Ojeó un periódico virtual. Corrió el cursor por la sección de Internacional y se detuvo en uno de los titulares:
«INTERPOL lanza una alerta mundial contra Gadafi».
Leyó el artículo completo y volvió a la portada. Justo antes de cerrar se fijó en una curiosa noticia de la sección de Cultura que había pasado por encima:
«Científicos japoneses descubren de qué murió Hachiko».
Tras lo ocurrido en Tokio le daba cierto recelo leer una noticia que provenía de allí, pero accedió al contenido. Hablaba de un perro nipón que se hizo famoso en los años treinta por su legendaria lealtad. Emilian había visto su estatua en la estación de Shibuya y sabía que había inspirado dos películas: una japonesa y otra muy reciente americana. Durante años había esperado cada día en la puerta de la estación ferroviaria a que su dueño, un profesor de universidad, volviese del trabajo. Pero lo fascinante era que tras el fallecimiento de éste, el animal siguió acudiendo allí todos los días durante una década para esperarlo. El científico Kazuyuki Uchida había desvelado, tras examinar los órganos del animal —preservados como los de un santo—, que la causa de su muerte fue el cáncer y no la perforación de su estómago por un hueso de pollo yakitori, como hasta entonces se había creído.
Aquellos párrafos le arrancaron una sonrisa. Contempló la fotografía. Aparecía una multitud alrededor de la estatua del perro. Lo trataban como a un héroe, y tal vez no era para menos. ¿Cabría semejante fidelidad en un ser humano? En Japón sí, se contestó a sí mismo. El matrimonio nipón estaba sustentado en un sentido extremo de la fidelidad, que era una opción y un acto de entrega, y dejaba de lado el enamoramiento, considerado una ficción psicológica pasajera. Y no por ello resultaba menos romántico. A los japoneses les emocionaba ver que una pareja era capaz de mantener intacta esa devoción.
De repente se sintió como si el viento hubiese abierto una ventana en su cabeza y le estuviese llenando el cerebro de hojas, removidas en los momentos previos a una tempestad. Era Mei.
Mei y sus hojas y sus flores secas, su piel de porcelana y su presencia volátil.
Se había esforzado en no pensar en ella durante toda la semana, pero ahora aprovechaba la primera rendija abierta para escapar de su prisión. Los olores de la cena kaiseki invadieron la habitación y Emilian se sintió de nuevo vagando entre los cuencos de laca, mareado por el cromatismo de la comida y la charla de su variopinta familia, magnetizado por la cadencia que su abuela imprimía a las palabras. Aquella anciana convertía en poesía el horror. El horror...
Tras pensarlo unos segundos abrió el buscador y, queriendo creer que le movía la mera curiosidad, tecleó «Junko+Nagasaki».
Le abatió descubrir que aparecían decenas de miles de resultados. Encabezaba el listado un perfil de red social que desde luego no se correspondía con la anciana. Aquel nombre, Junko, era más común de lo que había supuesto; y lo peor es que no conocía su apellido. Morimoto —el de Mei— provenía de la familia de su padre, la otra rama del clan. Desplazó el ratón hasta el botón de cerrar, pero las hojas dibujaron nuevos remolinos en el interior de su cabeza. Un intento más, se dijo. Reinició la búsqueda añadiendo otras palabras. Probó sin éxito con «afectados bomba atómica», «huérfanos» y otros vocablos referentes a la tragedia, los cuales seguían arrojando un sinfín de enlaces. Hizo memoria y recordó el comentario de la madre de Mei sobre la entrevista que le hicieron a la anciana para la televisión. El programa se llamaba Universos, y por el tono que empleó debía de ser bastante conocido en Japón. Tecleó «Universos+Junko+Nagasaki».
—Aquí estás... —celebró ante el primer enlace del nuevo listado que se desplegó en la pantalla.
Era un extracto de la entrevista que se incluyó en el programa, a todas luces una réplica nipona de Cosmos, la serie documental de divulgación científica de Carl Sagan. Había sido emitida en agosto de 1995. No había duda. El fotograma congelado que hacía las veces de carátula mostraba un primer plano de la abuela Junko, bastante más joven pero con la inmutable máscara de Nagasaki estampada en el rostro. El título: «Sobrevivir a un holocausto nuclear».
La grabación comenzaba con ella y el presentador sentados en el tatami de una habitación vacía. Sin cojines, con las piernas cruzadas en el suelo. Emilian se dio cuenta al momento de que era la casa en la que ahora vivía su nieta Mei. El que accionaba la cámara jugó con el zoom para captar la mejor toma de Hitonari Sada, un famoso doctor en Física con espacio propio en la NHK, la cadena estatal.
«Dicen que el primer error de quien nunca ha padecido los efectos de una bomba nuclear es pensar que se trata de un explosivo convencional, aunque de mayor potencia», dijo por fin el presentador, abriendo la charla.
«Cuando has vivido ambos tipos comprendes bien la diferencia», continuó la anciana con el mismo tono que hipnotizó a Emilian en el restaurante.
«Los explosivos convencionales provocan una onda similar al sonido, una repentina expansión del aire que golpea lo que encuentra a su alrededor como un puñetazo», explicó Hitonari Sada a la cámara con aire docente, introduciendo a los espectadores en el tema. «Sin embargo, la onda de una bomba atómica es más bien una mano gigante que aparece de pronto y estruja toda una ciudad como si fuera un papel. La exprime, extrayendo hasta la última gota de vida. Tras el estallido de una bomba atómica, el aire del epicentro se calienta en nanosegundos hasta más de cien millones de grados centígrados, por lo que su expansión se prolonga de forma insólita. Tanto, que le da tiempo a envolver por los cuatro costados a todo ser vivo y construcción que encuentra en su camino a lo largo de varios kilómetros.» Se dirigió a la anciana. «Esta es la teoría, pero ¿cómo se percibe algo así en la realidad?» «Lo ha explicado usted muy bien», contestó la anciana. «Estruja a todo ser vivo y construcción: a los soldados, cerezos, triciclos y los grandes peces naranjas de los jardines. A los bebés, garzas, universidades y las barritas de incienso recién clavadas en la arena de los santuarios. Los tritura, a todos ellos, y los destierra de este mundo, expulsando sus restos hasta el infinito.»
La imagen de la grabación vibró durante unos segundos por la mala calidad de la copia. A Emilian le pareció un efecto colateral de la explosión.
«Y después de la destrucción viene el hongo», siguió el presentador volviéndose de nuevo hacia la cámara, modulando las palabras con delicadeza para no parecer insensible. «El aire incandescente del epicentro se eleva, dejando un vacío que, una vez ha pasado la onda expansiva, se llena de golpe de aire frío. Es entonces cuando se forma el reflujo, un nuevo huracán que aviva las llamas de los incendios y termina de destruir las construcciones que aún permanecen en pie mientras la corriente arrastra hasta el cielo cantidades ingentes de polvo y ceniza.»
Le dio paso nuevamente a la anciana.
Emilian permanecía con los ojos clavados en la pantalla.
«El hongo trajo la oscuridad», completó ella con profundidad, como si lo tuviera de nuevo a un paso tapando el sol, a pesar de las décadas transcurridas. «La negrura en el exterior, ocultando los campos y el mar bajo una capa carente de color, pero también la negrura dentro de uno mismo. Tan sólo los incendios servían de antorcha para marcar el camino de las almas hacia el Más Allá.»
Durante los segundos siguientes pareció que el vídeo se hubiera detenido, pero en realidad era Emilian quien se había escabullido momentáneamente de la rueda del tiempo, paralizado por un testimonio que hacía suyo por los cinco sentidos. Así debían de percibirse los efectos de una bomba atómica, de forma simultánea por los cinco sentidos y al mismo tiempo por ninguno de ellos. Un espanto semejante trascendía toda proporción humana.
El presentador reaccionó y se dirigió a los televidentes:
«Antes les he hablado de cien millones de grados. ¡Y tengan en cuenta que el sol de nuestra bandera tan sólo alcanza los veinte millones! Pues bien: aun así, por muchos grados que se alcancen, eso no supone ni con mucho el cénit de la bomba. La mayor parte de su energía se libera en forma de radiación.» Se volvió de nuevo hacia la abuela Junko. «La mayor parte de su energía y también la mayor parte del veneno.»
Ella dejó caer la mirada hacia el suelo, tratando de disimular bajo una extrema seriedad las primeras emociones furtivas, y comenzó a hablar más rápido.
«La radiación penetró en nuestros cuerpos. Los primeros días asesinó a los que estuvieron más expuestos al estallido y al resto nos provocó leucemias y otros horrendos cánceres. A veces me pregunto si no hubiera sido mejor...»
Se detuvo. El presentador salió al paso.
«Ya ven que nuestra invitada es una luchadora que ha logrado sobrevivir para poder contárselo hoy. Como reza el dicho, quien olvida su pasado está condenado a repetirlo.»
«¿Una luchadora?», le preguntó ella.
Un silencio incómodo.
«Según tengo entendido, usted lo perdió todo y aun así logró salir adelante. Ha formado una familia», acertó a decir Hitonari Sada haciendo acopio de su experiencia televisiva.
«¿Sabe la cantidad de veces que me he arrepentido de ello?»
El presentador recolocó azorado su micrófono de solapa.
«¿De verdad se ha sentido así?»
«Las células reproductoras son las que sufren las aberraciones más severas, con lo que ello implica para la carga genética que se transmite a tu descendencia. Le aseguro que pasé muchos años sin poder mirar a mi hija a los ojos.»
a mi hija
a los ojos
En ese instante se cortó el vídeo. De súbito, sin despedidas. Quizá las hubo, e incluso antes hablaron durante mucho rato, o quizá el presentador se levantó despacio en ese mismo instante y regresó a los estudios de la NHK para montar la entrevista sin pronunciar una sola palabra.
Emilian se reclinó en la silla.
El horror..., volvió a pensar. El peor horror dentro de uno mismo, como había dicho la abuela Junko, revivido cada día.
Pensó en la conversación que tuvo con Mei tras huir de la cena kaiseki. El destino irrevocable... Le pidió ayuda para cambiar el de la anciana y él se la negó. Ya se estaba arrepintiendo.
Si no hubiera sido por ella, nunca habría escuchado el consejo de las quince rocas del jardín zen: actúa, confía en que tarde o temprano llegarán los resultados. Era obvio que no estaba haciéndoles caso, al menos no como debía. Comenzaba a creer que Mei había aparecido en su vida por algún motivo. No alcanzaba a comprenderlo pero estaba ahí, latente... como poniéndole a prueba. Recordó la historia del haiku publicado en el preámbulo del concurso de la OIEA. ¿Habría encontrado Mei a aquel chico de Nagasaki reconvertido en mecenas? Seguro que no. Si sus datos estaban catalogados como confidenciales en la Agencia de Energía Atómica, nadie que no perteneciera a la organización podía acceder a ellos.
Abrió el buscador para ver si encontraba algo acerca del concurso. Según lo que le había mostrado Mei, versaba sobre transporte de residuos radiactivos y estanqueidad de los contenedores. No fue difícil localizarlo. En un minuto había encontrado el pdf con el mismo texto preliminar que había leído en Tokio la noche del cumpleaños de la anciana. Allí estaba el haiku escrito por la abuela la víspera de la bomba atómica. Lo leyó de nuevo y se estremeció.
Dudó.
Cogió el móvil.
Dudó de nuevo.
¿Qué demonios iba a hacer?
Marcó un número que tenía guardado en la libreta.
2-2-9-1-7-4...
—Organismo Internacional de Energía Atómica de Naciones Unidas —contestaron al otro lado.
—Quería hablar con el señor Baunmann.
—¿Tiene su extensión?
Se la dio. Sonó una música tranquila. Si había alguien a quien acudir para enterarse de cualquier cosa relacionada con la energía atómica, ése era Marek Baunmann. Llevaba años trabajando como técnico de la sede del OIEA en Ginebra. Estaba ubicada en el Palacio de las Naciones y se dedicaba a potenciar esa fuente energética con fines de paz y prosperidad, como decía su carta de compromiso, evitando toda injerencia militar y concentrándose en hacer cumplir un complejo protocolo de seguridad y protección ambiental. Marek también había trabajado en su día para el IPCC —ahí fue donde se conocieron—. Fiscalizaba los programas de asesoramiento a los gobiernos interesados en fomentar los programas nucleares con el objetivo de reducir las emisiones contaminantes.
—Marek Baunmann —le sorprendió otra voz.
—Hola, Marek, estaba seguro de que te encontraría trabajando un viernes por la tarde. Hay cosas que nunca cambian.
—¿Quién eres?
—Emilian.
—¡Qué sorpresa! Ya me lo parecía. —Aparcó de inmediato el tono festivo—. ¿Qué tal estás?
—Bueno, he pasado temporadas mejores.
—Siento mucho lo que ha pasado. Te estoy defendiendo con la gente del Panel.
—Lo sé. —Suspiró—. Tengo que pedirte un favor. ¿Puedes hablar ahora?
—Sí, sí. Dime.
—Necesito que localices unos datos en los archivos de la Agencia. Pero sólo si no te va a robar demasiado tiempo.
—¿De qué se trata?
—Datos personales de un mecenas.
—¿Cómo?
—El patrocinador de uno de vuestros concursos. Tiene sus datos protegidos.
—¿Estás interesado en alguna de nuestras propuestas?
—No es para mí, y en realidad lo que busco no tiene que ver con el premio en sí. Es algo un tanto extraño... No lo quiero para nada irregular, no te asustes.
—Ni se me había pasado por la cabeza.
—Es para una amiga.
—Vaya... entonces tendré que esmerarme.
—No voy a presentártela, no te hagas ilusiones.
Marek rió.
—¿Cómo se llama ese mecenas?
—Victor Van der Veer, pero en la actualidad debe de utilizar otro nombre. Eso es precisamente lo que necesito saber. La chica de la que te hablo está tratando de ponerse en contacto con él, pero no encuentra el modo de localizarlo. Si pudieras darme su nombre actual y un teléfono, dirección... Lo que puedas.
—No te preocupes, trataré de conseguirlo todo. ¿De qué concurso se trata?
—El de transporte de residuos radiactivos y estanqueidad de contenedores.
Le dio la referencia que aparecía en la página de la Agencia.
—Sé cuál es —le confirmó Marek.
—Perfecto. Ya me dirás algo cuando puedas. ¿Mantienes la misma dirección de correo?