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Authors: J.D. Salinger

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El guardián entre el centeno (11 page)

BOOK: El guardián entre el centeno
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Al final me dieron una mesa infame pegada a la pared y justo detrás de un poste tremendo que no dejaba ver nada. Era una de esas mesitas tan arrinconadas que si la gente de la mesa de al lado no se levanta para dejarte pasar —y nunca lo hacen— tienes que trepar prácticamente a la silla. Pedí un whisky con soda, que es mi bebida favorita además de los daiquiris bien helados. En «Ernie» está siempre tan oscuro que serían capaces de servir un whisky a un niño de seis años. Además, allí a nadie le importa un comino la edad que tengas. Puedes inyectarte heroína si te da la gana sin que nadie te diga una palabra.

Estaba rodeado de cretinos. En serio. En la mesa de la izquierda, casi encima de mis rodillas, había una pareja con una pinta un poco rara. Eran de mi edad o quizá un poco mayores. Tenía gracia. Se les notaba enseguida que bebían muy despacio la consumición mínima para no tener que pedir otra cosa. Como no tenía nada que hacer, escuché un rato lo que decían. Él le hablaba a la chica de un partido de fútbol que había visto aquella misma tarde. Se lo contó con pelos y señales, hasta la última jugada, de verdad. Era el tío más plomo que he oído en mi vida. A su pareja se le notaba que le importaba un rábano el partido, pero como la pobre era tan fea no le quedaba más remedio que tragárselo quieras que no. Las chicas feas de verdad las pasan moradas, las pobres. Me dan mucha pena. A veces no puedo ni mirarlas, sobre todo cuando están con un cretino que les está encajando el rollo de un partido de fútbol. A mi derecha, la conversación era peor todavía. Había un tío al que se le notaba enseguida que era de Yale, vestido con un traje de franela gris y un chaleco de esos amariconados con muchos cuadritos. Todos los cabrones esos de las universidades buenas del Este se parecen unos a otros como gotas de agua. Mi padre quiere que vaya a Yale o a Princeton, pero les juro que prefiero morirme antes que ir a un antro de ésos. Lo que me faltaba. Pero, como les decía, el tipo de Yale iba con una chica guapísima. ¡Jo! ¡Qué guapa era la tía! Pero no se imaginan la conversación que se traían. Para empezar, estaban los dos un poco curdas. Él le metía mano por debajo de la mesa al mismo tiempo que le hablaba de un chico de su residencia que se había tomado un frasco entero de aspirinas y casi se había suicidado. La chica repetía: «¡Qué horror! ¡Qué terrible! No, aquí no, cariño. Aquí no, por favor… ¡Qué horror!». ¿Se imaginan a alguien metiendo mano a una chica y contándole un suicidio al mismo tiempo? Era para morirse de risa. De pronto empecé a sentirme como un imbécil sentado allí solo en medio de todo el mundo. No había otra cosa que hacer que fumar y beber. Luego llamé al camarero para que le dijera a Ernie que si quería tomar una copa conmigo, que no se olvidara de decirle que era hermano de D. B. No creo que le dijera nada. Los camareros nunca dan ningún recado a nadie.

De repente se me acercó una chica y me dijo: —¡Holden Caulfield!—. Se llamaba Lillian Simmons y mi hermano D. B. había salido con ella una temporada. Tenía unas tetas de aquí a Lima.

—Hola —le dije. Naturalmente traté de ponerme en pie, pero en aquella mesa no había forma de levantarse. Iba con un oficial de marina que parecía que se había tragado el sable.

—¡Qué maravilloso verte! —dijo Lillian. ¡Qué tía más falsa!— ¿Cómo está tu hermano? —eso era lo que en realidad quería saber.

—Muy bien. Está en Hollywood.

—¿En Hollywood? ¡Qué maravilla! ¿Y qué hace?

—No sé. Escribir —le dije. No tenía ganas de hablarle de eso. Se le notaba que le parecía el no va más eso de que D. B. estuviera en Hollywood. A todo el mundo se lo parece. Sobre todo a la gente que no ha leído sus cuentos. A mí en cambio me pone negro.

—¡Qué maravilla! —dijo Lillian. Luego me presentó al oficial de marina. Se llamaba Comandante Blop o algo así, y era uno de esos tíos que consideran una mariconada no partirle a uno hasta el último dedo cuando le dan la mano. ¡Dios mío, cómo me revientan esas cosas!

—¿Estás solo, cariño? —me preguntó la tal Lillian. Había cortado el paso por ese pasillo, pero se le notaba que era de las que les gusta bloquear el tráfico. Había un camarero esperando a que se apartara, pero ella no se dio ni cuenta. Se notaba que al camarero le caía gorda, que al oficial de marina le caía gorda, que a mí me caía gorda, a todos. En el fondo daba un poco de lástima.

—¿Estás solo? —volvió a preguntarme. Yo seguía de pie y ni siquiera se molestó en decirme que me sentara. Era de las que les gusta tenerle a uno de pie horas enteras—. ¿Verdad que es guapísimo? —le dijo al oficial de marina—. Holden, cada día estás más guapo.

El oficial de marina le dijo que a ver si acababa de una vez, que estaba bloqueando el tráfico.

—Vente con nosotros, Holden —dijo Lillian—. Tráete tu vaso.

—Me iba en este momento —le dije—. He quedado con un amigo.

Se le notaba que quería quedar bien conmigo para que luego yo se lo contara a D. B.

—Está bien, desagradecido. Como tú quieras. Cuando veas a tu hermano, dile que le odio.

Al final se fue. El oficial de marina y yo nos dijimos que estábamos encantados de habernos conocido, que es una cosa que me fastidia muchísimo. Me paso el día entero diciendo que estoy encantado de haberlas conocido a personas que me importan un comino. Pero supongo que si uno quiere seguir viviendo, tiene que decir tonterías de ésas.

Después de repetirle a Lillian que tenía que ver a un amigo, no me quedaba más remedio que largarme. No podía quedarme a ver si, por alguna casualidad, Ernie tocaba algo pasablemente. Pero cualquier cosa antes que quedarme allí en la mesa de la tal Lillian y el comandante de marina a aburrirme como una ostra. Así que me fui. Mientras me ponía el abrigo sentí una rabia terrible. La gente siempre le fastidia a uno las cosas.

Capítulo 13

Volví al hotel andando. Cuarenta manzanas como cuarenta soles. No lo hice porque me apeteciera caminar, sino porque no quería pasarme la noche entera entrando y saliendo de taxis. A veces se cansa uno de ir en taxi tanto como de ir en ascensor. De pronto te entra una necesidad enorme de utilizar las piernas, sea cual sea la distancia o el número de escalones. Cuando era pequeño, subía andando a nuestro apartamento muy a menudo. Y son doce pisos.

No se notaba nada que había nevado. Apenas quedaba nieve en las aceras, pero en cambio hacía un frío de espanto, así que saqué del bolsillo la gorra de caza roja y me la puse. No me importaba tener un aspecto rarísimo. Hasta bajé las orejeras. No saben cómo me acordé en aquel momento del tío que me había birlado los guantes en Pencey, porque las manos se me helaban de frío. Aunque estoy seguro de que si hubiera sabido quién era el ladrón no le habría hecho nada tampoco. Soy un tipo bastante cobarde. Trato de que no se me note, pero la verdad es que lo soy. Por ejemplo, si hubiera sabido quién me había robado los guantes, probablemente habría ido a la habitación del ladrón y le habría dicho: «¡Venga! ¿Me das mis guantes, o qué?»., El otro me hubiera preguntado con una voz muy inocente: «¿Qué guantes?». Yo habría ido entonces al armario y habría encontrado los guantes escondidos en alguna parte, dentro de unas botas de lluvia por ejemplo. Los hubiera sacado, se los habría enseñado, y le habría dicho: «Supongo que éstos son tuyos, ¿no?» El ladrón me habría mirado otra vez con una expresión muy inocente y me habría dicho: «No los he visto en mi vida. Si son tuyos puedes llevártelos. Yo no los quiero para nada». Probablemente me habría quedado allí como cinco minutos con los guantes en la mano sabiendo que lo que tenía que hacer era romperle al tío la cara. Hasta el último hueso, vamos. Sólo que no habría tenido agallas para hacerlo. Me habría quedado de pie, mirándole con cara de duro de película y luego le habría dicho algo muy ingenioso, muy agudo. Lo malo es que, si le hubiera dicho algo así, el ladrón seguramente se habría levantado y me habría dicho: «Oye, Caulfield, ¿me estás llamando ladrón?», y yo, en lugar de responderle: «Naturalmente», probablemente le habría dicho: «Todo lo que sé es que tenías mis guantes dentro de tus botas de lluvia». El chico habría pensado que no iba a atizarle y se me habría encarado: «Oye, pongamos las cosas en claro. ¿Me estás llamando ladrón?», y yo probablemente le habría contestado: «Nadie te llama nada. Todo lo que sé es que mis guantes estaban dentro de tus botas de lluvia», y así podría haber repetido lo mismo durante horas. Al final habría salido de la habitación sin pegarle un puñetazo siquiera. Habría bajado a los lavabos, habría encendido un cigarrillo y luego me habría mirado al espejo poniendo cara de duro. Esto es lo que iba pensando camino del hotel. De verdad que no tiene ninguna gracia ser cobarde. Aunque quizá yo no sea tan cobarde. No lo sé. Creo que además de ser un poco cobarde, en el fondo lo que me pasa es que me importa un pimiento que me roben los guantes. Una de las cosas malas que tengo es que nunca me ha importado perder nada. Cuando era niño, mi madre se enfadaba mucho conmigo. Hay tíos que se pasan días enteros buscando todo lo que pierden. A mí nada me importa lo bastante como para pasarme una hora buscándolo. Quizá por eso sea un poco cobarde. Aunque no es excusa, de verdad. No se debe ser cobarde en absoluto, ni poco ni mucho. Si llega el momento de romperle a uno la cara, hay que hacerlo. Lo que me pasa es que yo no sirvo para esas cosas. Prefiero tirar a un tío por la ventana o cortarle la cabeza a hachazos, que pegarle un puñetazo en la mandíbula. Me revientan los puñetazos. No me importa que me aticen de vez en cuando —aunque, naturalmente, tampoco me vuelve loco—, pero si se trata de una pelea a puñetazos lo que más me asusta es ver la cara del otro tío. Eso es lo malo. No me importaría pelear si tuviera los ojos vendados. Sé que es un tipo de cobardía bastante raro, la verdad, pero aun así es cobardía. No crean que me engaño.

Cuanto más pensaba en los guantes y en lo cobarde que era, más deprimido me sentía, así que decidí parar a beber algo en cualquier parte. En «Ernie» sólo había tomado tres copas, y la última ni la había terminado. Para eso del alcohol tengo un aguante bárbaro. Puedo beber toda la noche si me da la gana sin que se me note absolutamente nada. Una vez, cuando estaba en el Colegio Whooton, un chico que se llamaba Raymond Goldfarb y yo nos compramos una pinta de whisky un sábado por la noche y nos la bebimos en la capilla para que no nos vieran. Él acabó como una cuba, pero a mí ni se me notaba. Sólo estaba así como muy despegado de todo, muy frío. Antes de irme a la cama vomité, pero no porque tuviera que hacerlo. Me forcé un poco.

Pero, como iba diciendo, antes de volver al hotel pensé entrar en un bar que encontré en el camino y que era bastante cochambroso, pero en el momento en que abría la puerta salieron un par de tíos completamente curdas y me preguntaron si sabía dónde estaba el metro. Uno de ellos que tenía pinta de cubano, me echó un alientazo apestoso en la cara mientras les daba las indicaciones. Decidí no entrar en aquel tugurio y me volví al hotel.

El vestíbulo estaba completamente vacío y olía como a cincuenta millones de colillas. En serio. No tenía sueño pero me sentía muy mal. De lo más deprimido. Casi deseaba estar muerto. Y, de pronto, sin comerlo ni beberlo, me metí en un lío horroroso.

No hago más que entrar en el ascensor, y el ascensorista va y me pregunta:

—¿Le interesa pasar un buen rato, jefe? ¿O es demasiado tarde para usted?

—¿A qué se refiere? —le dije. No sabía adónde iba a ir a parar.

—¿Le interesa, o no?

—¿A quién? ¿A mí? —reconozco que fue una respuesta bastante estúpida, pero es que da vergüenza que un tío le pregunte a uno a bocajarro una cosa así.

—¿Cuántos años tiene, jefe? —dijo el ascensorista.

—¿Por qué? —le dije—. Veintidós.

—Entonces, ¿qué dice? ¿Le interesa? Cinco dólares por un polvo y quince por toda la noche —dijo mirando su reloj de pulsera—. Hasta el mediodía. Cinco dólares por un polvo, quince toda la noche.

—Bueno —le dije. Iba en contra de mis principios, pero me sentía tan deprimido que no lo pensé. Eso es lo malo de estar tan deprimido. Que no puede uno ni pensar.

—Bueno, ¿qué? ¿Un polvo o hasta el mediodía? Tiene que decidirlo ahora.

—Un polvo.

—De acuerdo. ¿Cuál es el número de su habitación?

Miré la placa roja que colgaba de la llave.

—Mil doscientos veintidós —le dije. Empezaba a arrepentirme de haberle dicho que sí, pero ya era tarde para volverse atrás.

—Bien. Le mandaré a una chica dentro de un cuarto de hora.

Abrió las puertas del ascensor y salí.

—Oiga, ¿es guapa? —le pregunté—. No quiero ningún vejestorio.

—No es ningún vejestorio. Por eso no se preocupe, jefe.

—¿A quién le pago?

—A ella —dijo—. Hasta la vista, jefe.

Y me cerró la puerta en las narices.

Me fui a mi habitación y me mojé un poco el pelo, pero no hay forma de peinarlo cuando lo lleva uno cortado al cepillo. Luego miré a ver si me olía mal la boca por todos los cigarrillos que había fumado aquel día y por las copas que me había tomado en «Ernie». No hay más que ponerse la mano debajo de la barbilla y echarse el aliento hacia la nariz. No me olía muy mal, pero de todas formas me lavé los dientes. Luego me puse una camisa limpia. Ya sé que no hace falta ponerse de punta en blanco para acostarse con una prostituta, pero así tenía algo que hacer para entretenerme. Estaba un poco nervioso. Empezaba también a excitarme, pero sobre todo tenía los nervios de punta. Si he de serles sincero les diré que soy virgen. De verdad. He tenido unas cuantas ocasiones de perder la virginidad, pero nunca he llegado a conseguirlo. Siempre en el último momento, ocurría alguna cosa. Por ejemplo, los padres de la chica volvían a casa, o me entraba miedo de que lo hicieran. Si iba en el asiento posterior de un coche, siempre tenía que ir en el delantero alguien que no hacía más que volverse a ver qué pasaba. En fin, que siempre ocurría alguna cosa. Un par de veces estuve a punto de conseguirlo. Recuerdo una vez en particular, pero pasó algo también, no me acuerdo qué. Casi siempre, cuando ya estás a punto, la chica, que no es prostituta ni nada, te dice que no. Y yo soy tan tonto que la hago caso. La mayoría de los chicos hacen como si no oyeran, pero yo no puedo evitar hacerles caso. Nunca se sabe si es verdad que quieren que pares, o si es que tienen miedo, o si te lo dicen para que si lo haces la culpa luego sea tuya y no de ellas. No sé, pero el caso es que yo me paro. Lo que pasa es que me dan pena. La mayoría son tan tontas, las pobres… En cuanto se pasa un rato con ellas, empiezan a perder pie. Y cuando una chica se excita de verdad pierde completamente la cabeza. No sé, pero a mí me dicen que pare, y paro. Después, cuando las llevo a su casa, me arrepiento de haberlo hecho, pero a la próxima vez hago lo mismo.

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