—Está bien. Está bien. No te excites.
Se le veía que no tenía ninguna gana de hablar de nada serio conmigo. Eso es lo malo de los intelectuales. Sólo quieren hablar de cosas serias cuando a ellos les apetece.
—De verdad, ¿qué tal tu vida sexual? ¿Sigues saliendo con la chica que veías cuando estabas en Whooton? La que tenía esas enormes…
—¡No, por Dios! —me dijo.
—¿Por qué? ¿Qué ha sido de ella?
—No tengo ni la más ligera idea. Pero ya que lo preguntas, probablemente por estas fechas será la puta más grande de todo New Hampshire.
—No está bien que digas eso. Si fue lo bastante decente como para dejarte que le metieras mano, al menos podías hablar de ella de otra manera.
—¡Dios mío! —dijo Luce—. Dime si va a ser una de tus conversaciones típicas. Prefiero saberlo cuanto antes.
—No —le contesté—, pero sigo creyendo que no está bien. Si fue contigo lo bastante…
—¿Hemos de seguir necesariamente esa línea de pensamiento?
Me callé. Temí que se levantara y se largara de pronto si seguía por ese camino. Pedí otra copa. Tenía ganas de coger una buena curda.
—¿Con quién sales ahora? —le pregunté—. ¿No quieres decírmelo?
—Con nadie que tú conozcas.
—¿Quién es? A lo mejor sí la conozco.
—Vive en el Village. Es escultora. Ahora ya lo sabes.
—¿Sí? ¿De verdad? ¿Cuántos años tiene?
—Nunca se lo he preguntado.
—Pero ¿como cuántos más o menos?
—Debe andar por los cuarenta —dijo Luce.
—¿Por los cuarenta? ¿En serio? ¿Y te gusta? —le pregunté—. ¿Te gustan tan mayores? —se lo dije porque de verdad sabía muchísimo sobre sexo y cosas de ésas. Era uno de los pocos tíos que he conocido que de verdad sabían lo que se decían. Había dejado de ser virgen a los catorce años, en Nantucket. Y no era cuento.
—Me gustan las mujeres maduras, si es eso a lo que te refieres.
—¿De verdad? ¿Por qué? Dime, ¿es que hacen el amor mejor o qué?
—Oye, antes de proseguir vamos a poner las cosas en claro. Esta noche me niego a responder a tus preguntas habituales. ¿Cuándo demonios vas a crecer de una vez?
Durante un buen rato no dije nada. Luego Luce pidió otro Martini y le insistió al camarero en que se lo hiciera aún más seco.
—Oye, ¿cuánto tiempo hace que sales con esa escultora? —le pregunté. El tema me interesaba de verdad—. ¿La conocías ya cuando estabas en Whooton?
—¿Cómo iba a conocerla? Acaba de llegar a este país hace pocos meses.
—¿Sí? ¿De dónde es?
—Se da la circunstancia de que ha nacido en Shangai.
—¡No me digas! ¿Es china?
—Evidentemente.
—¡No me digas! ¿Y te gusta eso? ¿Que sea china?
—Evidentemente.
—¿Por qué? Dímelo. De verdad me gustaría saberlo.
—Porque se da la circunstancia de que la filosofía oriental me resulta más satisfactoria que la occidental.
—¿Sí? ¿Qué quieres decir cuando dices «filosofía»? ¿La cosa del sexo? ¿Acostarte con ella? ¿Quieres decir que lo hacen mejor en China? ¿Es eso?
—No necesariamente en China. He dicho Oriente. ¿Tenemos que proseguir con esta conversación inane?
—Oye, de verdad, te lo pregunto en serio —le dije—. ¿Por qué es mejor en Oriente?
—Es demasiado complejo para explicártelo ahora. Sencillamente consideran el acto sexual una experiencia tanto física como espiritual. Pero si crees que…
—¡Yo también! Yo también lo considero lo que has dicho, una experiencia física y espiritual y todo eso. De verdad. Pero depende muchísimo de con quién estoy. Si estoy con una chica a quien ni siquiera…
—No grites, Caulfield, por Dios. Si no sabes hablar en voz baja, será mejor que dejemos…
—Sí, sí, pero oye —le dije. Estaba nerviosísimo y es verdad que hablaba muy fuerte. A veces cuando me excito levanto mucho la voz—. Ya sé que debe ser una experiencia física, y espiritual, y artística y todo eso, pero lo que quiero decir es si puedes conseguir que sea así con cualquier chica, sea como sea. ¿Puedes?
—Cambiemos de conversación, ¿te importa?
—Sólo una cosa más. Escucha. Por ejemplo, tú y esa señora, ¿qué hacéis para que os salga tan bien?
—Ya vale, te he dicho.
Me estaba metiendo en sus asuntos personales. Lo reconozco. Pero eso era una de las cosas que más me molestaban de Luce. Cuando estábamos en el colegio te obligaba a que le contaras las cosas más íntimas, pero en cuanto le hacías a él una pregunta personal, se enfadaba. A esos tipos tan intelectuales no les gusta mantener una conversación a menos que sean ellos los que lleven la batuta. Siempre quieren que te calles cuando ellos se callan y que vuelvas a tu habitación cuando ellos quieren volver a su habitación. Cuando estábamos en Whooton, a Luce le reventaba —se le notaba— que cuando él acababa de echarnos una conferencia, nosotros siguiéramos hablando por nuestra cuenta. Le ponía negro. Lo que quería era que cada uno volviera a su habitación y se callara en el momento en que él acababa de perorar. Creo que en el fondo tenía miedo de que alguien dijera algo más inteligente. Me divertía mucho.
—Puede que me vaya a China. Tengo una vida sexual asquerosa —le dije.
—Naturalmente. Tu cerebro aún no ha madurado.
—Sí. Tienes razón. Lo sé. ¿Sabes lo que me pasa? —le dije—. Que nunca puedo excitarme de verdad, vamos, del todo, con una chica que no acaba de gustarme. Tiene que gustarme muchísimo. Si no, no hay manera. ¡Jo! ¡No sabes cómo me fastidia eso! Mi vida sexual es un asco.
—Pues claro. La última vez que nos vimos ya te dije lo que te hacía falta.
—¿Te refieres a lo del psicoanálisis? —le dije. Eso era lo que me había aconsejado. Su padre era psiquiatra.
—Tú eres quien tiene que decidir. Lo que hagas con tu vida no es asunto mío.
Durante unos momentos no dije nada porque estaba pensando.
—Supongamos que fuera a ver a tu padre y que me psicoanalizara y todo eso —le dije—. ¿Qué me pasaría? ¿Qué me haría?
—Nada. Absolutamente nada. ¡Mira que eres pesado! Sólo hablaría contigo y tú le hablarías a él. Para empezar te ayudaría a reconocer tus esquemas mentales.
—¿Qué?
—Tus esquemas mentales. La mente humana está… Oye, no creas que voy a darte aquí un curso elemental de psicoanálisis. Si te interesa verle, llámale y pide hora. Si no, olvídate del asunto. Francamente, no puede importarme menos.
Le puse la mano en el hombro. ¡Jo! ¡Cómo me divertía!
—¡Eres un cabrón de lo más simpático! —le dije—. ¿Lo sabías?
Estaba mirando la hora.
—Tengo que largarme —dijo, y se levantó—. Me alegro de haberte visto.
Llamó al barman y le dijo que le cobrara lo suyo.
—Oye —le dije antes de que se fuera—. Tu padre, ¿te ha psicoanalizado a ti alguna vez?
—¿A mí? ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Di, ¿te ha psicoanalizado?
—No exactamente. Me ha ayudado hasta cierto punto a adaptarme, pero no ha considerado necesario llevar a cabo un análisis en profundidad. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Sólo por curiosidad.
—Bueno. Que te diviertas —dijo. Estaba dejando la propina y se disponía a marcharse.
—Toma una copa más —le dije—. Por favor. Tengo una depresión horrible. Me siento muy solo, de verdad.
Me contestó que no podía quedarse porque era muy tarde, y se fue. ¡Qué tío el tal Luce! No había quien le aguantara, pero la verdad es que se expresaba estupendamente. Cuando estábamos en Whooton él era el que tenía mejor vocabulario de todo el colegio. De verdad. Nos hicieron un examen y todo.
Me quedé sentado en la barra emborrachándome y esperando a ver si salían Tina y Janine a hacer sus tontadas, pero ya no trabajaban allí. Salieron en cambio un tipo con el pelo ondulado y pinta de maricón que tocaba el piano, y una chica nueva que se llamaba Valencia y que cantaba. No es que fuera una diva, pero lo hacía mejor que Janine y por lo menos había elegido unas canciones muy bonitas. El piano estaba junto a la barra y yo tenía a Valencia prácticamente a mi lado. Le eché unas cuantas miradas insinuantes, pero no me hizo ni caso. En circunstancias normales no me habría atrevido a hacerlo, pero aquella noche me estaba emborrachando a base de bien. Cuando acabó, se largó a tal velocidad que no me dio tiempo siquiera a invitarla, así que llamé al camarero y le dije que le preguntara si quería tomar una copa conmigo. Me dijo que bueno, pero estoy seguro de que no le dio el recado. La gente nunca da recados a nadie.
¡Jo! Seguí sentado en aquella barra al menos hasta la una, emborrachándome como un imbécil. Apenas veía nada. Me anduve con mucho cuidado, eso sí, de no meterme con nadie. No quería que el barman se fijara en mí y se le ocurriera preguntarme qué edad tenía. Pero, ¡jo!, de verdad que no veía nada. Cuando me emborraché del todo empecé otra vez a hacer el indio, como si me hubieran encajado un disparo. Era el único tío en todo el bar que tenía una bala alojada en el estómago. Me puse una mano bajo la chaqueta para impedir que la sangre cayera por el suelo. No quería que nadie se diera cuenta de que estaba herido. Quería ocultar que era un pobre diablo destinado a morir. Al final me entraron ganas de llamar a Jane para ver si estaba en casa, así que pagué y me fui adonde estaban los teléfonos. Seguía con la mano puesta debajo de la chaqueta para retener la sangre. ¡Jo! ¡Vaya tranca que llevaba encima!
No sé qué pasó, pero en cuanto entré en la cabina se me pasaron las ganas de llamar a Jane. Supongo que estaba demasiado borracho. Así que decidí llamar a Sally Hayes. Tuve que marcar como veinte veces para acertar con el número. ¡Jo! ¡No veía nada!
—Oiga —dije cuando contestaron al teléfono. Creo que hablaba a gritos de lo borracho que estaba.
—¿Quién es? —dijo una voz de mujer en un tono la mar de frío.
—Soy Holden Caulfield. Quiero hablar con Sally, por favor.
—Sally está durmiendo. Soy su abuela. ¿Por qué llamas a estas horas, Holden? ¿Tienes idea de lo tarde que es?
—Sí, pero quiero hablar con Sally. Es muy importante. Dígale que se ponga.
—Sally está durmiendo, jovencito. Llámala mañana. Buenas noches.
—Despiértela. Despiértela. Ande, sea buena.
Luego sonó una voz diferente.
—Hola, Holden —era Sally—. ¿Qué te ha dado?
—¿Sally? ¿Eres tú?
—Sí. Y deja de gritar. ¿Estás borracho?
—Sí. Escucha. Iré en Nochebuena, ¿me oyes? Te ayudaré a adornar el árbol, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo, Sally?
—Sí. Estás borracho. Ahora vete a la cama. ¿Dónde estás? No estarás solo, ¿no?
—Sally, iré a ayudarte a poner el árbol, ¿de acuerdo?
—Sí. Ahora vete a la cama. ¿Dónde estás? ¿Estás con alguien?
—No, estoy solo.
¡Jo! ¡Qué borrachera tenía! Seguía sujetándome el estómago.
—Me han herido. Han sido los de la banda de Rock, ¿sabes? Sally, ¿me oyes?
—No te oigo. Vete a la cama. Tengo que dejarte. Llámame mañana.
—Oye Sally, ¿quieres que te ayude a adornar el árbol? ¿Quieres, o no?
—Sí. Ahora, buenas noches. Vete a casa y métete en la cama.
Y me colgó.
—Buenas noches. Buenas noches, Sally, cariño, amor mío —le dije. ¿Se dan cuenta de lo borracho que estaba? Colgué yo también. Me imaginé que había salido con algún tío y acababa de volver a casa. Me la imaginé con los Lunt y ese cretino de Andover, nadando todos ellos en una tetera, diciendo unas cosas ingeniosísimas, y actuando todos de una manera falsísima. Ojalá no la hubiera llamado. Cuando me emborracho no sé ni lo que hago.
Me quedé un buen rato en aquella cabina. Seguía aferrado al teléfono para no caer al suelo. Si quieren que les diga la verdad no me sentía muy bien. Al final me fui dando traspiés hasta el servicio. Llené uno de los lavabos y hundí en él la cabeza hasta las orejas. Cuando la saqué no me molesté siquiera en secarme el agua. Dejé que la muy puñetera me chorreara por el cuello. Luego me acerqué a un radiador que había junto a la ventana y me senté. Estaba calentito. Me vino muy bien porque yo tiritaba como un condenado. Tiene gracia, cada vez que me emborracho me da por tiritar.
Como no tenía nada mejor que hacer, me quedé sentado en el radiador contando las baldosas blancas del suelo. Estaba empapado. El agua me chorreaba a litros por el cuello mojándome la camisa y la corbata, pero no me importaba. Estaba tan borracho que me daba igual. Al poco rato entró el tío que tocaba el piano, el maricón de las ondas. Mientras se peinaba sus rizos dorados, hablamos un poco, pero no estuvo muy amable que digamos.
—Oiga, ¿va a ver a Valencia cuando vuelva al bar? —le dije.
—Es altamente probable —me contestó. Era la mar de ingenioso. Siempre me tengo que tropezar con tíos así.
—Dígale que me ha gustado mucho. Y pregúntele si el imbécil del camarero le ha dado mi recado, ¿quiere?
—¿Por qué no se va a casita, amigo? ¿Cuántos años tiene?
—Ochenta y seis. Oiga, no se olvide de decirle que me gusta mucho, ¿eh?
—¿Por qué no se va a casa?
—Porque no. ¡Jo! ¡Qué bien toca usted el piano! —le dije. Era pura coba porque la verdad es que lo aporreaba—. Debería tocar en la radio. Un tío tan guapo como usted… con esos bucles de oro. ¿No necesita un agente?
—Váyase a casa, amigo, como un niño bueno. Váyase a casa y métase en la cama.
—No tengo adónde ir. Se lo digo en serio, ¿necesita un agente?
No me contestó. Acabó de acicalarse y se fue. Como Stradlater. Todos esos tíos guapos son iguales. En cuanto acaban de peinarse sus rizos se van y te dejan en la estacada.
Cuando al final me levanté para ir al guardarropa, estaba llorando. No sé por qué. Supongo que porque me sentía muy solo y muy deprimido. Cuando llegué al guardarropa no pude encontrar mi ficha, pero la empleada estuvo muy simpática y me dio mi abrigo y mi disco de
Litile Shirley Beans
que aún llevaba conmigo. Le di un dólar por ser tan amable, pero no quiso aceptarlo. Me dijo que me fuera a casa y me metiera en la cama. Quise esperarla hasta que saliera de trabajar, pero no me dejó. Me aseguró que tenía edad suficiente para ser mi madre. Le enseñé todo el pelo gris que tengo en el lado derecho de la cabeza y le dije que tenía cuarenta y dos años. Naturalmente era todo en broma, pero ella estuvo muy amable. Luego le mostré la gorra de caza roja y le gustó mucho. Me obligó a ponérmela antes de salir porque tenía todavía el pelo empapado. Parecía muy buena persona.