—¿Conclusión?
—Deprimente, chiquillo. Esos mocosos no querían robar a la viuda Ho, diría incluso que la han protegido. ¡Le han servido de guardias de corps! No sólo no la han tocado sino que todos los sadocuentos que le han soltado eran sólo para acojonarla y que dejara de pasearse por la noche, con más provisiones que una cuenta bancaria libanesa. Ya ves, chiquillo, eso es lo que más me preocupa.
—¿Significa que Cercaire se equivoca sobre la juventud bellevillense?
—Significa que, en ese asunto de las viejas, todo el mundo la caga. Tanto yo como el humeante búfalo de Cercaire.
Breve balance silencioso. Con el ceño fruncido, Thian tenía también algo de Gabrielle, la mujer del Consejero, cuando adoptaba un aire reflexivo. El Consejero le decía entonces a Pastor: «Gabrielle piensa, Jean-Baptiste, que dentro de unos segundos seremos menos tontos». Los dos estaban muertos, ahora, Gabrielle y el Consejero.
—¿Sabes, chiquillo? Jugar al travestido desde hace un mes, en Belleville, me habrá enseñado por lo menos una cosa: que los vejestorios pueden pasear por allí, perfectamente, en pelota viva, todas las noches, con los diamantes en el ombligo y la plata familiar al cuello, sin que un solo drogata levante contra ellas el dedo meñique. Ha corrido la consigna, y el más pasado de los mocosos se dejaría hacer picadillo antes que desplumar a un vejestorio en Belleville. No es que la juventud del barrio se haya vuelto virtuosa, fíjate bien, es que ha nacido sabiendo ya mucho. Las calles están podridas de pasmas discretos como Vanini, los chiquillos lo saben y no mueven un dedo, eso es todo. No me extrañaría, incluso, que fueran los primeros en echarle mano al mochales de la navaja barbera. Ya ves, chiquillo...
Thian levantó hacia Pastor una mirada de agotada sabiduría.
—¿Ves cómo es la vida? Me dije que podría echarle mano al despanzurrador de viejas antes que el equipo de Cercaire, sólo para retirarme como un rey y hacer un último regalo a nuestro Coudrier: y resulta que estoy compitiendo con una pandilla de mocosos.
El inspector Van Thian levantó penosamente sus treinta y nueve años de servicio para ir a sentarse a su mesa. Confeccionó un copioso emparedado de hojas blancas y papel carbón, ofreciéndoselo al rodillo de su máquina.
—¿Y tú, chiquillo, has dado con algo esta noche?
La puerta del despacho se abrió en aquel momento ante un mensajero del laboratorio que llevaba la respuesta.
—He dado con esto —respondió Pastor, dando las gracias al pasma y lanzando un montón de fotografías, húmedas todavía, ante Thian.
Thian contempló largo rato el cuerpo desnudo de la mujer blanqueado por el flash y el contraste con el carbón.
—Quienes la han arrojado al Sena han hecho aullar el motor de su coche para cubrir el «pluf» y por eso no han oído la barcaza que pasaba.
—Gilipollas...
—Y han perdido el parachoque al derrapar. Lo tengo yo. Un BMW que será muy fácil de encontrar.
—¿Iban cagando leches?
—Aficionados, tal vez. O tipos cargados de anfetas. La mujer ha sido drogada.
—¿Tienes testigos?
—Una muchacha que tocaba el violín dos pisos más arriba, contemplando la noche. Por cierto, te ha visto en la tele. Le has dejado la moral por los suelos. De ahí lo del violín...
Thian no se inmutó. Hacía resbalar las fotografías, unas sobre otras, pensativamente.
—¿Qué te parece? —preguntó Pastor—. ¿Una puta con un exceso de correctivo?
—No, no es una puta.
Categórico, el inspector Van Thian. Y siempre con aquel aspecto de sabiduría asiáticodepresiva.
—¿Por qué lo dices?
—Metí en el talego a dos de mis cuñados y tres primos suyos por proxenetismo. Antes de nuestra boda, mi mujer hacía la carrera en Toulon, y mi hija curra en Nanterre, como monja, en un hogar para suripantas arrepentidas. Sabemos mucho de putas en mi familia.
Y luego, otra vez, sacudiendo la cabeza:
—No, no es una puta.
—Lo comprobaremos de todos modos —dijo Pastor cargando su propia máquina.
Thian apreciaba a Pastor, entre otras cualidades, porque trabajaba rápido y bien, y porque lo comprobaba todo. Sin embargo, no sentía debilidad por los jovencitos. Y menos aún por los hijos de papá. El padre de Pastor había sido consejero de Estado, fundador, en su tiempo, de la Seguridad Social —para el inspector Van Thian, gran consumidor de medicamentos, algo tan inaccesible como un arzobispo de la Curia romana—. Las maneras suaves, los jerséis, el subjuntivo y la incapacidad para el argot que la familia había legado al muchacho, no le resultaban, tampoco, agradables a Thian. Y sin embargo Thian quería a Pastor, sin ninguna duda, lo quería como un dinosaurio sin principios al hijo del gobernador, y se lo repetía regularmente. Aproximadamente a estas horas de la noche, cuando cantaban los teclados de sus respectivas máquinas.
—Te quiero, chiquillo; me deprime pero me gustas.
Tras ello, el teléfono se ponía a sonar, alguien entraba en el despacho, una de las dos máquinas se atascaba u ocurría cualquier otra cosa que canalizaba la efusión. También ocurrió aquella noche.
—¿Diga? Sí, inspector Van Thian, policía judicial.
Luego:
—Sí, está aquí, sí, se lo mando, sí, enseguida.
Y:
—Deja de tocar el piano, chiquillo, Coudrier quiere verte.
9
Incluso en pleno día de verano, el despacho del comisario Coudrier era del tipo nocturno. Con mucha más razón en plena noche de invierno. Una lámpara con reostato no difundía ni una pizca más que la luz necesaria. Las chucherías Imperio que adornaban la biblioteca emergían de la noche de los tiempos y la ventana con doble cristal daba a la noche de la ciudad. En cuanto se levantaba el día, se cerraban las cortinas. Fuera cual fuese la hora del día o de la noche, reinaba allí un aroma a café que predisponía a la reflexión y hacía hablar en voz más bien baja.
COUDRIER: No tenía usted guardia esta noche, Pastor; ¿a quién sustituye?
PASTOR: Al inspector Caregga, Señor, se ha enamorado.
COUDRIER: ¿Café?
PASTOR: Con mucho gusto.
COUDRIER: A estas horas lo hago yo mismo, no será tan bueno como el de Elisabeth. ¿De modo que Caregga se ha enamorado?
PASTOR: De una esteticista, Señor.
COUDRIER: ¿A cuántos colegas ha sustituido usted esta semana?
PASTOR: A tres, Señor.
COUDRIER: ¿Cuándo duerme usted?
PASTOR: Aquí y allá, a pequeñas dosis.
COUDRIER: Es un método.
PASTOR: Es el suyo, Señor, lo he adoptado.
COUDRIER: Es usted tan lameculos y discreto como un ordenanza británico, Pastor.
PASTOR: Su café es excelente, Señor.
COUDRIER: ¿Ha ocurrido algo especial esta noche?
PASTOR: Tentativa de asesinato por inmersión en el quai de la Mégisserie, justo enfrente de nosotros.
COUDRIER: ¿Tentativa sólo?
PASTOR: El cuerpo ha caído en una barcaza que pasaba en aquel momento bajo el puente.
COUDRIER: Ahí enfrente mismo. ¿No le ha sorprendido eso?
PASTOR: Sí, Señor.
COUDRIER: Pues bien, no se sorprenda. Si dragaran el Sena alrededor del Pont-Neuf encontrarían la mitad de los presuntos desaparecidos.
PASTOR: ¿Y por qué, Señor?
COUDRIER: Provocación, afición al riesgo, joder al gendarme, dejar el muerto ante las narices de la pasma, debe resultar más guay, como dicen los jóvenes de su generación. La vanidad de los asesinos...
PASTOR: ¿Puedo pedirle un favor, Señor?
COUDRIER: Adelante.
PASTOR: Me gustaría conservar la investigación, no pasársela a Caregga.
COUDRIER: ¿Qué tiene entre manos ahora?
PASTOR: Acabo de cerrar el asunto de los almacenes de la SKAM.
COUDRIER: ¿El incendio? ¿Fue, por fin, el propietario quien dio el golpe para cobrar el dinero del seguro?
PASTOR: No, Señor, fue el propio agente del seguro.
COUDRIER: Original.
PASTOR: Con la intención de repartirse la prima con el propietario.
COUDRIER: Eso es menos original. ¿Tiene pruebas?
PASTOR: Confesiones.
COUDRIER: Confesiones... ¿Más café?
PASTOR: Con mucho gusto, Señor.
COUDRIER: Decididamente, adoro sus «Señor».
PASTOR: Le pongo siempre mayúscula, Señor.
COUDRIER: Así lo entiendo yo. Dígame, Pastor, hablando de confesiones, ¿conoce usted el expediente del Crédito Industrial de la avenida Foch?
PASTOR: Tres muertos, cuatro mil millones de francos antiguos esfumados y el arresto de Paul Chabralle por el equipo del comisario Cercaire. Van Thian colaboró en una parte de la investigación.
COUDRIER: Pues bien, acabo de recibir un telefonazo de mi colega Cercaire.
PASTOR: ...
COUDRIER: Cercaire está totalmente ocupado en la muerte de Vanini; pero la detención de Chabralle finaliza esta mañana a las ocho. Y sigue afirmando su inocencia.
PASTOR: Hace mal, Señor.
COUDRIER: ¿Por qué?
PASTOR: Porque es una mentira.
COUDRIER: Deje de hacer el payaso, Pastor.
PASTOR: Bien, Señor. ¿No hay pruebas tangibles?
COUDRIER: Una montaña de indicios.
PASTOR: ¿Insuficientes para llevarle al juez de Instrucción?
COUDRIER: De lo más suficiente, pero Chabralle es el rey del sobreseimiento.
PASTOR: Ya veo.
COUDRIER: Ahora bien, estoy harto de Chabralle, muchacho. Se ha cargado, por lo menos, a tres docenas de personas.
PASTOR: Algunas de las cuales tal vez estén en remojo bajo el Pont-Neuf.
COUDRIER: Tal vez. De modo que le he ofrecido sus servicios a mi colega Cercaire.
PASTOR: Bien, Señor.
COUDRIER: Pastor, tiene usted cinco horas para lograr que Chabralle se venga abajo. Si no firma una confesión antes de las ocho, tendrá usted que seguir investigando los asesinatos de mensajeros y cajeras.
PASTOR: Creo que firmará.
COUDRIER: Esperémoslo.
PASTOR: Iré enseguida, Señor, gracias por el café.
COUDRIER: ¿Pastor?
PASTOR: ¿Señor?
COUDRIER: Tengo la sensación de que mi colega Cercaire desea, sobre todo, verificar su capacidad interrogadora en este caso.
PASTOR: Verifiquemos pues, Señor.
—Thian, háblame de Chabralle, dame algunos detalles sobre él, algo que esté vivo. Tómate tiempo.
—Chiquillo, lo que «está vivo», como dices, es bastante escaso alrededor de Chabralle.
Pero al inspector Van Thian le gustaba contar. Recordaba haber investigado, once años atrás, un doble crimen imputado a Chabralle: un consejero fiscal y su amiguita. Thian fue el primero que entró en el apartamento de las víctimas.
—Un estudio por todo lo alto en un almacén restaurado, del lado de las Halles, un tugurio vasto como un hangar de aviación y más alto que una catedral, con las paredes revocadas de un rosa viejo, muebles lacados en blanco, cristales esmerilados y estructura metálica con grandes pernos redondos. Ponthard-Delmaire hacía mucho ese tipo de cosas en los años setenta.
Lo primero que Thian había visto tras haber derribado la puerta (y lo único, por otra parte) había sido una lámpara de un nuevo estilo.
—El hombre y la mujer estaban colgados de la misma cuerda, que pasaba por encima de la viga maestra del apartamento. Como la mujer pesaba doce kilos menos que el hombre, y ése era exactamente el peso del perro de la casa, habían colgado el perro de los tobillos de la mujer. Stabile.
Quince días más tarde, Van Thian había acudido al domicilio de Chabralle con Coudrier, que por aquel entonces, no era todavía comisario de división.
—¿Y sabes lo que vemos en la mesilla de noche de Chabralle, en su alcoba, chiquillo? Un pequeño stabile. De oro. El mismo: el hombre, la mujer y el perro. Evidentemente, no era una prueba...
—¿Puedes resumirme ahora el asunto del Crédito Industrial?
Hacia las cuatro de la madrugada, el comisario de división Cercaire recibió a Pastor como una ventolera.
—Se han cargado a uno de mis muchachos esta noche, en Belleville. No me queda un solo hombre disponible. La muchedumbre de chivatos, ya sabes... Chabralle está en el despacho de Bertholet, el tercero a la derecha.
Las máquinas de café estaban vacías, los ceniceros estaban llenos, los dedos estaban amarillos, los ojos irritados por la noche en blanco y las camisas arrugadas en las caderas. Los berridos resonaban, la luz deslumbraba las paredes. Pastor pagó el pato del mal humor ambiental. Podía oír los pensamientos de sus colegas, mientras recorría el pasillo. De modo que esto es Pastor? ¿El partero de confesiones, el ginecólogo del crimen, el Torquemada del comisario Coudrier? Puro pasma de encaje, un enchufado que intenta ascender mientras nosotros, los hombres de Cercaire, las cabezas de puente del antidopaje, nos las vemos con los de gran calibre. Unos pasos más y el tal Pastor se hallaría ante el ciudadano Chabralle. ¡Y los hombres de Cercaire conocían a Chabralle! ¡Acababa de meárselos durante cuarenta y dos horas! A todos los que eran; y no eran pocos ni canijos. Pastor sentía que ninguno de aquellos tipos con pulsera y cazadora habría apostado un céntimo por su viejo jersey hecho a mano, frente a la sonrisa inoxidable de Paul Chabralle.
Pastor entró en el despacho, despidió cortésmente al pasma que vigilaba a Chabralle y cerró con cuidado la puerta a sus espaldas.
—¿Vienes a hacer la limpieza, pequeño? —preguntó Chabralle.
Veinte minutos más tarde, un oído que pasaba por allí oyó, a través de la puerta cerrada, el golpeteo regular de una máquina de escribir. Le hizo señas a otro oído, que se aventosó a su vez. En el despacho, una voz bordoneaba, acompañando el ritmo de la máquina. Otros oídos se pegaron por sí solos a la puerta. Luego, hubo un respiro.
Y la puerta se abrió por fin. Chabralle había firmado. No sólo reconocía el estropicio del Crédito Industrial sino también seis de los otros siete asuntos en los que había obtenido un sobreseimiento.