Lo primero que hice al llegar a la Estación de Pennsylvania fue meterme en una cabina telefónica. Tenía ganas de llamar a alguien. Dejé las maletas a la puerta para poder vigilarlas y entré, pero tan pronto como estuve dentro no supe a quién llamar. Mi hermano D. B. estaba en Hollywood y mi hermana pequeña, Phoebe, se acuesta alrededor de las nueve. No le habría importado nada que la despertara, pero lo malo es que no hubiera cogido ella el teléfono. Habrían contestado mis padres, así que tuve que olvidarme del asunto. Luego, se me ocurrió llamar a la madre de Jane Gallaher para preguntarle cuándo llegaba su hija a Nueva York, pero de pronto se me quitaron las ganas. Además, era ya muy tarde para telefonear a una señora. Después pensé en llamar a una chica con la que solía salir bastante a menudo, Sally Hayes. Sabía que ya estaba de vacaciones porque me había escrito una carta muy larga y muy cursi invitándome a decorar el árbol con ella el día de Nochebuena, pero me dio miedo de que se pusiera su madre al teléfono. Era amiga de la mía y una de esas tías que son capaces de romperse una pierna con tal de correr al teléfono para contarle a mi madre que yo estaba en Nueva York. Además no me atraía la idea de hablar con la señora Hayes. Una vez le dijo a Sally que yo estaba loco de remate y que no tenía ningún propósito en la vida. Al final pensé en llamar a un tío que había conocido en Whooton, un tal Carl Luce, pero la verdad es que era un poco imbécil. Así que acabé por no llamar a nadie.
Después de pasarme como veinte minutos en aquella cabina, salí a la calle, cogí mis maletas, me acerqué al túnel donde está la parada de taxis, y cogí uno.
Soy tan distraído que, por la fuerza de la costumbre, le di al taxista mi verdadera dirección. Me olvidé totalmente de que iba a refugiarme un par de días en un hotel y de que no iba a aparecer por casa hasta que empezaran oficialmente las vacaciones. No me di cuenta hasta que habíamos cruzado ya medio parque. Entonces le dije muy deprisa:
—¿Le importaría dar la vuelta cuando pueda? Me equivoqué al darle la dirección. Quiero volver al centro.
El taxista era un listo.
—Aquí no puedo dar la vuelta, amigo. Esta calle es de dirección única. Tendremos que seguir hasta la Diecinueve.
No tenía ganas de discutir:
—Está bien —le dije. De pronto se me ocurrió preguntarle si sabía una cosa—. ¡Oiga! —le dije—. Esos patos del lago que hay cerca de Central Park South… Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casualidad adónde van cuando el agua se hiela? ¿Tiene usted alguna idea de dónde se meten?
Sabía perfectamente que cabía una posibilidad entre un millón. Se volvió y me miró como si yo estuviera completamente loco.
—¿Qué se ha propuesto, amigo? —me dijo—. ¿Tomarme un poco el pelo?
—No. Sólo quería saberlo, de verdad.
No me contestó, así que yo me callé también hasta que salimos de Central Park en la calle Diecinueve. Entonces me dijo:
—Usted dirá, amigo. ¿Adónde vamos?
—Verá, la cosa es que no quiero ir a ningún hotel del Este donde pueda tropezarme con cualquier amigo. Viajo de incógnito —le dije. Me revienta decir horteradas como «viajo de incógnito», pero cuando estoy con alguien que dice ese tipo de cosas procuro hablar igual que él—. ¿Sabe usted quién toca hoy en la Sala de Fiestas del Taft o del New Yorker?
—Ni la menor idea, amigo.
—Entonces lléveme al Edmont —le dije—. ¿Quiere parar en el camino y tomarse una copa conmigo? Le invito. Estoy forrado.
—No puedo. Lo siento —el tío era unas castañuelas. Vaya carácter que tenía.
Llegamos al Edmont y me inscribí en el registro. En el taxi me había puesto la gorra de caza, pero me la quité antes de entrar al hotel. No quería parecer un tipo estrafalario lo cual resultó después bastante gracioso. Pero entonces aún no sabía que ese hotel estaba lleno de tarados y maníacos sexuales. Los había a cientos.
Me dieron una habitación inmunda con una ventana que daba a un patio interior, pero no me importó mucho. Estaba demasiado deprimido para preocuparme por la vista. El botones que me subió el equipaje al cuarto debía tener unos sesenta y cinco años. Resultaba aún más deprimente que la habitación. Era uno de esos viejos que se peinan echándose todo el pelo a un lado para que no se note que están calvos. Yo preferiría que todo el mundo lo supiera antes que tener que hacer eso. Pero, en cualquier caso, ¡vaya carrerón que llevaba el tío! Tenía un trabajo envidiable. Transportar maletas todo el día de un lado para otro y tender la mano para que le dieran una propina. Supongo que no sería ningún Einstein, pero aun así el panorama era bastante horrible.
Cuando se fue me puse a mirar por la ventana sin quitarme el abrigo ni nada. Al fin y al cabo no tenía nada mejor que hacer. No se imaginan ustedes las cosas que pasaban al otro lado de aquel patio. Y ni siquiera se molestaba nadie en bajar las persianas. Por ejemplo, vi a un tío en calzoncillos, que tenía el pelo gris y una facha de lo más elegante, hacer una cosa que cuando se la cuente no van a creérsela siquiera. Primero puso la maleta sobre la cama. Luego la abrió, sacó un montón de ropa de mujer, y se la puso. De verdad que era toda de mujer: medias de seda, zapatos de tacón, un sostén y uno de esos corsés con las ligas colgando y todo. Luego se puso un traje de noche negro, se lo juro, y empezó a pasearse por toda la habitación dando unos pasitos muy cortos, muy femeninos, y fumando un cigarrillo mientras se miraba al espejo. Lo más gracioso es que estaba solo, a menos que hubiera alguien en el baño, que desde donde yo estaba no se veía. Justo en la habitación de encima, había un hombre y una mujer echándose agua el uno al otro a la cara. Quizá se tratara de alguna bebida, pero a esa distancia era imposible distinguir lo que tenían en los vasos. Primero él se llenaba la boca de líquido y se lo echaba a ella a la cara, y luego ella se lo echaba a él. Se lo crean o no, lo hacían por riguroso turno. ¡No se imaginan qué espectáculo! Y, mientras, se reían todo el tiempo como si fuera la cosa más divertida del mundo. En serio. Ese hotel estaba lleno de maníacos sexuales. Yo era probablemente la persona más normal de todo el edificio, lo que les dará una idea aproximada de la jaula de grillos que era aquello. Estuve a punto de mandarle a Stradlater un telegrama diciéndole que cogiera el primer tren a Nueva York. Se lo habría pasado de miedo.
Lo malo de ese tipo de cosas es que, por mucho que uno no quiera, resultan fascinantes. Por ejemplo, la chica que tenía la cara chorreando, era la mar de guapa. Creo que ése es el problema que tengo. Por dentro debo ser el peor pervertido que han visto en su vida. A veces pienso en un montón de cosas raras que no me importaría nada hacer si se me presentara la oportunidad. Hasta puedo entender que, en cierto modo, resulte divertido, si se está lo bastante bebido, echarse agua a la cara con una chica. Pero lo que me pasa es que no me gusta la idea. Si se analiza bien, es bastante absurda. Si la chica no te gusta, entonces no tiene sentido hacer nada con ella, y si te gusta de verdad, te gusta su cara y no quieres llenársela de agua. Es una lástima que ese tipo de cosas resulten a veces tan divertidas. Y la verdad es que las mujeres no le ayudan nada a uno a procurar no estropear algo realmente bueno. Hace un par de años conocí a una chica que era aún peor que yo. ¡Jo! ¡No hacía pocas cosas raras! Pero durante una temporada nos divertíamos muchísimo. Eso del sexo es algo que no acabo de entender del todo. Nunca se sabe exactamente por dónde va uno a tirar. Por ejemplo, yo me paso el día imponiéndome límites que luego cruzo todo el tiempo. El año pasado me propuse no salir con ninguna chica que en el fondo no me gustara de verdad. Pues aquella misma semana salí con una que me daba cien patadas. La misma noche, si quieren saber la verdad. Me pasé horas enteras besando y metiendo mano a una cursi horrorosa que se llamaba Anne Louise Sherman. Eso del sexo no lo entiendo. Se lo juro.
Mientras estaba mirando por la ventana se me ocurrió llamar directamente a Jane. Pensé en ponerle una conferencia a BM, en vez de hablar con su madre, para preguntarle cuándo llegaría a Nueva York. Las alumnas tenían prohibido recibir llamadas telefónicas por la noche, pero me preparé todo el plan. Diría a la persona que contestara que era el tío de Jane, que su tía había muerto en un accidente de coche, y que tenía que hablar con ella inmediatamente. Se lo habrían creído. Pero al final no lo hice porque no estaba en vena y cuando uno no está en vena no hay forma de hacer cosas así.
Al cabo de un rato me senté en un sillón y me fumé un par de cigarrillos. Me sentía bastante cachondo, tengo que confesarlo. De pronto se me ocurrió una idea. Saqué la cartera y busqué una dirección que me había dado el verano anterior un tío de Princeton. Al final la encontré. El papel estaba todo amarillento, pero todavía se leía. No es que la chica fuera una puta ni nada de eso, pero, según me había dicho el tío aquél, no le importaba hacerlo de vez en cuando. Él la llevó un día a un baile de la universidad y por poco le echan de Princeton. Había sido bailarina de
striptease
o algo así. Pues, como iba diciendo, me acerqué a donde estaba el teléfono y llamé. La chica se llamaba Faith Cavendish y vivía en el Hotel Stanford Arms, en la esquina de las calles 65 y Broadway. Un tugurio, sin la menor duda.
Sonó el timbre bastante rato. Cuando ya pensaba que no había nadie, descolgaron el teléfono.
—¿Oiga? —dije. Hablaba con un tono muy bajo para que no sospechara la edad que tenía. De todas formas tengo una voz bastante profunda.
—Diga —contestó una mujer. Y no muy amable por cierto.
—¿Es Faith Cavendish?
—¿Quién es? ¿A qué imbécil se le ocurre llamarme a esta hora?
Aquello me acobardó un poco.
—Verás, ya sé que es un poco tarde —dije con una voz como muy adulta—. Tienes que perdonarme, pero es que ardía en deseos de hablar contigo —se lo dije de la manera más fina posible. De verdad.
—Pero ¿quién es?
—No me conoces. Soy un amigo de Birdsell. Me dijo que si algún día pasaba por Nueva York no dejara de tomar una copa contigo.
—¿Qué dices? ¿Que eres amigo de quién?
¡Jo! ¡Esa mujer era una fiera corrupia! Me hablaba casi a gritos.
—Edmund Birdsell. Eddie Birdsell —le dije. No me acordaba si se llamaba Edmund o Edward. Le había visto sólo una vez en una fiesta aburridísima.
—No conozco a nadie que se llame así. Y si crees que tiene gracia despertarme a media noche para…
—Eddie Birdsell… De Princeton —le dije.
Se notaba que le estaba dando vueltas al nombre en la cabeza.
—Birdsell, Birdsell… ¿De Princeton, dices? ¿De la universidad?
—¿Estás tú en Princeton?
—Más o menos.
—Eso —le dije.
—Y, ¿cómo está Eddie? —dijo—. Oye, vaya horitas que tienes tú de llamar, ¿eh? ¡Qué barbaridad!
—Está muy bien. Me dijo que te diera recuerdos.
—Gracias. Dale también recuerdos de mi parte cuando le veas —dijo—. Es un chico encantador. ¿Qué es de su vida?
De repente estaba simpatiquísima.
—Pues nada. Lo de siempre —le dije. ¡Yo qué sabía lo que andaría haciendo ese tío! Apenas le conocía. Ni siquiera sabía si seguiría en Princeton—. Oye, ¿podríamos vernos para tomar una copa juntos?
—¿Tienes ni la más remota idea de la hora que es? —dijo—. ¿Cómo te llamas? ¿Te importaría decirme cómo te llamas? —de pronto sacaba acento británico—. Por teléfono pareces un poco joven.
Me reí.
—Gracias por el cumplido —le dije, así como con mucho mundo—. Me llamo Holden Caulfield.
Debí darle un nombre falso, pero no se me ocurrió.
—Verás, Holden. Nunca salgo a estas horas de la noche. Soy una pobre trabajadora.
—Pero mañana es domingo —le dije.
—No importa. Tengo que dormir mucho. El sueño es un tratamiento de belleza. Ya lo sabes.
—Creí que aún podríamos tomar una copa juntos. No es demasiado tarde.
—Eres muy amable —me dijo—. Por cierto, ¿desde dónde me llamas? ¿Dónde estás?
—¿Yo? En una cabina telefónica.
—¡Ah! —dijo. Hubo una pausa interminable—. Me gustaría muchísimo verte. Debes ser muy atractivo. Por la voz me parece que tienes que ser muy atractivo. Pero es muy tarde.
—Puedo subir yo.
—En otra ocasión me habría parecido estupendo que subieras a tomar algo, pero mi compañera de cuarto está enferma. No ha pegado ojo la pobre en toda la tarde y acaba de dormirse hace un minuto.
—Vaya, lo siento…
—¿Dónde te alojas? Quizá podamos vernos mañana.
—Mañana no puedo —le dije—. La única posibilidad era esta noche.
¡Soy un cretino! ¡Nunca debí decir aquello!
—Vaya, entonces lo siento muchísimo…
—Le daré recuerdos a Eddie de tu parte.
—No te olvides, por favor. Que lo pases muy bien en Nueva York. Es una ciudad maravillosa.
—Ya lo sé. Gracias. Buenas noches —le dije. Y colgué.
¡Jo! ¡Vaya ocasión que había perdido! Al menos podía haber quedado con ella para el día siguiente.
Era aún bastante temprano. No estoy seguro de qué hora sería, pero desde luego no muy tarde. Me revienta irme a la cama cuando ni siquiera estoy cansado, así que abrí las maletas, saqué una camisa limpia, me fui al baño, me lavé y me cambié. Había decidido bajar a ver qué pasaba en el Salón Malva. Así se llamaba la sala de fiestas del hotel, el Salón Malva.
Mientras me cambiaba de camisa se me ocurrió llamar a mi hermana Phoebe. Tenía muchas ganas de hablar con ella por teléfono. Necesitaba hablar con alguien que tuviera un poco de sentido común. Pero no podía arriesgarme porque, como era muy pequeña, no podía estar levantada a esa hora y, menos aún, cerca del teléfono. Pensé que podía colgar enseguida si contestaban mis padres, pero no hubiera dado resultado. Se habrían dado cuenta de que era yo. A mi madre no se le escapa una. Es de las que te adivina el pensamiento. Una pena, porque me habría gustado charlar un buen rato con mi hermana.
No se imaginan ustedes lo guapa y lo lista que es. Les juro que es listísima. Desde que empezó a ir al colegio no ha sacado más que sobresalientes. La verdad es que el único torpe de la familia soy yo. Mi hermano D. B. es escritor, ya saben, y mi hermano Allie, el que les he dicho que murió, era un genio. Yo soy el único tonto. Pero no saben cuánto me gustaría que conocieran a Phoebe. Es pelirroja, un poco como era Allie, y en el verano se corta el pelo muy cortito y se lo remete por detrás de las orejas. Tiene unas orejitas muy monas, muy pequeñitas. En el invierno lo lleva largo. Unas veces mi madre le hace trenzas y otras se lo deja suelto, pero siempre le queda muy bien. Tiene sólo diez años. Es muy delgada, como yo, pero de esas delgadas graciosas, de las que parece que han nacido para patinar. Una vez la vi desde la ventana cruzar la Quinta Avenida para ir al parque y pensé que tenía el tipo exacto de patinadora. Les gustaría mucho conocerla. En el momento en que uno le habla, Phoebe entiende perfectamente lo que se le quiere decir. Y se la puede llevar a cualquier parte. Si se la lleva a ver una película mala, enseguida se da cuenta de que es mala. Si se la lleva a ver una película buena, enseguida se da cuenta de que es buena. D. B. y yo la llevamos una vez a ver una película francesa de Raimu que se llamaba
La mujer del panadero
. Le gustó muchísimo. Pero su preferida es
Los treinta y nueve escalones
, de Robert Donat. Se la sabe de memoria porque la ha visto como diez veces. Por ejemplo, cuando Donat llega a Escocia huyendo de la policía y se refugia en una granja y un escocés le pregunta: «¿Va a comerse ese arenque, o no?», Phoebe va y lo dice en voz alta al mismo tiempo. Se sabe todo el diálogo de memoria. Y cuando el profesor, que luego resulta ser un espía alemán, saca un dedo mutilado que tiene para enseñárselo a Donat, Phoebe se le adelanta y me planta un dedo ante las narices en medio de la oscuridad. Es estupenda, de verdad. Les gustaría mucho. Lo único es que a veces se pasa de cariñosa. Para lo pequeña que es, es muy sensible.