—Te ruego que me dejes volver a mi hotel.
—Antes tengo que contarte algo.
Emilian la sujetó de los brazos y le habló con suma gravedad.
—No tienes ni idea de la dimensión de los problemas que estoy atravesando.
—Deja que te ayude.
—No me conoces, Mei. ¿Cómo pretendes ayudarme?
—Convenciéndote para que seas tú quien me ayude a mí.
Emilian se quedó pensativo. Era lista. La glamurosa propietaria de la galería de arte creía en él justo cuando todo el mundo le daba la espalda... El taxi se detuvo a su lado. El conductor bajó la ventanilla y estiró el cuello. Emilian le dedicó un gesto incierto y aquél, viendo que no se decidía, aceleró y siguió su camino.
—¿Ves? —gritó enfadado—. ¡Ahora tendré que esperar hasta que pase otro!
—Necesito encontrar a ese chico holandés —sentenció ella.
La calle se quedó muda.
—¿Qué?
Mei respiró hondo y allí mismo, entre la acera y la calzada, le contó la historia de Victor Van der Veer, después llamado Kazuo, una historia que nadie más que la propia Junko y ella conocían. Le contó cómo acudía a la loma cada día para observar los movimientos de los pows, y también cómo aceptó sumergirse en el juego de los cuatro haikus, todos sobre la muerte que espera al final, sin saber que quizá estaban convocándola con aquel ingenuo ceremonial, y cómo la víspera del estallido su abuela le entregó el cuarto para dotar a los otros tres de su verdadero sentido. Y cómo Kazuo debió de leerlo en su casa la noche de las estrellas fugaces, pero nunca pudieron compartirlo, y tampoco pudo decirle que no fue la madre de Junko la artífice del juego, como le mintió el primer día para que él se lo tomase en serio, sino que era ella misma la que iba extrayendo cada haiku de un viejo libro sin tapas, una antología de poetas zen del Japón antiguo que había leído cientos de veces y cientos de veces le había emocionado.
—Mi abuela lleva más de sesenta años esperándole —concluyó.
—No quiero resultar insensible, pero se trata de un amor adolescente.
—No es sólo eso —respondió Mei con firmeza—. Estoy hablando de la frustración que produce la irrevocabilidad del destino. No puedes imaginar lo que es vivir tanto tiempo con la incertidumbre de no saber qué habría pasado si la bomba no hubiese estallado.
—Pero son tan mayores...
—Lo que menos importa es el tiempo que les quede en este mundo. ¿Qué hay más relativo que el tiempo, y más aún cuando se trata del amor? Fueron arrancados el uno del otro. Tengo que encontrarlo antes de que ella muera.
—¡Es él quien está muerto! —se crispó Emilian, luchando contra el desasosiego que le provocaban tanto la propia historia como la absurda pretensión de Mei—. ¡Volatilizado por la explosión o en un enterramiento colectivo!
Mei sacó un folio que llevaba doblado en cuatro en el bolsillo de su pantalón y se lo ofreció de forma enérgica.
—A ver qué me dices ahora.
—¿Qué es esto?
Emilian lo cogió y le echó un vistazo cansino. Era un texto extraído de la página oficial de Naciones Unidas, en concreto de la sede ginebrina de la OIEA, la Agencia Internacional de Energía Atómica. Mei había impreso las bases de un concurso de prototipos para transporte y almacenamiento de material radiactivo procedente del desarme nuclear de las grandes potencias, con especificaciones sobre precinto y enterramiento de los contenedores y otras cuestiones técnicas. Era lógico que, dado el perfil familiar, estuvieran al tanto de esos temas, pero ¿qué tenía que ver aquella convocatoria con el amor adolescente de su abuela?
—Cuando leí el preámbulo no podía creerlo —se adelantó a contestar Mei—. Se me paró el corazón al verlo escrito.
—¿A qué te refieres?
—Al cuarto haiku.
—¿El poema que tu abuela entregó al chico holandés?
—El mismo. Una tras otra las palabras que Kazuo se llevó a casa la última vez que mi abuela y él se vieron en la loma. Señaló un párrafo para que Emilian lo leyera. Él accedió. Quienes vivimos en este paraíso natural que es Suiza hemos comprendido desde niños que el planeta no nos pertenece, sino que nosotros le pertenecemos a él. Pero aún queda mucho trabajo por hacer. Como decía un viejo haiku japonés, «Gotas de lluvia, disueltas en la tierra nos abrazamos». Invirtamos nuestros esfuerzos en mantener limpia la Tierra para que, cuando llegue el momento de regresar al origen, no haya nada que adultere el abrazo que nos fundirá para siempre con aquellos que hemos amado más allá de los confines de los mapas y del tiempo de los relojes.
—Ya lo has visto —concluyó Mei—. El patrocinador utilizó el haiku para ilustrar el espíritu del premio. Pero está claro que antes que eso se trata de un mensaje para mi abuela, una llamada de auxilio mutuo que dice: «Aquí estoy, aquí sigo, aún vivo, esperándote».
Calló, aguardando la reacción de Emilian.
—No quiero decepcionarte —razonó éste—, pero sin duda el redactor de estas bases también leyó la antología de poetas zen de la que tu abuela extrajo los haikus. Y el hecho de que haya escogido el mismo que ella no deja de ser una casualidad.
—Eso no es posible —replicó Mei con rotundidad.
—¿Por qué no?
—Porque el cuarto haiku lo escribió mi abuela Junko.
Emilian sintió un estremecimiento.
—¿Tu abuela?
Mei asintió.
—Ese haiku no estaba en la antología, Emilian. Fluyó palabra a palabra de lo más profundo de su corazón, fruto del amor que sentía por Kazuo, directo al papel que le entregó la víspera de la bomba.
Emilian releyó el texto mientras asimilaba lo que Mei le estaba contando.
Gotas de lluvia...
—Así que de verdad se trata de la misma persona...
—No hay duda.
—Es una historia impactante —reconoció—. Pero ¿para qué me necesitas entonces? Localiza su teléfono y termina con esto.
—No hay nadie en Suiza con ese nombre.
—¿Te refieres a Kazuo? Prueba con su nombre original.
—Tampoco hay nadie que se llame Victor Van der Veer. Debió de adoptar un apellido distinto cuando regresó a Europa.
Emilian siguió improvisando.
—Pregunta en la OIEA. Si ha patrocinado uno de sus concursos tienen que tener todos esos datos actualizados.
—He hablado varias veces con la sede de Ginebra —le informó ella animada, viendo que iba ganándoselo poco a poco—, pero el hermetismo es absoluto. Dicen que se trata de un benefactor que sólo impone como condición la discreción total sobre su persona. Por eso había pensado que quizá tú, conociendo a tanta gente por tu pertenencia al IPCC...
El IPCC... ¿Cómo podía decirle que acababan de expulsarle del panel de expertos? Todos sus fantasmas aprovecharon para abalanzarse de nuevo sobre él. Y, para rematar, se sintió de nuevo utilizado.
—Si querías pedirme que me valiese de mis contactos no necesitabas conmoverme trayéndome a conocer a tu abuela.
—No trataba de jugar sucio, las cosas han ido saliendo así.
Lo dijo con una suavidad extrema, tanta que consiguió que Emilian la mirase como hasta entonces no lo había hecho: percibiendo su piel tan cerca, tan blanca, de repente erizada, como pidiéndole que le acariciase el rostro, el cuello, los brazos, para que se evaporase la tensión. Por un momento sintió una conmovedora atracción y pensó con pena que en otras circunstancias podría haber surgido algo entre ellos.
La miró fijamente a los ojos y le habló con gravedad.
—¿Sabe tu abuela Junko que estás haciendo esto? —Mei se quedó callada el tiempo suficiente para que no fuese necesario contestar—. No puedo creerlo...
Se giró como para marcharse.
—Emilian, espera...
Se volvió.
—¡Lo menos que puedes hacer después de todo lo que ha sufrido es respetarla! ¿Y si encuentras a ese hombre y ella no quiere verle?
—¡Claro que quiere, lo necesita! Pero no puede pedírmelo directamente, sería como traicionar a su familia. Bastante esfuerzo supuso para ella contarme la historia completa el día que se decidió a hacerlo. No me hagas explicarte todo lo que ha pasado por su cabeza durante estos sesenta años... Tienes que confiar en mí —volvió a susurrarle con el mismo tono infalible.
Emilian cedió por fin al deseo de acariciar aquel rostro impoluto, pero apenas fue un roce tímido.
—Te aseguro que me has sobrevalorado.
—Tú al menos estás dentro, podrás introducirte en los archivos. Seguro que conoces a alguien que...
—No, Mei.
Ella respiró hondo.
—El otro día, cuando te dije que nadie hubiera podido cambiar el curso de las nubes que se abrieron sobre Nagasaki y permitieron al piloto divisar el objetivo, tú dijiste que siempre hay una posibilidad de intervenir en el destino.
—Yo ya no tengo destino, Mei. El que me había forjado se ha derrumbado piedra a piedra. ¿Cómo podría intervenir en el vuestro?
—Pero...
—Lo siento de verdad, no puedo ayudarte.
Le devolvió el folio y echó a andar calle abajo acompañado por un inquietante siseo que llegaba del cementerio de Yanaka.
Quizá fueran las hojas deslizándose sobre las lápidas; quizá los muertos decepcionados.
—Aquellas palabras perdidas... —murmuró en ese momento la abuela en el interior del restaurante, y siguió removiendo con los palillos una salsa de tonalidades anaranjadas que condensaba en cada gota las noches tenues del viejo Japón.
Nagasaki, 12 de agosto de 1945
C
uando llegó al pie de la montaña se detuvo y miró un instante hacia arriba. Dijo adiós a la clínica. Renunciaba a la protección de las alturas, pisaba la tierra donde germinaban los círculos de la muerte, pero Junko merecía mil veces todos los riesgos. Trató de orientarse en la oscuridad. El polvo le secaba los ojos y olía como si alguien estuviera quemando carne podrida en una brasa. Y luego estaban aquellas inmensas nubes de moscas que inundaban el aire corrupto, borrachas de placer después de haber mancillado los cuerpos descompuestos.
—
Ganbaru
!—gritó para darse ánimos, como hacían los japoneses cuando se anudaban en la frente la banda blanca que simbolizaba su capacidad de acometer esfuerzos sobrehumanos.
Echó a andar entre las ruinas hacia el barrio en el que Junko vivía con su madre. No sabía hasta qué punto habría resultado afectado por el estallido. Buscó un sendero alejado de los incendios que todavía serpenteaban por el valle. Otra vez vigas, polvo, calor, cables, humo, astillas negras de árboles centenarios. Pasó junto a una pirámide de cadáveres. Los vehículos militares habían conseguido acceder a las zonas próximas al epicentro y los soldados ayudaban en las tareas de incineración, por lo que cada vez había más, desperdigadas por la ciudad.
Aceleró la marcha. Era difícil abstraerse; a cada paso sucumbía a la tortura de reconocer lugares vividos por las marcas que quedaban impresas en el suelo. Algunas familias de supervivientes permanecían en el terruño en el que antes estuvieron sus casas, tumbados sobre precarias esteras. Se fijó en una mujer y un muchacho que tendría más o menos su edad. Le resultó familiar. Tenía la cabeza chata, con las orejas de soplillo y dos dientes de conejo. Junto a ellos, en una esquina del trozo de tatami, habían colocado con esmero dos cráneos y un montoncito de huesos.
El chico japonés se percató de que los estaba mirando.
—¡Ojos de pez! —gritó—. ¡Estás vivo!
Se levantó de la estera y fue hacia Kazuo. Entonces lo reconoció. Iba a su mismo colegio, un curso más avanzado.
—¡Hola!
No sabía su nombre, pero se alegró de encontrarlo tanto como si se tratase de su mejor amigo. Se pararon uno delante del otro y se inspeccionaron de arriba abajo.
—¡Soy Hatayama! ¿No me recuerdas?
—Claro que sí. Eres el que quería ser luchador de sumo.
De eso sí se acordaba. Hatayama tenía la musculatura de brazos y piernas mucho más desarrollada de lo normal para su edad.
—¡No tienes un rasguño!
—En el momento del estallido estaba en una de las colinas.
—Yo estaba bajo una mesa.
—¿Qué hacías bajo una mesa?
—¡Recoger el cuaderno que me había tirado Otake! Quedé acurrucado entre un amasijo de hierros.
Abrió los ojos de par en par y suspiró.
—Me alegro de que estés vivo.
—Murieron casi todos —dijo Hatayama con cierta naturalidad. Kazuo asintió—. ¿Qué haces aquí de madrugada? ¿Por qué no estás en la clínica de tu padrastro?
—Estoy buscando a alguien. —El otro le miró suspicaz—.A Junko, una amiga.
—Sé quién es —dijo resabido.
—¿De verdad?
—¿Qué te piensas, ojos de pez?
Ambos rieron. Primero de forma contenida, al momento con ganas, y después como si se estuvieran volviendo locos. Era la primera vez que ambos reían desde el estallido.
—¿Es tu madre? —le preguntó Kazuo cuando se calmaron, señalando a la mujer de la estera.
—Sí.
—Y las calaveras...
—Son de mi padre y de mi abuela. Vamos dejando ahí los huesos que encontramos bajo los cascotes de nuestra casa.
—Lo siento.
—Gracias.
Permanecieron callados unos segundos.
—He de irme.
—Búscala en los búnkeres —dijo Hatayama de pronto.
—¿Cómo sabes que puedo encontrarla en los búnkeres?
—Alguien le ha dicho a mi madre que hay chicas de nuestra edad viviendo allí.
Los nervios se iban apoderando de Kazuo.
—¿A qué búnkeres te refieres? ¿Los de la Mitsubishi?
—¡Ésos eran más inestables que las galerías de un hormiguero! Te hablo de los túneles del edificio gris de oficinas pegado a la tienda de sake, el que tiene la estatua de una sirena en el tejado. —Compuso una mueca torcida—. No sé cómo, pero aún se conserva entera...
Kazuo sabía bien a qué edificio se refería. Salió disparado mientras le daba las gracias, sintiendo tras de sí la risa de las calaveras.
La zona que debía atravesar estaba siendo pasto de un nuevo incendio. Decidió dar un rodeo atravesando los terrenos baldíos que circundaban el campo de prisioneros. El Campo 14... Sintió un atisbo de culpa. Durante aquellos días apenas había pensado en los pows. Aún no podía entender que los aliados hubieran arrojado la bomba sabiendo que sus compatriotas estaban presos en aquella cárcel. Pasó junto a los muros exteriores. Nunca había estado tan cerca. No sentía movimiento alguno al otro lado. ¿Estarían todos muertos? Dejó que la pregunta se disipase entre el humo. En su cabeza sólo había sitio para una persona.