El haiku de las palabras perdidas (40 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama

BOOK: El haiku de las palabras perdidas
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Estuvo a punto de hablarle sobre lo que sentía por ella, a cada minuto con más intensidad. Pero quizá era el momento de mostrarse más japonés que nunca, no de sangre pero sí de corazón, y demostrar que los silencios pueden llegar a ser un grito atronador.

Que una palabra no dicha tiene más fuerza que mil frases pronunciadas, porque la palabra pensada permanece para siempre, mientras que aquellas que traspasan el umbral de la garganta terminan desvaneciéndose en el mismo aire del que están fabricadas.

Se abrazaron y frotaron sus caras como dos gatos que se desperezan. La notaba un poco sofocada, como si estuviera recuperando de golpe la temperatura corporal. Volvió a recostarla de espaldas sobre la cama. Besó de forma delicada el corte del labio. Ella le dejó hacer, entreabriendo la boca y cerrando los ojos. Él siguió besándole los párpados, la nariz, las orejas que asomaban entre el pelo negro como si también reclamasen ser amadas. La rodeó por la cintura, apoyó la cabeza en su pecho y se dejó mecer por su respiración.

—He encontrado algo —dijo ella al poco, mucho más serena, como si estuviera recuperándose de un clímax alcanzado tan sólo con aquellos besos.

—¿Conseguiste hablar con la asociación de víctimas? —le preguntó él, siguiendo sus pesquisas del día anterior como si nada hubiera ocurrido entretanto.

Mei le reprodujo la conversación que había tenido con Rio y lo que éste había hablado con Suzume, la enfermera del doctor Sato. Emilian, tumbado de lado en la cama, escuchaba atónito.

—Quizá tenga que volver a marcharme para que sigas avanzando en la investigación —dijo. Mei frunció ligeramente el ceño—. Es broma. No esperaba este avance. Por primera vez siento cerca la presencia de ese hombre.

—Eso mismo pensé yo. El problema es que la pista de Karuizawa no ayuda en nada. Más bien me desconcierta.

—¿Qué sabes de ese lugar?

—Lo mismo que todo el mundo en Japón. Es uno de los enclaves turísticos más selectos del país. Ya sabes: cascadas, bosques tan cuidados que parecen herbolarios, baños termales, hoteles rurales de lujo...

—¿Has estado allí?

Negó con la cabeza.

—No es lo que busco para mis vacaciones. Está más pensado para familias o gente mayor. Muchas llevan yendo toda la vida. Hubo un tiempo en el que aquellos que se preciaban de pertenecer a la alta sociedad nipona tenían que tener una casa en ese valle. Ya sabes, diseño tradicional salpicado de art decaen medio de los Alpes japoneses, a un paso en tren de la capital pero lejos del bochorno de verano —dijo con tono de eslogan publicitario—. Creo que John Lennon y Yoko Ono pasaron allí muchas temporadas... El caso es que, durante la guerra, todos los diplomáticos que residían en Japón fueron confinados en sus residencias y hoteles.

—Para tenerlos controlados.

—Supongo que sí. No se habla mucho de esa parte de nuestra historia. —Se detuvo a pensar—. En realidad es la historia de las naciones a las que representaban aquellos diplomáticos, no la nuestra.

—Puede que alguno de ellos trajese a Kazuo a Europa.

—No tiene mucho sentido pensar que se presentase allí diciendo «Buenos días, soy un huérfano de Nagasaki y he viajado mil kilómetros. ¿Alguien quiere adoptarme?». Tuvo que haber algo más.

Emilian saltó de la cama y salió al salón para sentarse frente a su ordenador y conectar internet a toda prisa. Mei fue tras él. Pasaron dos horas navegando sin éxito en inglés y en japonés. La mayoría de las páginas institucionales de Karuizawa se limitaban a describir sus delicias turísticas; y las pocas que se asomaban en su historia silenciaban los años que duró el conflicto como si no hubieran existido. Rebuscaron en blogs relacionados con la Segunda Guerra Mundial. Localizaron algunos comentarios escritos por descendientes de diplomáticos que padecieron el confinamiento, pero apenas aportaban detalles más allá de los biográficos. Sólo eran nostálgicas llamadas al recuerdo de sus antepasados. Ninguna referencia al respecto de cómo habían vivido los días que siguieron a la rendición de Japón. Ningún dato acerca de cómo se habían llevado a cabo las repatriaciones. Ningún hilo del cual tirar. Emilian comenzó a impacientarse. Revisaron varios planos de la ciudad buscando un museo que pudiera albergar documentación al respecto, pero tampoco parecía haberlos.

Resultaba exasperante. Emilian fue a la cocina para calentar agua y preparar un té. Cuando volvió se frotó los ojos cansados y resopló.

—¿Por qué decidiría Kazuo ir allí? — preguntó al aire—. ¿Qué relación podía tener un huérfano de trece años con las misiones consulares? Si al menos supiéramos el motivo podríamos concretar la búsqueda.

—Si no lo sabe la enfermera del doctor Sato, ¿cómo vamos a saberlo nosotros? —exclamó Mei. Se levantó de la silla y se dejó caer en el sofá—. ¡Como no fuera para jugar al tenis!

Se tapó la cara con un almohadón.

—¿Al tenis? —preguntó Emilian despacio, sentándose junto a ella.

Mei se asomó.

—Perdona que haya dicho esa tontería. Creo que estamos aún más perdidos que al principio.

—¿Por qué has dicho lo del tenis? —insistió Emilian.

Mei detectó que no se lo preguntaba por mera curiosidad.

—El club de tenis más antiguo de Japón está en Karuizawa. Vienen celebrando un torneo internacional desde los años veinte. Es muy popular. Allí se conocieron el príncipe heredero Akihito y su esposa, la emperatriz Michiko. ¿En qué estás pensando?

—Creo que Tomomi acude a ese torneo todos los años. No lo creo —corrigió al momento—. Estoy seguro—. Incluso ha diseñado alguna casa por esa zona.

—¿Quién es Tomomi?

Sintió algo parecido a un disparo. Hacía tiempo que no recordaba cuánto la quería.

—Mi mejor amiga —contestó con firmeza, luchando contra una fuerza interior que le impedía pronunciar aquellas tres palabras—. El estudio de arquitectura que regenta con su marido... —El corazón se le encogió al nombrarlo—. Ellos me ayudaron a desarrollar el Carbon Neutral Japan Project, aunque los conozco desde mucho antes. Desde el Protocolo de Kioto.

—¿Por qué no la llamas? Seguro que ella sabe más cosas que yo.

Un telón se desplegó sobre su rostro.

—No estamos en nuestro mejor momento. Su marido me traicionó. Fue él quien impidió que...

Mei posó los dedos en la boca de Emilian.

—No te preocupes —susurró—. Ya buscaremos otra vía.

Emilian se tomó un tiempo para contemplarla. Tenerla a su lado lo compensaba todo. Acababa de sufrir una horrible experiencia con los dos sicarios, veía cómo se esfumaban las posibilidades de ayudar a su abuela y seguía siendo capaz de pensar en lo que más le convenía a él. Le emocionó sentirse merecedor de aquel respeto reverencial. Te quiero tanto..., pensó.

—¿Qué has dicho? —le preguntó ella, como si lo hubiera escuchado.

—Nada.

Le dedicó una sonrisa. Ella entornó los ojos. Su móvil sonó a lo lejos. Debía de estar dentro de su bolso.

—¿Es el mío? —se extrañó.

Fue a buscarlo a toda prisa. Descolgó con rictus de preocupación y habló durante un rato en su idioma. Mientras aguardaba a que terminase, Emilian pensó que era una pena no poder amarla en su lengua natal. No sólo las palabras eran diferentes.

Incluso sus gestos variaban al sumergirse en aquel torrente de sílabas. Cuando colgó, parecía agotada.

—Era mi madre.

—¿Hay novedades?

—La encefalopatía... Los médicos dicen que morirá en cualquier momento. Dos o tres días a lo sumo.

—Ven aquí.

—Estoy bien —mintió mientras se arrojaba a sus brazos.

Permanecieron un rato abrazados de pie en medio del salón. Una música de orquesta atravesó la pared. Debía de ser el vecino, que venía de hacer footing y se disponía a tomar una ducha. Siempre hacía lo mismo. Ponía a gran volumen un disco de arias de ópera y cantaba bajo el agua. Tras la suave entrada de los cornos, el verdadero tenor entonó «
Una furtiva lágrima
» del Elisir d'amore de Donizetti. Las frecuencias más graves de la romanza corrieron a ras de suelo hasta las plantas de sus pies, y de ahí subieron por las piernas de ambos hasta el estómago.
Sentir un solo instante el palpitar de su hermoso corazón... Confundir nuestro suspirar... Cielo, si puedo morir de amor...
, escucharon, y se estremecieron con la cadencia final de los violines.

Emilian secó las lágrimas que se habían detenido en el rostro de ella —él también quería sentir sus pálpitos y confundir sus suspiros— y le habló con delicadeza.

—Enciende el iPad y compra dos billetes a Tokio para mañana.

—¿Dos?

—Sí, dos. Mientras tanto voy a llamar a Tomomi. Aún disponemos de unas horas.

El vecino inició una particular versión del «Nessun Dorma» de Puccini en la bañera, prometiéndoles que muy pronto las estrellas darían paso a un nuevo día.

17. Una fotografía de la familia

Prefectura de Nagano, 30 de agosto de 1943

P
arecía que no fueran a llegar nunca. Habían hecho escala en todas las grandes ciudades que encontraron en el camino: Okayama, Kobe, Nagoya... Los dos hermanos transportistas de una sola ceja aprovechaban las paradas para formalizar quién sabe qué tipo de negocios. Esperaban a que la noche se cerniese sobre unas barriadas ya de por sí oscuras por la devastación y el desánimo y discutían en voz baja con aquellos que se acercaban al camión. Entretanto, Kazuo no se movía del remolque. Se limitaba a esperar a que le llevasen un poco de arroz y algún huevo duro que devoraba a diminutos mordiscos de ratón para alargar el momento.

Dos días después de internarse en los Alpes japoneses, se detuvieron en un taller de carretera. Los transportistas abrieron el portón y le pidieron que pasase a la cabina. Necesitaban el remolque libre para llenarlo de chatarra. Kazuo obedeció encantado. Cuando volvieron a arrancar, sacó el brazo y la cabeza por la ventanilla para que el viento le golpease en la cara. Como los antiguos navegantes holandeses, pensó. A su modo, también él se sentía un expedicionario. La belleza del paraje no era comparable a nada de lo que hubiera visto antes: laderas inacabables luciendo toda una gama de morados sobre el verde intenso, extrañas flores que parecían traídas de los jardines del primer emperador para decorar aquel vergel, con las nubes arqueándose sensuales sobre los picos.

Apenas se cruzaron con un par de vehículos en toda la tarde. ¿Cuántos japoneses habrían muerto? ¿Cuántos quedarían vivos? Kazuo recordó al doctor Sato hablando en voz baja con su esposa acerca de los bombardeos que el ejército estadounidense desplegaba desde sus bases de las Marianas. Los ataques iban precedidos del lanzamiento de octavillas que avisaban de la llegada de los B-29. Los aliados pretendían dar tiempo a los civiles para que se pusieran a cubierto, pero no lograban otra cosa que extender el pavor como el fuego que después caía del cielo: cientos de miles de bombas que devoraban fábricas y arsenales, y también las frágiles viviendas de madera y papel. ¿Por qué había esperado tanto el emperador para rendirse? ¿En qué estaban pensando sus impávidos ancestros para aconsejarle?

Empezó a temblar. Durante los dos últimos días había sufrido otros ataques similares en la soledad del remolque, pero éste parecía más fuerte. El mundo se desenfocó y se le echaron encima los ogros que poblaban las paredes de la casa de la miko: onis, ladrones de almas con cuernos y un tercer ojo en la frente; tengus, duendes huraños con forma híbrida de humano y ave, aficionados a gastar bromas tan crueles que volvían locas a sus víctimas; gakis, fantasmas aquejados de sed y hambre perpetuas, condenados a ver cómo cualquier alimento que encontraban en su camino se consumía en unas espontáneas llamas...

El hermano que iba sentado en medio le dedicó una mirada distraída.

—No irás a vomitar... —gruñó. Kazuo apenas podía abrir los ojos. Le agitó para espabilarlo—. ¡Si estás ardiendo!

—Será por los cambios de temperatura de esta zona —anotó el que conducía sin apartar la mirada de la cuesta que estaban subiendo, con tal rictus de esfuerzo que parecía estar tirando él mismo del camión.

Kazuo subió los pies al asiento y se hizo un ovillo. Le asustaba suponer que el origen de las convulsiones no era el frío de las cumbres cercanas.

—¿Tienen alguna medicina para la fiebre? —logró articular.

—¿Medicina? —Los dos transportistas soltaron una única carcajada—. Si tienes dinero, dámelo y me encargaré de comprarla en el mercado negro de Nagano. O mejor llamaré a un médico, aunque también tendrás que pagar por adelantado.

—Kazuo pensó en el doctor Sato y lo echó mucho de menos—. ¡Vuelve a sacar la cabeza por la ventanilla! ¡Ésa es la medicina que podemos darte!

—Además —añadió el conductor—, dentro de nada tendrás que apearte.

¿Se lo iban a quitar de encima sin más?

—Estoy bien —mintió.

—No me importa cómo estés. Lo que te digo es que estamos cerca.

¡Estaban llegando!

—¿No pueden llevarme hasta Karuizawa? —se atrevió a proponer.

—No me gustan los agentes del Kempeitai.

—Pero si la guerra ha terminado...

—¡Yo a ese lugar no me acerco! —chilló, haciendo que Kazuo volviese a esconder la cabeza entre las rodillas.

Se llevó la mano al bolsillo en el que guardaba su pequeño haiku enrollado. Necesitaba sentir su fuerza. A pesar de la emoción por saber que estaba llegando a su destino después del interminable periplo —¡dónde quedaba el humo de la locomotora ocultando la estación de Nagasaki!—, volvía a hundirse en la pesadilla de la fiebre.

Unas gotas en el parabrisas.

En unos segundos estaba lloviendo a cántaros. Subió a toda prisa el cristal. ¿De dónde habían salido las nubes? De repente se veían obligados a sortear corrientes y resistir envites huracanados. Entonces sí que sintió ganas de vomitar. De nuevo los onis, tengus, gakis... ¿Se habían desviado por algún sendero que conducía al infierno? Temblores, convulsiones. La tormenta arreciaba pero él escuchaba cada vez más lejano el estruendo de las gotas acribillando la carrocería, cada vez más lejano, más lejano, hasta que se vio envuelto en un vacío neumático que de repente se llenó de luz. Fue entonces cuando vio el rostro de la pequeña Junko flotando en el aire, acercándose despacio. ¿Vienes para llevarme contigo?, preguntó emocionado. Pero ella no contestaba. No sonreía. ¿Qué te ocurre? Iba vestida de blanco, con un pañuelo triangular en la frente...

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