El guardián entre el centeno (21 page)

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Authors: J.D. Salinger

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BOOK: El guardián entre el centeno
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—¿Qué dices? —le pregunté a Phoebe. Me había dicho algo, pero no la había entendido.

—¿Ves como no hay una sola cosa que te guste?

—Sí hay. Claro que sí.

—¿Cuál?

—Me gusta Allie, y me gusta hacer lo que estoy haciendo ahora. Hablar aquí contigo, y pensar en cosas, y…

—Allie está muerto. No vale. Si una persona está muerta y en el Cielo, no vale…

—Ya lo sé que está muerto. ¿Te crees que no lo sé? Pero puedo quererle, ¿no? No sé por qué hay que dejar de querer a una persona sólo porque se haya muerto. Sobre todo si era cien veces mejor que los que siguen viviendo.

Phoebe no contestó. Cuando no se le ocurre nada que decir, se cierra como una almeja.

—Además, ya te digo que también me gusta esto. Estar aquí sentado contigo perdiendo el tiempo…

—Pero esto no es nada.

—Claro que sí. Claro que es algo. ¿Por qué no? La gente nunca le da importancia a las cosas. ¡Maldita sea! Estoy harto.

—Deja de jurar y dime otra cosa. Dime por ejemplo qué te gustaría ser. Científico o abogado o qué.

—Científico no. Para las ciencias soy un desastre.

—Entonces abogado como papá.

—Supongo que eso no estaría mal, pero no me gusta. Me gustaría si los abogados fueran por ahí salvando de verdad vidas de tipos inocentes, pero eso nunca lo hacen. Lo que hacen es ganar un montón de pasta, jugar al golf y al bridge, comprarse coches, beber martinis secos y darse mucha importancia. Además, si de verdad te pones a defender a tíos inocentes, ¿cómo sabes que lo haces porque quieres salvarles la vida, o porque quieres que todos te consideren un abogado estupendo y te den palmaditas en la espalda y te feliciten los periodistas cuando acaba el juicio como pasa en toda esa imbecilidad de películas? ¿Cómo sabes tú mismo que no te estás mintiendo? Eso es lo malo, que nunca llegas a saberlo.

No sé si Phoebe entendía o no lo que quería decir porque es aún muy cría para eso, pero al menos me escuchaba. Da gusto que le escuchen a uno.

—Papá va a matarte. Va a matarte —me dijo.

Pero no la oí. Estaba pensando en otra cosa. En una cosa absurda.

—¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir?

—¿Qué?

—¿Te acuerdas de esa canción que dice, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno…»? Me gustaría…

—Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno» —dijo Phoebe—. Y es un poema. Un poema de Robert Burns.

—Ya sé que es un poema de Robert Burns.

Tenía razón. Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno», pero entonces no lo sabía.

—Creí que era, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo» —le dije—, pero, verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.

Phoebe se quedó callada mucho tiempo. Luego, cuando al fin habló, sólo dijo:

—Papá va a matarte.

—Por mí que lo haga —le dije. Me levanté de la cama porque quería llamar al que había sido profesor mío de literatura en Elkton Hills, el señor Antolini. Ahora vivía en Nueva York. Había dejado el colegio para ir a enseñar a la Universidad—. Tengo que hacer una llamada —le dije a Phoebe—. Enseguida vuelvo. No te duermas.

No quería que se durmiera mientras yo estaba en el salón. Sabía que no lo haría, pero aun así se lo dije para asegurarme.

Mientras iba hacia la puerta, Phoebe me llamó:

—¡Holden!

Me volví. Se había sentado en la cama. Estaba guapísima.

—Una amiga mía, Phillis Margulis, me ha enseñado a eructar —dijo—. Escucha.

Escuché y oí algo, pero nada espectacular.

—Lo haces muy bien —le dije, y luego me fui al salón a llamar al señor Antolini.

Capítulo 23

Hablé muy poco rato porque tenía miedo de que llegaran mis padres y me pescaran con las manos en la masa. Pero tuve suerte. El señor Antolini estuvo muy amable. Me dijo que si quería, vendría a buscarme inmediatamente. Creo que les desperté a él y a su mujer porque tardaron muchísimo en coger el teléfono. Lo primero que me preguntó fue que si me pasaba algo grave y yo le contesté que no. Pero le dije que me habían echado de Pencey. Pensé que era mejor que lo supiera cuanto antes. Me dijo: «¡Vaya por Dios! ¡Buena la hemos hecho!». La verdad es que tenía bastante sentido del humor. Me dijo también que si quería podía ir para allá enseguida.

El señor Antolini es el mejor profesor que he tenido nunca. Es bastante joven, un poco mayor que mi hermano D. B., y se puede bromear con él sin perderle el respeto ni nada. Él fue quien recogió el cuerpo de James Castle cuando se tiró por la ventana. El señor Antolini se le acercó, le tomó el pulso, se quitó el abrigo, cubrió el cadáver con él y lo llevó a la enfermería. No le importó nada que el abrigo se le manchara todo de sangre.

Cuando volví a la habitación de D. B., Phoebe había puesto la radio. Daban música de baile. Había bajado mucho el volumen para que no lo oyera la criada. No se imaginan lo mona que estaba. Se había sentado sobre la colcha en medio de la cama con las piernas cruzadas como si estuviera haciendo yoga. Escuchaba la música. Me hizo una gracia horrorosa.

—Vamos —le dije—, ¿quieres bailar?

Le enseñé cuando era pequeña y baila estupendamente. De mí no aprendió más que unos cuantos pasos, el resto lo aprendió ella sola. Bailar es una de esas cosas que se lleva en la sangre.

—Pero llevas zapatos.

—Me los quitaré. Vamos.

Bajó de un salto de la cama, esperó a que me descalzara, y luego bailamos un rato. Lo hace maravillosamente. Por lo general me revienta cuando los mayores bailan con niños chicos, por ejemplo cuando va uno a un restaurante y ve a un señor sacar a bailar a una niña. La cría no sabe dar un paso y el señor le levanta todo el vestido por atrás, y resulta horrible. Por eso Phoebe y yo nunca bailamos en público. Sólo hacemos un poco el indio en casa. Además con ella es distinto porque sí sabe bailar. Te sigue hagas lo que hagas. Si la aprieto bien fuerte, no importa que yo tenga las piernas mucho más largas que ella. Y puedes hacer lo que quieras, dar unos pasos bien difíciles, o inclinarte a un lado de pronto, o saltar como si fuera una polka, lo mismo da, ella te sigue. Hasta puede con el tango.

Bailamos cuatro piezas. En los descansos me hace muchísima gracia. Se queda quieta en posición, esperando sin hablar ni nada. A mí me obliga a hacer lo mismo hasta que la orquesta empieza a tocar otra vez. Está divertidísima, pero no le deja a uno ni reírse ni nada.

Bueno, como les iba diciendo, bailamos cuatro piezas y luego Phoebe quitó la radio. Volvió a subir a la cama de un salto y se metió entre las sábanas.

—Estoy mejorando, ¿verdad? —me preguntó.

—Muchísimo —le dije. Volví a sentarme en la cama a su lado. Estaba jadeando. De tanto fumar no podía ya ni respirar. Ella en cambio seguía como si nada.

—Tócame la frente —dijo de pronto.

—¿Para qué?

—Tócamela. Sólo una vez.

Lo hice, pero no noté nada.

—¿No te parece que tengo fiebre?

—No. ¿Es que tienes?

—Sí. La estoy provocando. Tócamela otra vez.

Volví a ponerle la mano en la frente y tampoco sentí nada, pero le dije:

—Creo que ya empieza a subir —no quería que le entrara complejo de inferioridad.

Asintió.

—Puedo hacer que suba muchísimo el
ternómetro
.

—Se dice «termómetro». ¿Quién te ha enseñado?

—Alice Homberg. Sólo tienes que cruzar las piernas, contener el aliento y concentrarte en algo muy caliente como un radiador o algo así. Te arde tanto la frente que hasta puedes quemarle la mano a alguien.

¡Qué risa! Retiré la mano corriendo como si me diera un miedo terrible.

—Gracias por avisarme —le dije.

—A ti no te habría quemado. Habría parado antes. ¡Chist!

Se sentó en la cama a toda velocidad. Me dio un susto de muerte.

—¡La puerta! —me dijo en un susurro—. Son ellos.

De un salto me acerqué al escritorio y apagué la luz. Aplasté la punta del cigarrillo contra la suela de un zapato y me metí la colilla en el bolsillo. Luego agité la mano en el aire para disipar un poco el humo. No debía haber fumado. Cogí los zapatos, me metí en el armario y cerré la puerta. ¡Jo! El corazón me latía como un condenado.

Sentí a mi madre entrar en la habitación.

—¿Phoebe? —dijo—. No te hagas la dormida. He visto la luz, señorita.

—Hola —dijo Phoebe—. No podía dormir. ¿Os habéis divertido?

—Muchísimo —dijo mi madre, pero se le notaba que no era verdad. No le gustan mucho las fiestas—. Y ¿por qué estás despierta, señorita, si es que puede saberse? ¿Tenías frío?

—No tenía frío. Es que no podía dormir.

—Phoebe, ¿has estado fumando? Dime la verdad.

—¿Qué? —dijo Phoebe.

—Ya me has oído.

—Encendí un cigarrillo un segundo. Sólo le di una pitada. Luego lo tiré por la ventana.

—Y ¿puedes decirme por qué?

—No podía dormir.

—No me gusta que hagas eso, Phoebe. No me gusta nada —dijo mi madre—. ¿Quieres que te ponga otra manta?

—No, gracias. Buenas noches —dijo Phoebe. Se le notaba que estaba deseando que se fuera.

—¿Qué tal la película? —le preguntó mi madre.

—Estupenda. Sólo que la madre de Alice se pasó todo el rato preguntándole que si tenía fiebre. Volvimos en taxi.

—Déjame que te toque la frente.

—Estoy bien. Alice no tenía nada. Es que su madre es una pesada.

—Bueno, ahora a dormir. ¿Qué tal la cena?

—Asquerosa —dijo Phoebe.

—Tu padre te ha dicho mil veces que no digas esas cosas. ¿Por qué asquerosa? Era una chuleta de cordero estupenda. Fui hasta Lexington sólo para…

—No era la chuleta. Es que Charlene te echa el alientazo encima cada vez que te sirve algo. Echa toda la respiración encima de la comida.

—Bueno. A dormir. Dame un beso. ¿Has rezado tus oraciones?

—Sí. En el baño. Buenas noches.

—Buenas noches. Que te duermas pronto. Tengo un dolor de cabeza tremendo —dijo mi madre. Suele tener unas jaquecas terribles, de verdad.

—Tómate unas cuantas aspirinas —dijo Phoebe—. Holden vuelve el miércoles, ¿verdad?

—Eso parece. Métete bien dentro, anda. Hasta abajo.

Oí a mi madre salir y cerrar la puerta. Esperé un par de minutos y salí del armario. Me di de narices con Phoebe que había saltado de la cama en medio de la oscuridad para avisarme.

—¿Te he hecho daño? —le pregunté.

Ahora que estaban en casa, teníamos que hablar en voz muy baja.

—Tengo que irme —le dije. Encontré a tientas el borde de la cama, me senté en él y empecé a ponerme los zapatos. Estaba muy nervioso, lo confieso.

—No te vayas aún —dijo Phoebe—. Espera a que se duerman.

—No. Ahora es el mejor momento. Mamá estará en el baño y papá oyendo las noticias. Es mi oportunidad.

A duras penas podía abrocharme los zapatos de nervioso que estaba. No es que me hubieran matado de haberme encontrado en casa, pero sí habría sido bastante desagradable.

—¿Dónde te has metido? —le dije a Phoebe. Estaba tan oscuro que no se veía nada.

—Aquí.

Resulta que estaba allí a dos pasos y ni la veía.

—Tengo las maletas en la estación —le dije—. Oye, ¿tienes algo de dinero? Estoy casi sin blanca.

—Tengo el que he ahorrado para Navidad. Para los regalos. Pero aún no he gastado nada.

No me gustaba la idea de llevarme la pasta que había ido guardando para eso.

—¿Quieres que te lo preste?

—No quiero dejarte sin dinero para Navidad.

—Puedo dejarte una parte —me dijo. Luego la oí acercarse al escritorio de D. B., abrir un millón de cajones, y tantear con la mano. El cuarto estaba en tinieblas.

—Si te vas no me verás en la función —dijo. La voz le sonaba un poco rara.

—Sí, claro que te veré. No me iré hasta después. ¿Crees que voy a perdérmela? —le dije—. Probablemente me quedaré en casa del señor Antolini hasta el martes por la noche y luego vendré a casa. Si puedo te telefonearé.

—Toma —dijo Phoebe. Trataba de darme la pasta en medio de aquella oscuridad, pero no me encontraba.

—¿Dónde estás?

Me puso el dinero en la mano.

—Oye, no necesito tanto —le dije—. Préstame sólo dos dólares. De verdad. Toma.

Traté de darle el resto, pero no me dejó.

—Puedes llevártelo todo. Ya me lo devolverás. Tráelo cuando vengas a la función.

—Pero ¿cuánto me das?

—Ocho dólares con ochenta y cinco centavos. No, sesenta y cinco. Me he gastado un poco.

De pronto me eché a llorar. No pude evitarlo. Lloré bajito para que no me oyeran, pero lloré. Phoebe se asustó muchísimo. Se acercó a mí y trató de calmarme, pero cuando uno empieza no puede pararse de golpe y porrazo. Seguía sentado al borde de la cama. Phoebe me echó los brazos al cuello y yo le rodeé los hombros con un brazo, pero aun así no pude dejar de llorar. Creí que me ahogaba. ¡Jo! ¡Qué susto le di a la pobre! Noté que tiritaba porque sólo llevaba el pijama y estaba abierta la ventana. Traté de obligarla a que volviera a la cama pero no quiso. Al final me calmé, pero después de mucho, mucho rato. Acabé de abrocharme el abrigo y le dije que me pondría en contacto con ella en cuanto pudiera. Me dijo que podía dormir en su cama si quería, pero yo le contesté que no, que era mejor que me fuera porque el señor Antolini estaba esperándome y todo. Luego saqué del bolsillo la gorra de caza y se la di. Le gustan mucho esas cosas. Al principio no quiso quedársela, pero yo la obligué. Estoy seguro de que durmió con ella puesta. Le encantan ese tipo de gorras. Le dije que la llamaría en cuanto pudiera y me fui. Resultó mucho más fácil salir de casa que entrar. Creo que sobre todo porque de pronto ya no me importaba que me cogieran. De verdad. Si me pillaban, me pillaban. En cierto modo, creo que hasta me hubiera alegrado.

Bajé por la escalera de servicio en vez de tomar el ascensor. Casi me rompo la crisma porque tropecé con unos diez mil cubos de basura, pero al final llegué al vestíbulo. El ascensorista ni siquiera me vio. Probablemente se cree que sigo en casa de los Dickstein.

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