Cuando por fin llegó al edificio de oficinas comprobó que tal y como le había dicho Hatayama, estaba milagrosamente en pie e incluso conservaba la sirena en el tejado. Parecía la entrada al túnel del terror de la feria. La puerta de metal, cuyos goznes habían sido arrancados de cuajo, yacía arrugada como un papel en la sala de trabajo. Los armarios y las máquinas de imprenta con sus piezas derretidas semejaban enormes pasteles que han estado demasiado tiempo en el horno. Entre unos y otros, los cuerpos carbonizados mantenían la misma postura en la que fueron sorprendidos por el huracán de fuego que hizo estallar las ventanas.
Al fondo, otra puerta de hierro.
Abierta, de bajada al bunker.
Descendió despacio la escalera de piedra. Cuando llegó al final y lanzó una primera mirada a la galería se le cayó el alma a los pies. ¿De veras se encontraba en el único bunker de la ciudad que había cumplido su cometido? No era sino un túnel con un asiento corrido en su pared izquierda, iluminado por un puñado de velas que proyectaban sombras cambiantes en el cemento. Los supervivientes permanecían sentados en hilera, esperando como muñecos de cera a que la situación se estabilizase en el exterior. Eran muchos menos de los que esperaba encontrar. Seguro que la mayoría de sus compañeros, al igual que hubo de ocurrir en otras oficinas y fábricas de la ciudad, renunciaron a ponerse a cubierto apostando a que los dos bombarderos solitarios que se avistaron entre las nubes estaban en misión de reconocimiento.
Desde un primer momento supo que Junko no estaba allí. Aun así repasó uno por uno los rostros de las chicas más jóvenes. Aparte de tener bastante más edad que su pequeña princesa, no se le parecían en nada. Ojos diferentes, piel diferente, orejas diferentes. Maldito aprendiz de samurái..., se reprochaba a sí mismo. ¿Cómo había dejado que se la arrebataran en la primera batalla?
Se fijó en el resto de los supervivientes. Atesoraban los fetiches más esperpénticos, objetos personales que escondían en un cajón de sus mesas de trabajo y que siempre bajaban consigo para protegerlos ante los eventuales bombardeos: una pequeña jaula con una rata blanca que mordisqueaba una hoja —Kazuo pensó que nunca volvería a ver una hoja—; una muñeca de trapo con un vestido de teatro No; una fotografía partida en dos, que su dueño se afanaba de forma obsesiva en unir con exactitud por la parte rasgada. Se detuvo delante de una mujer de expresión ausente que sujetaba el pequeño espejo que había sacado de un neceser y se pintaba la cara como una geisha, blanco el rostro, los labios rojos. Era el primer brochazo de color que Kazuo recordaba haber visto desde el resplandor.
—¿Alguien conoce a una chica llamada Junko? —preguntó. No obtuvo respuesta. El hombre de la foto partida le dedicó una mirada de complicidad desde los confines más profundos de la desdicha—. Junko —repitió, mirando a un lado y a otro de la hilera de supervivientes—, es así de alta —hizo un gesto con la mano—, pelo negro brillante, ojos negros. ¿Nadie la ha visto? ¿Saben si ha estado aquí?
Nadie contestó. Incluso habían dejado de mirarle. Dio media vuelta y comenzó a desandar el camino hacia la escalera arrastrando los pies.
—Chico... —oyó a su espalda.
—¿Quién me llama? —Se volvió.
La que había hablado era la mujer maquillada de geisha. Retuvo sus palabras durante unos segundos, como si estuviera dando tiempo a que se reorganizaran sus pensamientos.
—¿Hablas de la hija de esa joven que hace arreglos florales?
—Sí —contestó mientras una oleada de calor corría por sus venas.
—Tenía un kimono rojo precioso.
—¿Un kimono?
—De seda bordada, tan fino como las obras de su madre.
Estaba claro que aquella mujer había perdido el juicio.
—Ella nunca lleva kimono... —se lamentó Kazuo.
—El otro día sí lo llevaba —afirmó ella con una rotundidad aplastante.
—Hace tiempo que está prohibido llevar kimono —intervino la mujer que tenía en sus manos la muñeca, mientras la agitaba en el aire de forma violenta.
¿Prohibido? Kazuo, paradójicamente, se sintió esperanzado. Pensó en Junko proponiéndole escapar del colegio a la hora del recreo, queriendo convertir su encuentro en algo especial...
—¿Dónde la ha visto? —preguntó a la primera.
—Esta mañana, de pie frente a la puerta de la catedral de Urakami. Yo había salido de la oficina para llevar una caja de impresos al sacerdote cristiano y me llamó la atención que vistiera así. Ya sé que está prohibido —añadió, dirigiéndose a la otra mujer sin llegar a mirarla—, pero a esa chica deberían permitírselo. Era una delicia verla.
Nada más terminar la frase volvió a contemplarse en el espejito de tocador.
—¿Qué hacía en la catedral de Urakami? —se extrañó Kazuo, no llegando a digerir la información—. ¿Habló con ella?
—Supongo que esperar —dijo la mujer mientras retocaba la línea del pintalabios—. Hay personas que presienten la llegada de la muerte.
Kazuo llevó la mano al bolsillo donde había guardado el pliego del haiku y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Salió disparado, subió los escalones de tres en tres, pasó junto a los rodillos con forma de pastel quemado y saltó a la calle. De nuevo el viento caliente, los susurros de espíritus suspendidos en la neblina. La desolación intentó cegarle, pero él, provisto de una nueva coraza, corrió con la renovada fe de un cruzado a través de la oscuridad hacia la catedral cristiana.
¿Qué hacías en la catedral?
¿Qué hacías en la catedral?
Kazuo no dejaba de repetírselo mientras atravesaba el humo de los incendios próximos y esquivaba las esteras de los supervivientes y los montones de yeso que quedaban tras quemar la madera de las casas.
Nagasaki era una de las ciudades más devotas de Asia, y la catedral de Urakami, el resultado de varios siglos de lucha en pos de la libertad de culto. Kazuo, educado por el doctor Sato y su esposa en los dogmas del budismo y el sintoísmo, no tenía contacto con los católicos que vivían en el valle, pero conocía los aspectos básicos de su religión por haberlo estudiado en el colegio. No era para menos, ya que los primeros cristianos que desembarcaron en Nagasaki abanderados por san Francisco Javier influyeron de forma trascendental en el desarrollo de la ciudad. En un principio, tanto el shogun como el emperador estuvieron de acuerdo en que era conveniente darles permiso para fundar una misión, confiando en que de ese modo favorecerían las relaciones comerciales y reducirían el poder de los monjes budistas. Pero con el tiempo fueron considerados una amenaza colonialista y comenzó una despiadada persecución que terminó con la crucifixión de veintiséis fieles, entre ellos tres niños. Aquel castigo ejemplar soliviantó al pueblo y causó un efecto contrario al deseado, ya que vino a reforzar la fe de una comunidad que a pesar de las prohibiciones y del aislamiento de Japón, nunca llegó a extinguirse. Más aún, se hizo tan fuerte que a principios del siglo XX luchó para construir en Nagasaki el templo cristiano más grande de Asia.
Cuando llevaba un rato corriendo se encontró perdido. Se encaramó al chasis calcinado de un tranvía para ganar ángulo de visión, sujetándose a los raíles que, de tan retorcidos, trazaban esperpénticas formas de serpentina.
—El río —dijo para sí—. Tengo que estar cerca del río.
Se refería al río Urakami, que daba nombre al valle y al templo cristiano. Si conseguía llegar hasta su ribera podría seguirla en dirección norte hasta un enclave en forma de curva que marcaba con exactitud el lugar donde, tierra adentro, estaba construida la catedral. Intentó trazar sobre un mapa imaginario el camino que había recorrido hasta entonces. Escudriñó a través de la oscuridad. Tiene que estar por aquí, la bomba no ha podido borrar el río, repetía una y otra vez, asido sin moverse a los hierros del tranvía que de repente, como las almenas de una fortaleza, le ofrecían una tranquilizadora defensa. En ese momento, los primeros rayos del amanecer se abrieron paso a través del paraguas de hollín y le permitieron ver el agua.
En su rostro se dibujó una sonrisa. Era agua corriendo, la naturaleza le hacía un guiño para mostrarle que no todo había sucumbido a la bomba, que quizá hubiera vida más allá del valle. Con el humo desplazándose sobre el cauce parecía una de aquellas pozas naturales a las que acudían de excursión a tomar baños de vapor. Cerró los ojos un instante: recuerdos de árboles altos y de agua transparente... El espejismo duró poco. Pronto comprobó que el río tampoco se libraba del caos. Al igual que horas antes había visto en la bahía, algunos supervivientes se acercaban desesperados a beber y, dada la gravedad de sus quemaduras, morían al ingerir los primeros sorbos. ¿Cómo podía ser tan ingenuo como para creer que todavía existían árboles y agua transparente? La ribera estaba poblada de cadáveres y miembros sueltos. ¿Sería alguno de aquellos brazos sin dueño uno de los de Junko?
Saltó de la panza resquebrajada del tranvía y anduvo lento entre el desfile de fantasmas. Siguió el curso del río hasta que llegó al enclave en curva desde el que debía volver a adentrarse en el valle. A medida que se acercaba a la catedral aumentaban sus dudas acerca de encontrarla allí. Empezó a hacer cábalas sobre el estado en el que habría quedado tras la explosión; sobre si los sacerdotes cristianos dispondrían de refugio antiaéreo, imaginando a su princesa acurrucada en el interior de una de esas casetas de madera a las que los fieles iban a confesar sus pecados. Supo que estaba llegando cuando percibió el murmullo de los rezos de los contados católicos que habían sobrevivido y se habían acercado hasta el templo. ¿Por qué lo hacían? ¿Qué dios merecedor de una oración habría permitido algo así? Por un momento pensó que quizá las bombas de los aliados no destruían las catedrales cristianas, pero pronto se encontró frente a un enorme montón de escombros igual a los otros que poblaban la ciudad. La parte izquierda de la fachada principal se había mantenido erguida, desafiando el poder destructivo del hongo, pero el resto del edificio estaba hundido. Se introdujo con parsimonia en lo que había sido la nave principal. En el centro se agitaba una hoguera alimentada con maderos astillados de los bancos. No quedaba nada entero salvo la inmensa cúpula que, derrumbada sobre los restos del altar, yacía en el suelo con su parte cóncava hacia arriba como una gran boca agonizante.
Más de trescientos años de historia, treinta años de sacrificio para levantar su catedral, relegados al olvido en menos de tres segundos.
uno
dos
tres
La rodeó despacio al tiempo que examinaba todo lo que encontraba a su paso: cabezas de santos que le contemplaban desde el suelo con expresión melancólica, la cajita del almuerzo de un escolar con el arroz carbonizado en el interior, la estatua entera de un San Juan con un halcón, una cruz con su Jesucristo decapitado... Entretanto no dejaba de escuchar los rezos, la cansina melodía suspendida a poca altura que ligaba aquellos objetos como si fuesen las cuentas de un rosario.
Estuvo a punto de pisar algo que, en el último momento, llamó su atención.
Era el reloj de la catedral.
Seguía marcando las once horas y dos minutos.
La hora de la luz, detenido el tiempo del hombre, dando comienzo el del purgatorio que preconizaban los cristianos.
Las once y dos...
Decidió que Junko nunca había estado allí, que la niña que recordaba haber visto la mujer vestida de geisha no era ella. Los rezos le taladraban el cerebro. Se llevó las manos a las sienes y, en ese mismo momento, sufrió un violento zarandeo que le arrancó los pies del suelo. Primero pensó que se trataba de un nuevo estallido, pero al instante comprendió que sólo era alguien que le había agarrado por detrás.
—¡Suéltem...!
Una gran mano callosa le tapó la boca. Kazuo trató de zafarse, pero apenas podía agitar las piernas. Quienquiera que fuere le estaba apretando el cuello con tanta fuerza que parecía querer incrustarle la nuez en la garganta. El chico soltó un chillido agudo y desesperado.
—¿Cómo tienes el valor de venir aquí? —le espetó el atacante como si le conociera.
Kazuo le mordió y se hizo un hueco entre la mordaza de dedos.
—¡Suélteme!
—¡Asesino! —le acusó el otro.
Consiguió volverse a duras penas. No había visto en su vida a aquel hombre. Era un japonés de mediana edad, no muy robusto pero fibroso y fuerte como para mantenerlo alzado sin esforzarse. Tenía gran parte de la cara quemada. El ojo derecho se había disuelto en lo que asemejaba una caverna volcánica, bordes negros y rojo el interior.
Se les acercaron algunos fieles.
—Suéltelo, por favor —rogó uno con el torso desnudo—. Ya hemos vivido suficiente violencia...
—¡Calla tú también!
—Es poco más que un niño —insistió de forma un tanto pusilánime.
—¡Es uno de los que nos han hecho esto! ¿No has visto su pelo? ¡Es dorado, como el de los asesinos de nuestras familias!
Le presionó aún más el cuello. Kazuo, viendo que no podía respirar, echó de golpe la cabeza hacia atrás y tuvo la suerte de chocar contra la nariz del atacante. Por el ruido que hizo supo que se la había roto. Aquél se llevó las manos a la cara y Kazuo aprovechó para escurrirse hacia abajo y alejarse a cuatro patas sobre los cascotes. Trató de ponerse de pie, pero tropezó con un hierro y se dio de bruces justo donde estaba el reloj semienterrado. Seguía marcando las once y dos minutos, como en una pesadilla en la que jamás pasa el tiempo. El atacante, que no dejaba de arrojar sangre por la nariz, se abalanzó sobre él. El chico hizo un quiebro y logró esquivarlo. El otro se estampó contra el suelo, pero reaccionó con rapidez y se estiró lo suficiente para agarrarlo por el tobillo.
—¡Ahora sí que voy a matarte!
Le volteó con facilidad y se colocó sobre su pecho, aprisionándole los brazos con las rodillas y el cuello con ambas manos.
—¡No puede juzgarlo por tener el pelo dorado! —siguió defendiéndole el del torso desnudo.
—¡Soy agente del Kempeitai y puedo juzgar a quien quiera!
Esas palabras causaron un efecto instantáneo en el cristiano, que se detuvo en seco guardando una distancia prudencial. Aquella bestia resultaba ser uno de los policías militares dedicados a la caza de opositores al gobierno imperial.
—Tenga piedad...
—¿Qué piedad merece un espía? —arengó.
Kazuo no entendía nada.