—He dicho que no vuelvo al colegio. Tú puedes hacer lo que te dé la gana, pero yo no vuelvo allí. Así que cállate ya.
Era la primera vez que me decía que me callara. Dicho por ella sonaba horrible. ¡Dios mío! Peor que una palabrota. Seguía sin mirarme y cada vez que le ponía la mano en el hombro o algo así, se apartaba.
—Oye, ¿quieres que vayamos a dar un paseo? —le pregunté—. ¿Quieres que vayamos hasta el zoológico? Si te dejo no ir al colegio y dar en cambio un paseo conmigo, ¿no harás más tonterías?
No quiso contestarme, así que volví a decírselo:
—Si te dejo no ir a clase esta tarde, ¿no harás tonterías? ¿Irás mañana al colegio como una buena chica?
—No lo sé —me dijo. Luego echó a correr y cruzó la calle sin mirar siquiera si venía algún coche. A veces se pone como loca.
No corrí tras ella. Sabía que me seguiría, así que eché a andar por la acera del parque mientras ella iba por la de enfrente. Se notaba que me miraba con el rabillo del ojo y sin volver la cabeza para ver por dónde iba. Así fuimos hasta el zoológico. Lo único que me preocupaba es que a veces pasaba un autobús de dos pisos que me tapaba el lado opuesto de la calle y no me dejaba ver a Phoebe. Pero cuando llegamos, grité:
—¡Voy a entrar al zoológico! ¡Ven!
No volvió la cabeza, pero sabía que me había oído, y cuando empecé a bajar los escalones me volví y vi que estaba cruzando la calle para seguirme.
El zoológico estaba bastante desanimado porque hacía un día muy malo, pero en torno al estanque de las focas se habían reunido unas cuantas personas. Pasaba por allí sin detenerme cuando vi a Phoebe que fingía mirar cómo daban de comer a los animales —había un tío echándoles pescado—, así que volví atrás. Pensé que aquélla era buena ocasión para alcanzarla. Me acerqué, me paré detrás de ella y le puse las manos en los hombros, pero Phoebe dobló un poco las rodillas y se hizo a un lado. Ya les he dicho que cuando le da por ahí, se pone bastante descarada. Se quedó mirando cómo daban de comer a las focas y yo de pie tras ella. No volví a tocarla porque sabía que si lo hacía se marcharía. Los críos tienen sus cosas. Hay que andarse con mucho cuidado cuando uno trata con ellos.
Cuando se cansó del estanque de las focas, echó a andar si no a mi lado, tampoco muy lejos de mí. Íbamos más o menos uno por cada extremo de la acera. No era la situación ideal, pero era mejor que caminar a una milla de distancia como antes. Subimos la colinita del zoológico y nos paramos en lo alto, donde están los osos. Pero allí no había mucho que ver. Sólo estaba fuera uno de ellos, el polar. El otro, el marrón, estaba metido en su cuevecita dichosa y no le daba la gana de salir. No se le veía más que el trasero. A mi lado había un crío de pie con un sombrero de vaquero que le tapaba hasta las orejas. No hacía más que decir a su padre: «¡Hazle salir, papá! ¡Hazle salir!». Miré a Phoebe pero no quiso reírse. A los niños se les nota enseguida cuándo están enfadados en que no quieren reírse.
Dejamos de mirar a los osos, salimos del zoológico, cruzamos la callecita del parque, y nos metimos en uno de esos túneles que siempre huelen a pis. Era el camino del tiovivo. Phoebe seguía sin querer hablarme, pero por lo menos ahora iba a mi lado. La cogí por el cinturón del abrigo, pero me dijo:
—Las manos en los bolsillos, si no te importa.
Aún estaba enfadada, pero no tanto como antes. Habíamos llegado muy cerca del tiovivo y ya se oía esa musiquilla que toca siempre. En ese momento sonaba «¡Oh, Marie!», la misma canción que cuando yo era pequeño, como cincuenta años antes. Eso es lo bonito que tienen los tiovivos, que siempre tocan la misma música.
—Creí que lo cerraban en invierno —me dijo Phoebe. Era la primera vez que abría la boca. Probablemente se le había olvidado que estaba enfadada conmigo.
—A lo mejor lo han abierto porque es Navidad —le dije.
No me contestó. Debía haberse acordado del enfado.
—¿Quieres subir? —le dije. Pensé que le gustaría. Cuando era muy pequeñita y venía al parque con Allie y conmigo, le volvía loca montar en el tiovivo. No había forma de bajarla de allí.
—Ya soy muy mayor —dijo. Pensé que no iba a decir nada, pero me contestó.
—No es verdad. ¡Venga! Te esperaré. ¡Anda! —le dije. Habíamos llegado. Subidos en el tiovivo había unos cuantos niños, la mayoría muy chicos, mientras que en los bancos de alrededor esperaban unos cuantos padres. Me acerqué a la ventanilla donde vendían los tickets y compré uno para Phoebe. Luego se lo di. Estaba de pie justo a mi lado.
—Toma —le dije—. Espera un momento. Aquí tienes el resto de tu dinero.
Quise darle lo que me quedaba, pero ella no me dejó.
—No, guárdalo tú. Guárdamelo —me dijo. Luego añadió—, por favor.
Me da mucha pena cuando alguien me dice «por favor», quiero decir alguien como Phoebe. Me deprimió muchísimo. Volví a meterme el dinero en el bolsillo.
—¿No vas a montar tú también? —me preguntó. Me miraba con una expresión bastante rara. Se le notaba que ya no estaba enfadada conmigo.
—Quizá a la próxima. Ésta te miraré —le dije—. ¿Tienes tu ticket?
—Sí.
—Entonces, ve. Yo te espero en ese banco. Te estaré mirando.
Me senté y ella subió al tiovivo. Dio la vuelta a toda la plataforma y al final se montó en un caballo marrón muy grande y bastante tronado. Luego el tiovivo se puso en marcha y la vi girar y girar. En esa vuelta habían subido sólo como cinco o seis niños y la música era «Smoke Gets in Your Eyes». El soniquete del aparato ese le daba a la canción un aire muy gracioso, como de jazz. Todos los críos trataban de estirar los brazos para tocar la anilla dorada del premio y Phoebe también. Me dio miedo que se cayera del caballo, pero no le dije nada. A los niños hay que tratarles así. Cuando se empeñan en hacer una cosa, es mejor dejarles. Si se caen que se caigan, pero no es bueno decirles nada.
Cuando el tiovivo paró se bajó del caballo y vino a decirme:
—Esta vez te toca a ti.
—No. Prefiero verte montar —le dije. Le di más dinero—. Toma, saca unos cuantos tickets.
Lo cogió.
—Ya no estoy enfadada contigo —dijo.
—Lo sé. Date prisa. Va a empezar otra vez.
De pronto, sin previo aviso, me dio un beso. Extendió la mano y me dijo:
—Llueve. Está empezando a chispear.
—Lo sé.
Luego hizo una cosa que me hizo mucha gracia. Me metió la mano en el bolsillo del abrigo, sacó la gorra de caza, y me la puso.
—¿No la quieres tú? —le dije.
—Te la presto un rato.
—Bueno. Ahora date prisa. Vas a perderte esta vuelta. Te quitarán tu caballo.
Pero no se movió.
—¿Es cierto lo que dijiste antes? ¿Que ya no vas a ninguna parte? ¿Irás a casa desde aquí? —me preguntó.
—Sí —le dije. Y era verdad. No mentía. Pensaba ir desde allí—. Pero date prisa. Ya empieza a moverse.
Salió corriendo, compró su ticket y subió al tiovivo justo a tiempo. Luego dio la vuelta otra vez a toda la plataforma hasta que llegó a su caballo. Se subió a él, me saludó con la mano, y yo le devolví el saludo. ¡Jo! ¡De pronto empezó a llover a cántaros! Un diluvio, se lo juro. Todos los padres y madres se refugiaron bajo el alero del tiovivo para no calarse hasta los huesos, pero yo aún me quedé sentado en el banco un buen rato. Me empapé bien, sobre todo el cuello y los pantalones. En cierto modo la gorra de caza me protegía bastante, pero aun así me mojé. No me importó. De pronto me sentía feliz viendo a Phoebe girar y girar. Si quieren que les diga la verdad, me sentí tan contento que estuve a punto de gritar. No sé por qué. Sólo porque estaba tan guapa con su abrigo azul dando vueltas y vueltas sin parar. ¡Cuánto me habría gustado que la hubieran visto así!
Esto es todo lo que voy a contarles. Podría decirles lo que pasó cuando volví a casa y cuando me puse enfermo, y a qué colegio voy a ir el próximo otoño cuando salga de aquí, pero no tengo ganas. De verdad. En este momento no me importa nada de eso.
Mucha gente, especialmente el psiquiatra que tienen aquí, me pregunta si voy a aplicarme cuando vuelva a estudiar en septiembre. Es una pregunta estúpida. ¿Cómo sabe uno lo que va a hacer hasta que llega el momento? Es imposible. Yo creo que sí, pero ¿cómo puedo saberlo con seguridad? Vamos, que es una estupidez.
D. B. no es tan latoso como los demás, pero también me hace siempre un montón de preguntas. Vino a verme el sábado pasado con una chica inglesa que va a salir en la película que está escribiendo. Era la mar de afectada pero muy guapa. En un momento en que se fue al baño, que está al fondo de la otra ala del edificio, D. B. me preguntó qué pensaba de todo lo que les he contado. No supe qué contestarle. Si quieren que les diga la verdad, no lo sé. Siento habérselo dicho a tanta gente. De lo que estoy seguro es de que echo de menos en cierto modo a todas las personas de quienes les he hablado, incluso a Stradlater y a Ackley, por ejemplo. Creo que hasta al cerdo de Maurice le extraño un poco. Tiene gracia. No cuenten nunca nada a nadie. En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo.