y sin hombros; la otra occidental, de formas más redondeadas y rizos en el pelo cano. Sintió una punzada. Hacía años que no veía a una mujer que no fuera nipona. Ambas vestían el mismo uniforme gris. No parecía militar, quizá formasen parte de algún cuerpo médico.

—¿Dónde estoy?

—En medio del bosque, cerca de Karuizawa —le informó la japonesa.

Tenía la nariz tan chata que parecía imposible que pudiera sujetar las gafas.

—¿Qué tal la pierna, Victor? —le preguntó la occidental.

Se estremeció.

—¿Cómo me ha llamado?

—¿No eres Victor Van der Veer?

Creyó oír la voz de su madre pronunciando aquellas seis letras: Victor, Victor, Victor...

—Tranquilo, lo pone en los papeles que llevas en la bolsa. Ya hemos visto que vienes desde Nagasaki. ¡Has hecho un viaje muy largo!

—Mi bolsa... —reaccionó.

—Ahí la tienes.

La habían colgado del respaldo de un silloncito de terciopelo verde.

—¿Y mi pantalón?

—Está hecho unos zorros, lo estamos tratando de salvar con una dosis triple de jabón.

—¡No!

—¿Qué ocurre?

—¡El haiku! ¡Había un pequeño pliego enrollado en un bolsillo!

—¿Estás seguro de que había algo?

—Yo lo saqué —le tranquilizó la japonesa, acercándose al cajoncito de un aparador.

Se lo ofreció. Kazuo lo asió como si lo necesitase para respirar y se separó de ellas un par de pasos.

—Es un milagro que estés así de lustroso —retomó la otra con aire maternal—. Tenías que haberte visto cuando te trajeron esos dos camioneros. ¿A que te hemos curado bien? Más de una vez nos ha tocado ejercer de enfermeras.

—¿No lo son?

—Según se mire. —Dejó escapar una risita entrecortada—. Algunas heridas sí que ayudamos a sanar, pero más del alma que de la carne. Somos misioneras presbiterianas.

—¿Cómo las de la catedral de Urakami? —se le ocurrió preguntar.

—Algo parecido.

—Este paraíso ha logrado que todas las congregaciones convivamos en paz —apuntó la japonesa, refiriéndose a los pastores anglicanos, metodistas, católicos y tantos otros que se habían afincado allí después de que un diácono canadiense llamado Alexander Croft Shaw descubriese el paraje medio siglo atrás huyendo del calor de Tokio.

—Seguro que tienes hambre —le dijo la occidental guiñándole un ojo y señalando una mesa sobre la que había un plato con galletas y un bote de mermelada—. La elaboro yo misma con las fresas de nuestro huerto.

Galletas con mermelada... Le llevó unos segundos comprender que era real. Se acercó y probó una de forma contenida.

—¿Acudías a misa en la catedral de Nagasaki? —le preguntó la japonesa mientras el chico masticaba.

Negó con la cabeza.

—Te traeré algo de ropa limpia y te llevaremos a conocer nuestra capilla —dispuso, volviendo hacia el pasillo por el que había aparecido.

—¿Ahora?

Se detuvo para hablarle pausada.

—Seguro que te gustará, es pequeña y está hecha de madera. Pero lo más importante es que... —añadió poniendo voz de misterio— allí te espera una sorpresa.

Las dos monjas cuchichearon entre risitas algo que Kazuo no pudo oír.

Le trajeron la ropa. La tela del pantalón era basta, aunque parecía de su talla. La camisa también le resultaba extraña, con botones de arriba abajo, cuellos y un bordado en los puños. ¿A quién pertenecería? Se la enfundó sin dudar y siguió a las dos misioneras hasta el porche de la casa. Contaron hasta tres y corrieron bajo la lluvia hacia la capilla, que estaba situada al otro lado de una explanada. Por fuera bien podía parecer un pajar, de no ser por la gran cruz que coronaba el portón y la forma ovalada de las ventanas. Entraron a toda prisa y volvieron a cerrar de golpe dejando fuera el vendaval.

Kazuo agitó los brazos y se sacudió el agua del cuerpo y de la cara. El lugar estaba iluminado por unas velas que vibraban por el aire removido. No había imágenes. Todos los bancos estaban vacíos, salvo uno ocupado por un hombre que se había vuelto a mirar. Un hombre alto. Aguzó la mirada. Tenía que ser...

—¡Comandante Kramer!

El chico salió disparado hacia él como si realmente fuera el padre al que siempre le había recordado. Se sentó a su lado y se fundieron en un profundo abrazo.

—¿Por qué huiste de mí aquel día, maldita sea? —le preguntó el holandés.

—Lo siento —se lamentaba el chico, que apenas podía hablar por la emoción y el agotamiento que le había producido la carrera en su estado de debilidad.

—¿Cómo has podido hacer el viaje tú solo? —le preguntaba atónito—. No puedo creerlo. Ya lo dijo el teniente Groot cuando te presentaste en el Campo 14. Eres un chico especial.

Así era. Lo había conseguido él solo. Estaba allí con el holandés, como le había prometido al doctor Sato.

—Podrías haber escogido un día mejor —bromeó el comandante más sereno, separándose de él y pasando la mano por el pelo empapado del chico.

—¿Cómo supo que había llegado?

—Debiste de pronunciar mi nombre varias veces durante el ataque de fiebre, por lo que el pastor envió a esta mujer a Karuizawa para preguntar. —Lanzó un guiño a la misionera japonesa—. Aunque le costó un poco, al final me localizó, ¿verdad, hermana?

Ella sonrió ufana, cogida como estaba del brazo de su compañera.

—¿Dónde está Elizabeth? —preguntó Kazuo de sopetón.

Al holandés se le humedecieron los ojos.

—Son cosas de la guerra...

—¡No me diga que han vuelto a apresarla! —exclamó el chico, nervioso—. El teniente Groot me contó su historia, lo de las acusaciones de espía y las torturas. ¿Dónde la han llevado?

El comandante permaneció serio durante unos segundos.

Apretando los labios. Entornando los ojos.

—Elizabeth no lo superó, Kazuo.

—¿Qué?

—Las palizas del Kempeitai le dejaron tantas secuelas que el pasado invierno se la llevó una neumonía.

—Ni siquiera llegó a verla...

Respiró hondo.

—Esta guerra nos ha matado a los dos. Menos mal que al menos tú te has recuperado.

Hasta entonces no se había fijado en el estado que mostraba el comandante. Su cara lánguida parecía estar derritiéndose como la de un muñeco de cera junto a una hoguera. En un primer momento lo había achacado a la lluvia, pero Kramer llevaba horas en aquella capilla y estaba seco. Aquél era su verdadero color, su expresión hundida. Su piel se estaba descomponiendo y había perdido varios kilos.

—Está... Está...

No era capaz de decirlo. Era la infección de los que se vaciaban.

—Estoy contento —completó él—. Cuanto antes termine todo, antes me reuniré con mi amada Elizabeth.

Kazuo escuchó el eco de aquella frase perdiéndose en el estruendo de la tormenta que azotaba la pequeña capilla. El haiku de su princesa se abrió paso entre el repiqueteo: gotas de lluvia, disueltas en la tierra nos abrazamos...

Se levantó. No podía estar quieto. Caminó entre los bancos y se acercó al altar. Elevó la vista hacia el Cristo crucificado que contemplaba la escena desde la pared. Se volvió hacia las misioneras, que aguardaban discretas al fondo, de pie junto al portón. ¿Qué tipo de penas del alma eran capaces de sanar? Pensó que las heridas de la guerra sólo se curaban con la muerte. Nadie se lo había enseñado; él mismo lo iba comprobando.

—En cuanto deje de llover te llevaré con la familia Ulrich —le anunció Kramer tras reunir nuevas fuerzas—. Les conté lo que hiciste por mí, cuando me salvaste la vida en la catedral de Urakami, y ya puedes imaginar cuál fue su reacción. Stefan, el hermano de Elizabeth, está deseando conocer a mi gran héroe —exclamó con un brote inusual de cariño, pero al momento le sobrevino un gesto sombrío—. Así dejarán de estar pendientes de mí. Soy el que menos lo merece.

—¿Le culpan de lo ocurrido?

—Ojalá fuera tan fácil. Me culpo yo.

La tormenta no cesaba y ninguno de los dos estaba en condiciones de caminar por el bosque bajo aquel manto de agua, por lo que decidieron pasar la noche en la misión de los presbiterianos. Kazuo lo agradeció. Estaba agotado y no le importó aprovechar un poco más aquella cama, aunque sólo fuese para permanecer tumbado mirando al techo y preguntándose qué iba a ser de él.

La mañana despertó distinta. Cielo despejado, cimas de cien colinas con el volcán Asama al fondo, imponente y activo, trinos en la penumbra bajo el follaje, horadado por los rayos de un sol veraniego que trataba a Karuizawa con una inusitada delicadeza.

Caminaron por el sendero que conducía a la ciudad entre duros árboles de Maple y muretes cubiertos de musgo. Kramer le explicó que se trataba de la carretera del correo imperial que en la antigüedad unía Kioto con Edo, el Tokio actual. Por allí habían transitado señores feudales, samuráis, comerciantes y peregrinos, incluso el propio shogun con su abultado séquito, pero nunca los plebeyos, quienes tenían prohibido pisarla sin unas credenciales especiales que debían exhibir en las numerosas estaciones de control que se sucedían a lo largo del trayecto.

Pero lo que más le impresionó a Kazuo no fue ni la naturaleza apabullante ni la historia de las piedras pulidas que pisaba desafiando el mandato de los antiguos shogunes. Lo mejor aún estaba por llegar.

Se internaron en el distrito Kyu, el corazón del valle. Los más avispados políticos, financieros y artistas de principios de siglo, fascinados por la belleza del paraje, convencieron al gobierno para que construyera una línea de ferrocarril a través del escarpado terreno que hasta entonces lo había mantenido virgen. Una vez comunicado con la capital, se convirtió en el lugar de encuentro más selecto de Japón. Las residencias de verano fusionaban el estilo tradicional nipón con retazos de diseño europeo. Adquirían un aspecto de cuento, como el jardín botánico de una exposición universal. Kazuo y el comandante Kramer salieron a la calle principal donde se ubicaban los comercios. Entonces sí, estalló el delirio en el corazón del chico.

Allí se daban cita gentes de todas las nacionalidades y edades. Circulaban a pie, en coches, motocarros y, sobre todo, en bicicleta. Japoneses y occidentales entremezclados pasaban a su lado sin fijarse en su pelo rubio —¡no podía creerlo, por primera vez en su vida no llamaba la atención!—. Se sentía en una especie de fantasía de borrachera. Quizá hubiera algo de eso, tal vez estuvieran todos un tanto ebrios por el final de la guerra, después de años confinados en arresto domiciliario o en libertad vigilada por los agentes del Kempeitai. En los carteles de los comercios convivían los caracteres nipones y los occidentales; también había fusión en la ropa que vestían los viandantes, tan pronto trajes con chaleco, estampados de cuadros, tirantes, pajaritas y sombreros de ala, polainas y salacots, como yukatas —los kimonos de verano—, sandalias de madera, sombrillas de mano y chaquetas con cuello mandarín.

En aquel ambiente insólito, entre los impecables diplomáticos ya oficialmente libres pero con miedo a moverse antes de tiempo de su segura condena, el abatido comandante Kramer se le antojó a Kazuo aún más enfermo de lo que lo había visto la noche anterior. Más que andar, arrastraba sus botas desabrochadas. Comenzó a parecerle imposible que, en su estado de deterioro, pudiera siquiera hablar.

Kramer le condujo hacia un comercio de dos plantas cuyo cartel anunciaba: Panadería Asano-ya. Además de pan francés, aquel colmado surtía a los miembros de las legaciones de algún que otro capricho gastronómico y whisky de malta. En Karuizawa podía comprarse casi cualquier cosa. El personal del Ministerio de Asuntos Exteriores japonés —que había abierto allí una delegación— tenía instrucciones de hacer la vista gorda al mercado negro, a pesar de que en el resto del país había tanta carestía que los dirigentes de algunas prefecturas incluso habían eximido a la población de acudir a los funerales con la ración de arroz destinada a los muertos.

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