—Se lo decía porque si estaban haciendo una colecta —le dije—, iba a hacer una pequeña contribución. Si quiere le doy el dinero y usted lo guarda hasta que lo necesiten.
—¡Qué amable es usted! —me dijo. La otra, su amiga, me miró. Leía un librito negro mientras se tomaba el café. Por las pastas parecía una Biblia, pero era más delgadito. Desde luego, debía ser un libro religioso. No tomaban más que un café y una tostada. Eso me deprimió muchísimo. No puedo comerme un par de huevos con jamón cuando a mi lado hay una persona que no puede tomar más que un café y una tostada. No querían aceptar los diez dólares que les di. Me preguntaron si estaba seguro de que podía deshacerme de tanto dinero. Les dije que llevaba muchísimo encima, pero me parece que no me creyeron. Al final lo cogieron. Me dieron las gracias tantas veces que me dio vergüenza. Para cambiar de conversación les pregunté adónde iban. Me dijeron que eran maestras, que acababan de llegar de Chicago y que iban a enseñar en un convento de la Calle 168 ó 186, no sé, una calle de esas que están en el quinto infierno. La que se había sentado a mi lado, la de las gafas de montura de metal, me dijo que ella daba Literatura y su amiga Historia. De pronto, como un imbécil que soy, se me ocurrió qué pensaría siendo monja de algunos de los libros que tendrían que leer en clase. No precisamente verdes, pero sí de esos que son de amor y de cosas de ésas. Me pregunté qué pensaría de Eustacia Vye, por ejemplo, la protagonista de
El regreso del emigrante
, de Thomas Hardy. No es que fuera un libro muy fuerte, pero sentí curiosidad por saber qué le parecería a una monja Eustacia Vye. Claro, no se lo pregunté. Sólo les dije que la literatura era lo que se me daba mejor.
—¿De verdad? ¡Cuánto me alegro! —dijo la de las gafas—. ¿Y qué han leído este curso? Me interesa mucho saberlo.
La verdad es que era muy simpática.
—Pues verá, hemos pasado casi todo el semestre con literatura medieval,
Beowulf
, y
Grendel
, y
Lord Randal
… todas esas cosas. Pero fuera de clase teníamos que leer otros libros para mejorar la nota. Yo he leído, por ejemplo,
El regreso del emigrante
, de Thomas Hardy, y
Romeo y Julieta
, y…
—
¡Romeo y Julieta!
¡Qué bonito! ¿Verdad que es precioso? —la verdad es que no parecía una monja.
—Sí, claro. Me gustó muchísimo. Algunas cosas no me convencieron del todo, pero en general me emocionó mucho.
—¿Qué es lo que no le gustó? ¿Se acuerda?
La verdad es que me daba un poco de vergüenza hablar de
Romeo y Julieta
con ella. Hay partes en que la obra se pone un poco verde y, después de todo, era una monja, pero en fin, al fin y al cabo la que lo había preguntado era ella, así que hablamos de eso un rato.
—Verá, los que no me acaban de gustar son Romeo y Julieta —le dije—, bueno, me gustan, pero no sé… A veces se ponen un poco pesados. Me da mucha más pena cuando matan a Mercucio que cuando los matan a ellos. La verdad es que Romeo empezó a caerme mal desde que mata a Mercucio ese otro hombre, el primo de Julieta, ¿cómo se llama?
—Tibaldo.
—Eso, Tibaldo —siempre se me olvida ese nombre—. Se muere por culpa de Romeo. Mercucio es el que me cae mejor de toda la obra. No sé, todos esos Montescos y Capuletos son buena gente, sobre todo Julieta, pero Mercucio… no sé cómo explicárselo… Es listísimo y además muy gracioso. La verdad es que siempre me revienta que maten a alguien por culpa de otra persona, sobre todo cuando ese alguien es tan listo como él. Ya sé que también mueren al final Romeo y Julieta, pero en su caso fue por culpa suya. Sabían muy bien lo que se hacían.
—¿A qué colegio va? —me preguntó. Probablemente quería cambiar de tema.
Le contesté que a Pencey y me dijo que había oído hablar de él y que decían que era muy bueno. Yo lo dejé correr. De pronto, la otra, la que daba Historia, le dijo que tenían que darse prisa. Cogí el ticket para invitarlas, pero no me dejaron. La de las gafas me obligó a devolvérselo.
—Ha sido muy generoso con nosotras —me dijo—. Es usted muy amable.
Era una mujer simpatiquísima. Me recordaba un poco a la madre de Ernest Morrow, la que conocí en el tren. Sobre todo cuando sonreía.
—Hemos pasado un rato muy agradable —me dijo.
Le contesté que yo también lo había pasado muy bien y era verdad. Y lo habría pasado mucho mejor si no me hubiera estado temiendo todo el rato que de pronto me preguntaran si era católico. Los católicos siempre quieren enterarse de si los demás lo son también o no. A mí me lo preguntan todo el tiempo porque mi apellido es irlandés, y la mayoría de los americanos de origen irlandés son católicos. La verdad es que mi padre lo fue hasta que se casó con mi madre. Pero hay gente que te lo pregunta aunque no sepa siquiera cómo te llamas. Cuando estaba en el Colegio Whooton conocí a un chico que se llamaba Louis Gorman. Fue el primero con quien hablé allí. Estábamos sentados uno junto al otro en la puerta de la enfermería esperando para el reconocimiento médico y nos pusimos a hablar de tenis. Nos gustaba muchísimo a los dos. Me dijo que todos los veranos iba a ver los campeonatos nacionales de Forest Hills. Como yo también los veía siempre, nos pasamos un buen rato hablando de jugadores famosos. Para la edad que tenía sabía mucho de tenis. De pronto, en medio de la conversación, me preguntó:
—¿Sabes por casualidad dónde está la iglesia católica de este pueblo?
Por el tono de la pregunta se le notaba que lo que quería era averiguar si yo era católico o no. De verdad. No es que fuera un fanático ni nada, pero quería saberlo. Lo estaba pasando muy bien hablando de tenis, pero se le notaba que lo habría pasado mucho mejor si yo hubiera sido de la misma religión que él. Todo eso me fastidia muchísimo. Y no es que la pregunta acabara con la conversación, claro que no, pero tampoco contribuyó a animarla, desde luego. Por eso me alegré de que aquellas dos monjas no me hicieran lo mismo. No habría pasado nada, pero probablemente hubiera sido distinto. No crean que critico a los católicos. Estoy casi seguro de que si yo lo fuera haría exactamente lo mismo. En cierto modo, es como lo que les decía antes sobre las maletas baratas. Todo lo que quiero decir es que la pregunta de aquel chico no contribuyó precisamente a animar la charla. Y nada más.
Cuando las dos monjas se levantaron, hice una cosa muy estúpida que luego me dio mucha vergüenza. Como estaba fumando, cuando me despedí de ellas me hice un lío y les eché todo el humo en la cara. No fue a propósito, claro, pero el caso es que lo hice. Me disculpé muchas veces y ellas estuvieron simpatiquísimas, pero aun así no saben la vergüenza que pasé.
Cuando se fueron me dio pena no haberles dado más que diez dólares, pero había quedado en llevar a Sally al teatro y aún tenía que sacar las entradas y todo. De todos modos lo sentí. ¡Maldito dinero! Siempre acaba amargándole a uno la vida.
Cuando terminé de desayunar eran sólo las doce. Como no había quedado con Sally hasta las dos, me fui a dar un paseo. No se me iban de la cabeza aquellas dos monjas. No podía dejar de pensar en aquella cesta tan vieja con la que iban pidiendo por las calles cuando no estaban enseñando. Traté de imaginar a mi madre, o a mi tía, o a la madre de Sally Hayes —que está completamente loca— recogiendo dinero para los pobres a la puerta de unos grandes almacenes con una de aquellas cestas. Era casi imposible imaginárselo. Mi madre no tanto, pero lo que es las otras dos… Mi tía hace muchas obras de caridad —trabaja de voluntaria para la Cruz Roja y todo eso—, pero va siempre muy bien vestida, y cuando tiene que ir a alguna cosa así se pone de punta en blanco y con un montón de maquillaje. No creo que quisiera pedir para una institución de caridad si tuviera que ponerse un traje negro y llevar la cara lavada. Y en cuanto a la madre de Sally, ¡Dios mío!, sólo saldría por ahí con una cesta si cada tío que hiciera una contribución se comprometiera a besarle primero los pies.
Si se limitaran a echar el dinero en la cesta y largarse sin decir palabra, no duraría ni un minuto. Se aburriría como una ostra. Le encajaría la cestita a otra y ella se iría a comer a un restaurante de moda. Eso es lo que me gustaba de esas monjas. Se veía que nunca iban a comer a un restaurante caro. De pronto me dio mucha pena pensar que jamás pisaban un sitio elegante. Ya sé que la cosa no es como para suicidarse, pero, aun así, me dio lástima.
Decidí ir hacia Broadway porque sí y porque hacía años que no pasaba por allí. Además quería ver si encontraba una tienda de discos abierta. Quería comprarle a Phoebe uno que se llamaba
Little Shirley Beans
. Era muy difícil de encontrar. Tenía una canción de una niña que no quiere salir de casa porque se le han caído dos dientes de delante y le da vergüenza que la vean. Lo había oído en Pencey. Lo tenía un compañero mío y quise comprárselo porque sabía que a mi hermana le gustaría muchísimo, pero el tío no quiso vendérmelo. Era una grabación formidable que había hecho hacía como veinte años esa cantante negra que se llamaba Estelle Fletcher. Lo cantaba con ritmo de jazz y un poco a lo puta. Cantado por una blanca habría resultado empalagosísimo, pero la tal Estelle Fletcher sabía muy bien lo que se hacía. Era uno de los mejores discos que había oído en mi vida. Decidí comprarlo en cualquier tienda que abriera los domingos y llevármelo después a Central Park. Phoebe suele ir a patinar al parque casi todos los días de fiesta y sabía más o menos dónde podía encontrarla.
No hacía tanto frío como el día anterior, pero seguía nublado y no apetecía mucho andar. Por suerte había una cosa agradable. Delante de mí iba una familia que se notaba que acababa de salir de la iglesia. Eran el padre, la madre, y un niño como de seis años. Se veía que no tenían mucho dinero. El padre llevaba un sombrero de esos color gris perla que se encasquetan los pobres cuando quieren dar el golpe. Él y la mujer iban hablando mientras andaban sin hacer ni caso del niño. El crío era graciosísimo. Iba por la calzada en vez de por la acera, pero siguiendo el bordillo. Trataba de andar en línea recta como suelen hacer los niños, y tarareaba y cantaba todo el tiempo. Me acerqué a ver qué decía y era esa canción que va: «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno». Tenía una voz muy bonita y cantaba porque le salía del alma, se le notaba. Los coches pasaban rozándole a toda velocidad, los frenos chirriaban a su alrededor, pero sus padres seguían hablando como si tal cosa. Y él seguía caminando junto al bordillo y cantando: «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno». Aquel niño me hizo sentirme mucho mejor. Se me fue toda la depresión.
Broadway estaba atestado de gente y había una confusión horrorosa. Era domingo y sólo las doce del mediodía, pero ya estaba de bote en bote. Iban todos al cine, al Paramount, o al Strand, o al Capitol, a cualquiera de esos sitios absurdos. Se habían puesto de punta en blanco porque era domingo y eso lo hacía todo aún peor. Pero lo que ya no aguantaba es que se les notaba que estaban deseando llegar al cine. No podía ni mirarlos. Comprendo que alguien vaya al cine cuando no tiene nada mejor que hacer, pero cuando veo a la gente deseando ir y hasta andando más deprisa para llegar cuanto antes, me deprimo muchísimo. Sobre todo cuando hay millones y millones de personas haciendo colas larguísimas que dan la vuelta a toda la manzana, esperando con una paciencia infinita a que les den una butaca. ¡Jo! ¡No me di poca prisa en salir de Broadway! Tuve suerte. En la primera tienda que entré tenían el disco que buscaba. Me cobraron cinco dólares por él, porque era una grabación muy difícil de encontrar, pero no me importó. ¡Jo! ¡Qué contento me puse de repente! Estaba deseando llegar al parque para dárselo a Phoebe.
Cuando salí de la tienda de discos, pasé por delante de una cafetería. Se me ocurrió llamar a Jane para ver si había llegado ya a Nueva York, y entré a ver si tenían teléfono público. Lo malo es que contestó su madre y tuve que colgar. No quería tener que hablar con ella media hora. No me vuelve loco la idea de hablar con las madres de mis amigas, pero reconozco que debí preguntarle al menos si Jane estaba ya de vacaciones. No me habría pasado nada por eso, pero es que no tenía ganas. Para esas cosas hay que estar en vena.
Aún no había sacado las entradas, así que compré un periódico y me puse a leer la cartelera. Como era domingo sólo había tres teatros abiertos. Me decidí por una obra que se llamaba
Conozco a mi amor
y compré dos butacas. Era una función benéfica o algo así. Yo no tenía el menor interés en verla, pero como conocía a Sally y sabía que se moría por esas cosas, pensé que se derretiría cuando le dijera que íbamos a ver eso, sobre todo porque trabajaban los Lunt. Le encantan ese tipo de comedias irónicas y como muy finas. El tipo de obra que hacen siempre los Lunt. A mí no. Si quieren que les diga la verdad, para empezar no me gusta mucho el teatro. Lo prefiero al cine, desde luego, pero tampoco me vuelve loco. Los actores me revientan. Nunca actúan como gente de verdad, aunque ellos se creen que sí. Los buenos a veces parecen un poco personas reales, pero nunca lo pasa uno bien del todo mirándoles. En cuanto un actor es bueno, enseguida se le nota que lo sabe y eso lo estropea todo. Es lo que pasa con Sir Lawrence Olivier, por ejemplo. El año pasado D. B. nos llevó a Phoebe y a mí a que le viéramos en
Hamlet
. Nos invitó a comer y luego al cine. Él había visto ya la película y, por lo que nos dijo durante la comida, se le notaba que estaba deseando volver a verla. Pero a mí no me gustó. Yo no encuentro a Lawrence Olivier tan maravilloso, de verdad. Reconozco que es muy guapo, que tiene una voz muy bonita y que da gusto verle cuando se bate con alguien o algo así, pero no se parecía en nada a
Hamlet
tal como D. B. me lo había descrito siempre. En vez de un loco melancólico parecía un general de división. Lo que más me gustó de toda la película fue cuando el hermano de Ofelia —el que al final se bate con
Hamlet
— va a irse, y su padre le da un montón de consejos mientras Ofelia se pone a hacer el payaso y a sacarle la daga de la funda mientras el pobre chico trata de concentrarse en las tontadas que le está diciendo su padre. Esa parte sí que está bien. Pero dura sólo un ratito. Lo que más le gustó a Phoebe es cuando
Hamlet
le da unas palmaditas al perro en la cabeza. Le pareció muy gracioso y tenía razón. Lo que tengo que hacer es leer
Hamlet
. Es un rollo tenerse que leer las obras uno mismo, pero es que en cuanto un actor empieza a representar, ya no puedo ni escucharlo. Me obsesiona la idea de que de pronto va a salir con un gesto falsísimo.