El Hada Carabina (18 page)

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Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

BOOK: El Hada Carabina
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Visto, señor, dos mocosos acaban de desplumar por completo a aquella vendedora.
—Bien observado, muchacho.
Ahora, los chiquillos se dirigían tranquilamente hacia la salida.
—¿Los intercepto, señor?
Coudrier levantó una mano desengañada.
—Déjalo estar.
Como Saint-Simon hacía un momento, los rubiales subieron los tres peldaños de la salida, pero girando de pronto a la derecha, se dirigieron hacia la mesa de los dos pasmas. Pastor lanzó una especie de miedosa mirada a Coudrier, que no veía acercarse a los dos niños. Pero el más cercano palmeaba ya el hombro del comisario.
—Ya está, abuelo; hecho.
Coudrier se volvió. El muchacho abrió su tres cuartos y Pastor se preguntó cómo un cuerpo tan delgado podía acarrear semejante cantidad de mercancía. Coudrier inclinó gravemente la cabeza.
—¿Y tú?
Por la abertura del segundo abrigo, Pastor tuvo la relampagueante visión de una colección de magnetófonos, calculadoras y relojes colgados de varios ganchos, sujetos por su parte a una especie de arnés.
—Estamos haciendo progresos, abuelo, ¿no te parece?
—No hay para tanto. El inspector Pastor, sentado frente a mí, os ha descubierto. —Luego, a Pastor, con un cansado gesto de presentación—: Mis nietos, Pastor: Paul y Germain Coudrier.
Pastor estrechó la mano de los chiquillos intentando no sacudirlos demasiado. Luego, ante su aspecto desalentado, creyó oportuno excusarse:
—Sólo os he descubierto porque vuestro abuelo me ha pedido que abriera bien los ojos.
—Con los ojos cerrados no se descubre nada —observó Coudrier.
Y a los niños:
—Id a devolver todo eso a su lugar e intentad ser más discretos esta vez.
Los críos se alejaron encorvando la espalda.
—El robo, Pastor...
Coudrier seguía a los muchachos con la mirada.
—¿Sí, señor?
—No hay mejor escuela para el autodominio.
A lo lejos, la vendedora recibía el regreso de los críos con una alegre sonrisa.
—Y en esta sociedad —concluyó el comisario—, hay que ser muy dueño de sí para tener una oportunidad de seguir siendo honesto.
En el marco de Pastor, ahora, sólo había lugar para una imagen: el rostro de Coudrier. Un Coudrier que miraba a su inspector con la concentrada atención de todas las policías del mundo.
—Es inútil precisar —dijo lentamente— que esos dos mozos se dejarían matar antes que tocar veinte céntimos que no les pertenecieran.
—Naturalmente, señor...
—De modo que, por lo que se refiere a las «apariencias», como usted dice, sea prudente con su Malaussène.
Dicho con una voz pesada, el mensaje resultaba de lo más claro.
—Tengo que verificar todavía algo importante, señor, una tal Edith Ponthard-Delmaire, a la que Thian y yo hemos seguido...
Coudrier lo interrumpió con la mano.
—Verifique, Pastor, verifique...
III PASTOR

 

—Dígame, Pastor, ¿cómo logra usted que confiesen semejantes crápulas?
—Poniendo un poco de humanidad, señor.

 

26

 

—Se llama usted Edith Ponthard-Delmaire, tiene veintisiete años, fue detenida hace cinco por tenencia y tráfico de estupefacientes. ¿Es exacto?
Edith escuchaba a aquel joven inspector rizado hablándole con una voz tan cálida como el viejo jersey con el que parecía haber nacido. Sí, se llamaba en efecto Edith Ponthard-Delmaire, hija del arquitecto Ponthard-Delmaire, con el que se lleva mal, y de la gran Laurence Ponthard-Delmaire cuyo cuerpo había sido Chanel, en sus tiempos, luego Courrèges, pero nunca un cuerpo de mamá, a pesar de ser madre. Sí, era cierto, a Edith la habían detenido endosando droga no a las puertas de una escuela técnica de arrabal, sino en las del instituto Henri IV, porque a su entender no había razón alguna para que los hijos de los ricos gozaran menos que los hijos de los pobres.
Edith dirigió una deslumbradora sonrisa al joven inspector, aquella famosa sonrisa que, algún día, la convertiría en una vieja dama deliciosamente indigna.
—Es cierto, pero es ya historia pasada.
Pastor le devolvió su sonrisa en versión soñadora.
—Pasó usted algunas semanas en la cárcel y, luego, seis meses de desintoxicación en una clínica de Lausanne.
Sí, siendo el gran Ponthard-Delmaire lo que era, puesto que su respetabilidad no soportaba mancillas, había conseguido sacar a su hija de la trena para mandarla a una clínica suiza de gran discreción.
—En efecto, una clínica blanca como la heroína más pura.
La precisión de Edith hizo reír al inspector. Una verdadera risa espontánea, muy infantil. Al inspector, esa morena de ojos tan claros le parecía de una belleza realmente vivaz. El inspector cruzó sus manos, sorprendentemente delicadas, sobre su viejo pantalón de terciopelo. Preguntó:
—¿Puedo hablarle de usted, señorita?
—Hágalo —dijo la joven—, hágalo, es mi tema favorito.
Entonces, el inspector Pastor le habló de ella, puesto que así lo deseaba. Comenzó por decirle que no era una viciosa de la jeringa sino, más bien, una teórica. Una mujer de principios; según ella («Dígamelo si me equivoco»), desde la edad de la razón (alrededor de los siete u ocho años), el Hombre tenía derecho a «darse gusto» hasta las más altas cimas. No podía afirmarse pues que, tras su primera pena de amor (un actor célebre que la había tratado como un actor...), Edith cayera en la droga. Muy al contrario, gracias a la droga había accedido a cimas tan elevadas que las ilusiones, finalmente, no encuentran ya oxígeno. «Pues ser libre —declaraba en la época en que la habían detenido— es en primer lugar haberse librado de la necesidad de comprender...»
—Sí, por aquel entonces decía ese tipo de cosas.
El inspector Pastor le sonrió, aparentemente satisfecho al comprobar que Edith y él emitían en la misma longitud de onda.
—Lo cierto es que el comisario Cercaire la envió a comprobar, en la cárcel, si no habría, de todos modos, algo que comprender.
Era cierto y, al salir de la cárcel, la clínica la había deshollinado tanto que Edith había perdido para siempre la afición a las ascensiones intravenosas.
—Porque ya no se droga usted, ¿no es cierto?
Pero el inspector Pastor no preguntaba, afirmaba. No, no se drogaba ya desde hacía años, ya no la tocaba una raya de vez en cuando, sólo para iluminar la sonrisa, y nada más—; no, ahora hacía que los demás treparan. Aunque, sin embargo, no los mismos demás que antes. Ya no se colocaba a la puerta de los colegios. En prisión había comprendido que la juventud tenía, por muy pequeña que fuese, la suerte de la juventud. Pero ¿y a la puerta de las residencias, ¿eh? ¿De los clubes de la tercera edad? ¿Por los pasillos de las habitaciones de los vejestorios? ¿En los porches de los edificios donde vivían, solitarios y fríos ya, quienes ni siquiera tenían la hipotética suerte de la juventud? Los viejos...

 

Ese inspector que acababa de contarle su propia vida, la de Edith, como si hubiera sido su hermana, ese joven inspector Pastor, con sus rosadas mejillas, sus cabellos rizados, su voz dulce, su gran jersey, tenía un aire de salud que se había alterado a lo largo del relato, hasta arrebatar cualquier color a su piel y excavar bajo sus ojos insondables cavernas de aspecto plúmbeo. Edith lo creyó al principio muy joven había advertido el punto del jersey, tejido a mano, un jersey de mamá— pero, al prolongarse la conversación, no estaba ya segura en absoluto de su edad. También su voz se había enturbiado, como una cinta magnetofónica que va borrándose, con repentinos atascamientos, y sus ojos, hundidos en las órbitas, parecían haberse petrificado en un agotamiento glauco.

 

Los viejos, sí...
Edith oía ahora sus pensamientos en boca de ese inspector macilento, cuya boca se había hecho blanda, vacilante, le escuchaba sirviéndole todas sus teorías sobre esos viejos a quienes les habían privado por dos veces de su juventud, una vez en 1914, otra en 1940, sin hablar de Indochina y de Argelia, sin contar las inflaciones, las bancarrotas, sus pequeños negocios barridos una mañana por el agua de los arroyos, sin hablar tampoco de sus mujeres muertas demasiado pronto, de sus olvidadizos hijos... Si las venas de aquellos viejos no tenían derecho al consuelo, ni su cerebro al deslumbramiento... si esas vidas de sombra no podían terminar en el apoteosis, por muy ilusorio que fuera, de unos fuegos artificiales, entonces, realmente no había justicia.
—¿Cómo sabe usted que yo pienso eso?
Edith dejó escapar la pregunta y el pasma levantó hacia ella un rostro que parecía asolado por una maldición.
—Eso no es lo que usted piensa, señorita, es lo que dice.
También era cierto. Nunca había podido vivir sin la ayuda de la teoría: una coartada.
—¿Y puede saberse lo que piensa realmente?
Se tomó algún tiempo para despertar, como un hombre viejísimo que ya no lo tiene.
—Como todos los psicoteóricos de su generación, odia a su padre y gamberrea para destrozar su respetabilidad.
Inclinó la cabeza con amargura.
—Lo divertido, en ese caso, es que su padre le ha dado sopas con onda, señorita.
Y el inspector Pastor soltó entonces una revelación que heló la sangre de la muchacha. Tuvo, fulgurante, la visión de Ponthard-Delmaire estallando en una enorme carcajada. Vaciló. Tuvo que sentarse. La emoción de Edith conmovió al inspector. Movió la cabeza, desolado.
—Dios mío —dijo—, todo eso es de una espantosa sencillez.
Cuando Edith se hubo recuperado un poco, el inspector Pastor (pero ¿de qué sufría para tener semejante cara?) le enumeró todos los ayuntamientos de distrito donde había ejercido sus talentos de enfermera-tentadora. Exhibió fotos irrefutables (¡qué alegre parecía con su bolsa de cápsulas en la mano, en aquel ayuntamiento del undécimo!). Luego, el inspector Pastor mencionó una decena de testigos posibles y comenzó a desgranar los nombres de quienes habían introducido a Edith en el circuito. Todo con tan perfecta naturalidad que Edith denunció a los demás, por sí misma, hasta el último.
El inspector Pastor sacó entonces de su bolsillo una declaración ya dispuesta de antemano, añadió de su puño y letra los pocos nombres que faltaban y pidió cortésmente a la muchacha que la firmara. En vez de asustarse, Edith sintió un inmenso alivio. Sociedad contractual, ¡joder! En este bajo mundo nada existía sin la confirmación de una firma. Naturalmente se negó a firmar.
Sí. Había encendido tranquilamente un cigarrillo y se había negado a firmar.

 

Pero Edith no estaba en los pensamientos del inspector. Pastor había seguido la trayectoria de la cerilla hasta el extremo del cigarrillo inglés, luego había dejado de pensar en la muchacha. Estaba, como suele decirse, «ausente». Presente en otra parte... En algún lugar de su pasado. De pie ante el Consejero que, con la cabeza gacha, decía: «Esta vez, ya está, Jean-Baptiste, a fuerza de fumar tres paquetes diarios, Gabrielle ha agarrado una porquería definitiva. En el pulmón. Una mancha, metástasis por todas partes ya...». Los cigarrillos eran una antigua querella entre Gabrielle y el Consejero. «Cuanto más fumas tú —decía él—, menos me empalmo yo.» Eso la contenía un poco. Sólo un poco. Y, ahora, de pie ante Pastor, el Consejero murmuraba: «Pues bueno, pequeño, tú no ves a Gabrielle descomponiéndose en el hospital. No me ves convirtiéndome en viudo chocho. ¿No es cierto?». El anciano le pedía a su hijo una autorización. Para un doble suicidio, eso era lo que le pedía. ¡Que no dijera no, sobre todo! Un doble suicidio... En cierto sentido, no podía terminar de otro modo. «Danos tres días y vuelve. Todos los papeles estarán en regla. Cávanos el mismo agujero a ambos, algo sencillo, no malgastes inútilmente tu herencia.» Pastor había dado su conformidad.

 

—Ciertamente no firmaré este papel —afirmaba Edith.
El inspector posó en ella una mirada de muerto viviente.
—Tengo un método infalible para obligarla a hacerlo, señorita.

 

Ahora, Edith oía al inspector Pastor que bajaba la escalera, pesados pasos para un cuerpo más bien frágil. Había soltado todo lo que sabía ante aquella calavera que no le dejaba esperanza alguna. Luego, había firmado. El «método» del inspector era eficaz, sí. Había firmado. Él no la había detenido. «Cuarenta y ocho horas para hacer su maleta y desaparecer; prescindiré de su testimonio.» Ella tomó una bolsa y la llenó con lo que, a su entender, la resumía exactamente: el oso de peluche de su nacimiento, los tampones de su adolescencia, el vestido de hoy y dos buenos fajos de billetes para mañana. Con la mano en la empuñadura de la puerta, cambió de idea, se sentó ante el tocador y, en una gran hoja blanca, escribió: «Mi madre nunca me tejió un jersey».
Tras ello, en vez de dirigirse a la puerta, abrió la ventana y, sin soltar la bolsa, se colocó muy erguida en el alféizar. El inspector Pastor caminaba por el fondo del abismo, acompañado por una minúscula vietnamita. En Belleville, últimamente, Edith lo recordó de pronto, había encontrado con demasiada frecuencia a una viejísima y muy pequeña vietnamita. El inspector Pastor iba a volver la esquina. Edith tuvo bruscamente la visión del enorme Ponthard-Delmaire sacudiendo su increíble panza en una risa homérica, algo como la risa de un ogro, un ogro que hubiera sido su padre. La hija del ogro... Formuló un último deseo: que el pasma oyera claramente el estallido de su cuerpo contra la acera. Y se arrojó al vacío.

 

—Thian, por favor, cuéntame un chiste.
En cuanto volvieron la esquina de la calle, la vietnamita contó:
—Esto es un tío, un alpinista, que se la pega.
—Muy graciosa tu historia, Thian, por favor...
—Espera un segundo, chiquillo. Decía que el alpinista se la pega, cae, cae, su cuerda se rompe y él logra agarrarse con la punta de los dedos a una plataforma de granito helado. A sus pies, dos mil metros de vacío. El tipo espera un momento, con los pies colgando en el abismo y, finalmente, pregunta con una vocecita: «¿Hay alguien aquí?»... Nada. Repite, un poco más alto: «¿Hay alguien aquí?». Y entonces llega hasta él una voz profunda, que sale de ninguna parte: Sí, dice la voz, aquí estoy Yo, ¡Dios!». El alpinista espera, con el corazón palpitante y los dedos helados. Y Dios prosigue: «Si tienes confianza en Mí, suelta la maldita plataforma, te enviaré dos ángeles para que te agarren en pleno vuelo...». El pequeño alpinista reflexiona unos instantes y, luego, en el silencio que se ha hecho sideral, pregunta: «¿Hay alguien más?».

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