El Hada Carabina (7 page)

Read El Hada Carabina Online

Authors: Daniel Pennac

Tags: #prose_contemporary

BOOK: El Hada Carabina
4.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
Pasado el primer momento de sorpresa, los hombres de cuero del comisario Cercaire habrían llevado, de buena gana, a Pastor en hombros. Pero algo en la expresión del joven inspector los disuadió de hacerlo. Diríase que había contraído una enfermedad mortal. Su viejo jersey colgaba de sus hombros como una piel muerta. Pasó sin verlos.

 

—¿Un chiste, chiquillo?
El inspector Van Thian conocía muy bien ese estado en su joven colega Pastor. Los interrogatorios le causaban siempre el mismo efecto. Pastor obtenía siempre la confesión. Pero, después de cada sesión, Van Thian recuperaba al chiquillo más muerto que vivo. Treinta años de más en aquel rostro infantil. La sombra agonizante de sí mismo. Era necesario resucitarlo. Van Thian imponía su chiste.
—Voy a decirte un proverbio taoísta, chiquillo, excelente para tu modestia tras el éxito que acabas de obtener.
Thian sentaba a Pastor en un taburete, se agachaba frente a él y buscaba los ojos del joven pasma que habían desaparecido en el fondo de sus órbitas. Captaba por fin la mirada. Y contaba. No se andaba por las ramas. Lo soltaba a quemarropa.
—Proverbio taoísta, chiquillo: «Si mañana, tras tu victoria de esta noche, contemplándote desnudo en el espejo, descubrieras un segundo par de testículos, que tu corazón no se hinche de orgullo, oh hijo mío, es sencillamente que están dándote por el culo».
Tras cada chiste, una descarga atravesaba el rostro de Pastor y Thian la interpretaba como una breve carcajada. Luego los rasgos del joven inspector iban recomponiéndose poco a poco. Se relajaba. Recobraba forma humana.
II EL CHIVO

 

—... Llore, querido, llore de manera convincente, sea un buen chivo.

 

10

 

Al día siguiente, sábado, la ciudad de París, en su ayuntamiento del distrito undécimo, recompensa a nuestro viejo Mediasuela por haber calzado durante cincuenta años las pezuñas de Belleville. Un gordo bajito, con diagonal azul-blanca-roja, declara oficialmente que eso está muy bien. Mediasuela lamenta un poco que el discurso no haya sido pronunciado por el Alcalde de Alcaldes en persona, pero el Alcalde de Alcaldes se recoge ante los restos de un joven inspector muerto la víspera, en el mismo barrio, a pocos centenares de metros del antiguo tenderete de Mediasuela.
—El joven héroe ha sacrificado su vida por los meritorios hombres y mujeres de su generación, caballero...
Pero el viejo Mediasuela no piensa en el joven inspector. El viejo Mediasuela sólo tiene ojos para la medalla prometida. La medalla rutila en su pequeño ataúd de terciopelo, depositado sobre una larga mesa a la que se sienta un diputado cúbico y un joven y sedoso funcionario de altos vuelos, secretario de Estado para las Personas de Edad. Por lo que se refiere a la concurrencia, mi colega Stojilkovitch ha atestado la sala, gracias a varios viajes de su legendario autobús. Cuando ha entrado, nuestro Mediasuela se ha visto consagrado emperador del asfalto por la innumerable plebe de pies sensibles, Rey del Zapatón, al unísono, Gran Visir de la Abarca. Y ahora, de pie tras la larga mesa, el gordo tricolor suelta sus cumplidos:
—Lo conozco bien, señor...
(Mentira.)
—Siempre admiré...
(Requetementira.)
—Y cuando pienso en usted...
(Increíble...)
Tras esto, el diputado del distrito toma el relevo (mandíbulas cuadradas, energía a larga distancia) y pone la marcha superior:
—Los hombres como yo tienen el difícil honor de suceder a hombres de su temple...
Y embraga hacia la veneración que el Poder debe a los Venerables, estimando de paso que el precedente gobierno no los veneraba bastante. Pero, paciencia amigos míos, volvemos a estar aquí, tenemos de nuevo la sartén por el mango y, dentro de unos meses, todos los jubilados que construyeron nuestro hermoso país podrán veranear gratis en las Baleares, como merecen, «como la Nación se lo debe».
(Más o menos.) Vítores, aprobadoras inclinaciones de cabeza, rosadas mejillas en nuestro viejo Mediasuela; escapamos por un pelo del bis y pasan la palabra al secretario de Estado para las Personas de Edad, un joven rubio de traje y chaleco, impecablemente dividido por su raya, menos devorador de aire que el diputado, menos lírico, más numérico. Se llama Arnaud Le Capelier. En cuanto abre la boca, todo el mundo comprende que lo de Arnaud no es la política sino la Administración. Que ha sido programado, desde la cuna, para la permanencia de las instituciones. El Hombre es un plantígrado adaptado a los escalafones; los pies de Arnaud Le Capelier deben de mostrar las huellas de todos aquellos por los que ha pasado, desde el parvulario hasta su cargo actual. Inicia su espich felicitándose por la «estupenda autonomía del condecorado» (sic: lo que significa que si nuestro Mediasuela no tiene ya edad para fabricar zapatos, todavía puede atarse solo los suyos), «se alegra de verlo tan bien acompañado» (¡bravo, Stojilkovitch!), y «deplora por su parte que la imagen de esta felicidad no sea más frecuente».
—Pero aquí están el Estado y la Administración para paliar los fallos humanos y encargarse de los más ancianos conciudadanos a quienes las circunstancias de la vida han arrojado a una soledad desesperada y, a veces, degradante. (Requetesic.)
Arnaud Le Capelier no forma parte de la brigada de la risa. Y tiene un curioso modo de hablar. Una elocución «atenta», diría yo. Sí, eso es: habla como se escucha; quiere sentir penetrar las palabras que suelta en el cerebro del auditorio. ¿Y qué les dice a los vejestorios aquí presentes? Les dice lo siguiente: cuando sintáis que comenzáis a perder el oremus o a resoplar demasiado por las escaleras, mis ancianos amigos, no aguardéis a que vuestros retoños sacudan el cocotero, venid directamente a mí para que os haga un mimo. Y si no conseguís determinar personalmente vuestro «grado de autonomía» (está visto que le gusta esta fórmula en formol), confiad en el diagnóstico de las enfermeras visitadoras que el Estado y el Municipio ponen graciosamente a disposición de las personas de edad. Ellas sabrán «despacharles» (sic, sí, sic) hacia «los EPE más adecuados para sus respectivas necesidades».
Una vez se ha comprendido que las iniciales EPE corresponden a los Establecimientos para Personas de Edad, se ha captado ya lo esencial del discurso del apuesto Arnaud Le Capelier: está, sencillamente, apañando sus morideras. Nuestras miradas se cruzan por casualidad. («Si imaginas que vamos a soltarte a nuestros abuelos, mi buen Arnaud, vas fresco...») Y advierto que sus ojos me oyen pensar. Pocas veces he visto una mirada tan atenta. Extraña jeta la del muchacho. Su raya la divide realmente como si fuera mantequilla. Es la prolongación, por la derecha, de una nariz afilada que acaba de dividir ese rostro en dos, cayendo como un signo de admiración sobre el hoyuelo de una barbilla más bien gruesa. Todo ello forma una mezcla extraña. Implacable blandura. Un confortable tocino protegiendo la musculatura de un deportista mundano. Buen tenista, sin duda. Y también debe de darle al bridge, ese especialista en contratos retorcidos. No me gusta Arnaud Le Capelier, eso es, no me gusta. Y pensar que es el «Señor Vejestorios» del país me toca, vagamente, los cojones. Ya sólo tengo un deseo, sacar de aquí a mis viejos, enseguida. Soy la clueca, huelo a zorro. Arnaud, mi buen Arnaud, nunca te dejaré visitar mi corral. Mis viejos son míos, y bien míos, ¿comprendes? La única enfermera autorizada soy yo, ¿captas?

 

Mientras me abandono a mi paranoia, el pequeño alcalde panzudo ha vuelto a la carga. Sujeta la medalla del cincuentenario en el pecho palpitante de Mediasuela. Flash de mi hermanita Clara, que comienza a ametrallar a Mediasuela, a la plebe jubilosa, a los oficiales oficiantes, recargando su Leica a velocidad Rambo, absolutamente radiante al poder dar libre curso a su pasión por la fotografía. Besitos, apretones, lágrimas de Mediasuela (¡tantas emociones pueden abreviarlo!), felicitaciones...
Algo apartado de tanta agitación, Jérémy, mi hermanito falsario (que, de hecho, es el origen de tan hermosa ceremonia), medita en silencio sobre el Poder y la Gloria.
11

 

Viudos y viudas, bellevillense y malaussenianos, Stojilkovitch nos ha embarcado a todos en su autobús y la cosa termina en lo de Amar, nuestro restaurante familiar, en las rubias dunas del cuscús y el mar Rojo del sidi Brahim. Apenas hemos entrado en la humosa sala, cuando Hadouch, hijo de Amar, mi amigo del colegio, me toma en sus brazos.
—¿Cómo estás, Benjamin, hermano mío, todo va bien?
Su perfil de pájaro se ha pegado a mi oreja.
—Va bien, Hadouch, ¿y tú estás bien?
—A Dios gracias, hermano, ¿has escondido bien las fotos que te pasó el Cabileño?
—Bajo el jergón de Julius. ¿Quién era el pasma?
—Vanini, un inspector de estupas, pero un pez gordo nacionalista. Se permitía ciertas batidas. Mató a algunos de los nuestros, entre ellos a uno de mis primos. Estas fotografías pueden servir, vigílalas Benjamin...
Tras el murmullo, Hadouch se ha marchado a encargarse del servicio. Al otro extremo de la mesa, la conversación va ya a todo trapo.
—Yo fui peluquero durante veinticinco años en el mismo barrio —confía yayo Peluca a una viuda vecina—, pero lo que me gustaba era la barba, la navaja, la de verdad, ¡un verdadero sable!
La viuda luce unos ojos admirados y una permanente Chantilly.
—Cuando el sindicato decretó que la barba no era ya rentable y que no debíamos afeitar, lo dejé estar, el oficio había perdido su sentido.
Y Peluca se anima, demuestra:
—Todas las mañanas, una navaja, es como dibujar de nuevo los rostros, ¿comprende usted?
La viuda asiente con la cabeza, sí, capta.
—Y entonces me hice peluquero funerario.
—¿Peluquero funerario?
—En el distrito séptimo, el octavo y el decimosexto. Afeitaba muertos de alto copete. La barba y los cabellos siguen creciendo después de la muerte, podríamos afeitar durante toda la eternidad.
—Hablando de pelo —interviene yayo Riñón, el carnicero de Tlemcen—, estoy por los setenta y dos tacos y, ahí donde me ves, el cabello me sale negro y la barba muy blanca, ¿puedes explicármelo, Peluca?
—Yo puedo —declara Stojil con su voz de contrabajo—, es como todo, Riñón, el hombre desgasta lo que utiliza. Te has pasado la vida zampando por cuatro y la barba crece blanca; por lo que al cerebro se refiere... tu cabello sigue negro. Elegiste la prudencia, Riñón.
Traducción simultánea al árabe y choteo general. La viuda Dolgorouki es la que más se ríe. Está sentada junto a Stojil. Es la viuda preferida de Clara y de mamá.
—La verdad —dice gravemente Risson— es que ya no hay «oficio»; el oficio, en general, se pierde, aquí somos todos veteranos del «oficio».
Jérémy no está de acuerdo.
—Ex librero, ex carnicero, ex peluquero, eso no significa nada. Ser un ex algo es, forzosamente, convertirse en un nuevo alguien.
—¿Ah, sí? ¿Y tú eres un ex qué, muchacho?
—Tan cierto como que tú eres un ex peluquero —responde el mocoso—, yo soy un ex alumno del colegio Pierre Brossolette. ¿No es cierto, Benjamin?
(Perfectamente cierto. El año pasado, el pequeño gilipollas le pegó fuego al colegio y se convirtió en ex alumno antes de que las cenizas se hubieran enfriado.) Pero, clin, clin, clin, el tenedor de Verdún reclama la atención general. Quienes saben ya lo que el decano va a decir, meten la nariz en sus platos. Se extiende la alfombra del silencio.
—Mediasuela —declara Verdún con voz conmemorativa—, Mediasuela, voy a descorchar una botella en tu honor.
Y pone solemnemente ante él una botella de un líquido perfectamente transparente.
—Verano de 1976 —anuncia sacando su navaja multiusos.
Es lo que se temían. Agua estancada desde hace diez años en esta prisión de cristal soplado. Agua de lluvia. Sí, Verdún colecciona botellas de agua de lluvia. Su manía data del verano de 1915. Tras saber por la
Illustration
que a nuestros caloyos les faltaba trágicamente el agua en las trincheras, la hija de Verdún, Camille, había comenzado a llenar botellas con agua de lluvia, «para que papá no tenga sed nunca más». Y Verdún continuó haciéndolo, cuando la gripe española le arrebató a su hija. Un homenaje a Camille. De todo lo que tenía cuando se instaló en casa, Verdún sólo quiso conservar su colección de botellas. ¡284 cantimploras en total! ¡Una por estación desde el verano de 1915! Todo muy poético... Pero, en estos últimos tiempos, Verdún nos honra en exceso. Aniversario de Thérèse, primer diente que le cae al Pequeño, fiestas de unos, gloria de otros, cualquier pretexto es bueno para abrir una botella... una verdadera sobredosis de agua corrompida.
—El verano del setenta y seis —dice amablemente la viuda Dolgorouki— fue especialmente seco, ¿no es cierto?
—Sí, un gran caldo —suelta Riñón mirando de reojo el sidi Brahim.
Tras ello, el viejo Amar deja la sémola entre los silenciosos comensales e inclina hacia mí su pelambrera de viejo cordero blanco.
—¿Estás bien, hijo mío?
—Bien, Amar, gracias.

 

La cuestión es, efectivamente, si la cosa va tan bien como todo eso. Legítimamente, debiera ser así. Formamos alrededor de este blanco mantel una familia unida de nietos y abuelos que comulgan con agua pura. (Los abuelos no son auténticos, claro, y los padres han desaparecido, pero nada es perfecto.) Sí, todo debiera estar bien. Y en ese caso, Malaussène, ¿por qué no es así? Julius el Perro sufre una crisis, eso es lo que no funciona. El asunto de los viejos drogatas se eterniza y comienzo a estar acojonado, eso es lo que no funciona. Dime, Julie, ¿eres prudente, al menos? ¿No estarás haciendo tonterías? En la droga no bromean, ¿sabes?... Ten cuidado, Julia mía, ten cuidado.

 

El pantallómetro inicia una canción de Um Kalsum.
Todo comienza a oler bien, a sémola caliente y a hierbas del sur.
—¿Habéis visto? No es de bronce, es de corladura —exclama de pronto Mediasuela blandiendo su condecoración—. ¡Me han dado una medalla de corladura!
—Como las antiguas cucharillas de té de los argelinos —ironiza Hadouch que acaba de servir las brochetas.

Other books

Spy Games by Gina Robinson
Hopelessly Devoted by R.J. Jones
Full Scoop by Janet Evanovich and Charlotte Hughes
Laughing Boy by Stuart Pawson
The Religious Body by Catherine Aird
Kiss by John Lutz
How to Date a Millionaire by Allison Rushby
Bring the Jubilee by Ward W. Moore
The Swans of Fifth Avenue by Melanie Benjamin