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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (58 page)

BOOK: El guardian de Lunitari
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—¡Ah, lo despellejarás! —exclamó regocijada Tervy.

El caballero puso los ojos en blanco, desesperado, pero no dijo una palabra. Luego, se apresuró a desatar las correas de la armadura del señor de la guerra.

* * *

El señor de Bayarn levantó la lona de acceso al pabellón. Los guardias del corredor se pusieron firmes. La fiera máscara del Señor de los Dragones se volvió hacia ellos.

—He inmovilizado a Brightblade —dijo—. Permanecerá aquí hasta mi regreso. Que nadie entre en esa habitación sin mi presencia, ¿comprendido? El hechizo paralizador se rompería. ¿Está claro?

—¡Sí, señor! —gritaron los guardias al unísono.

—Muy bien. —Merinsaard llamó con una seña a Tervy—. Vamos, muchacha.

La joven, con aire desdichado, se acercó a él, arrastrando las cadenas ceñidas a los tobillos con unos pesados grilletes de hierro.

—Cuando me des prueba de tu lealtad, te los quitaré —dijo el cabecilla con altivez.

—¡Oh, gracias, magnánimo señor! —replicó Tervy.

El hombre echó a andar; la muchacha le pisaba los talones.

—Lo hiciste muy bien —dijo Sturm cuando estuvieron más allá del oído de los guardias.

—¡Oh gracias, magnánimo señor!

—Deja esas tonterías.

Entre el laberinto de paredes de seda, Sturm encontró por fin la entrada a la habitación donde estaban prisioneros Onthar y sus hombres, e irrumpió con brusquedad en la estancia. Ostimar alzó la hundida cabeza y, al ver la máscara del dragón, su expresión de temor se trocó en otra de odio.

—¿Qué pasa ahora? —inquirió Onthar.

—Os dejaré marchar —respondió Sturm. Acto seguido, entregó la daga de Merinsaard a Tervy, que se apresuró a liberar a los desconcertados vaqueros.

—¿Donde están Sturm y Belingen? —preguntó Frijje.

—Beligen faltó a su honor y ha muerto por ello. —El caballero se despojó del yelmo—. En cuanto a Sturm, está con vosotros.

El joven caballero tuvo que refrenar a los entusiasmados vaqueros para que no prorrumpieran en vítores. Hasta el por lo común taciturno Onthar sonreía de oreja a oreja, y palmeó a Sturm en la espalda.

—No disponemos de tiempo para celebraciones —dijo el caballero deprisa—. Debéis llegar a vuestras monturas y salir de aquí.

—¿No nos acompañarás? —Rorin se sorprendió.

—Imposible. Mi destino está más al norte. Además, vuestra única oportunidad de escapar, amigos, es que Merinsaard prefiera vengarse de mí en lugar de capturaros de nuevo a vosotros.

Los hombres comprendieron muy bien el alcance de sus palabras. Onthar asió los brazos de Sturm.

—Nos enfrentaremos a las hordas de Takhisis si tú lo quieres, Piel de Hierro —afirmó con solemnidad.

—Tal vez llegue el momento en que debáis hacerlo —dijo Sturm sombrío—. Ahora, marchaos. Alertad a toda vuestra gente sobre Merinsaard. Y aseguraos de que nadie traiga hasta aquí reses, ovejas, o cualquier otra clase de abastecimientos. Recibirían el mismo trato que vosotros.

—Haré que corra la voz por todas las llanuras —juró Onthar—. Ni siquiera una perdiz entrará en los almacenes de Merinsaard.

Los vaqueros recogieron sus escasas pertenencias y se dirigieron a la salida.

—Hay algo más —añadió Sturm.

—¿Qué? —preguntó el capataz.

El caballero hizo una corta pausa antes de responder.

—Os llevaréis a Tervy.

—¡No! —protestó ella en voz alta—. ¡Me quedo contigo!

—Compréndelo. He de viajar rápido y ligero. Además, correrías un grave peligro a mi lado —dijo Sturm con voz grave.

—También estuve en peligro en la habitación de Merinsaard, cuando tiré la mesa y lo golpeé en la cabeza.

Sturm posó su mano sobre el hombro de la muchacha.

—Tienes más coraje que diez hombres, Tervy, pero lo que enfrentaré será más peligroso que espadas o flechas. Ha surgido en el mundo una magia maligna que se abatirá sobre mí con todo su peso durante los próximos días.

—No me importa. —Los labios de la muchacha temblaron.

—Pero a mí, sí. Eres una buena chica, Tervy. Mereces una vida larga y feliz. —Sturm se volvió hacia Frijje—. ¿Cuidarás de ella?

El joven vaquero estaba todavía sorprendido al escuchar que la muchacha había reducido al poderoso Merinsaard.

—¡Será ella quien cuidará de mí!

Así quedó decidido, aunque no sin lágrimas. Sturm vaciló un momento; luego, se inclinó y besó la tiznada frente de la joven; después, la empujó con suavidad hacia los vaqueros. Una punzada dolorosa estremeció su corazón como una herida recién abierta, pero el caballero sabía que en los días venideros sus probabilidades de sobrevivir eran escasas.

Los guardias se alarmaron al ver aparecer a Onthar y sus hombres. Sturm, con el yelmo que le ocultaba otra vez el rostro, ordenó a los soldados que les dejaran paso libre.

—Estos hombres regresarán con más provisiones —dijo con voz atronadora.

—Sí, mi señor —replicó Onthar—. Mil cabezas, lo prometo.

El capataz tiró de las riendas y enfiló su poni en dirección al sur; espoleó los polvorientos flancos del animal y salió al galope. Los demás lo siguieron. Frijje y Tervy cerraban la fila. La muchacha volvió la cabeza y miró a Sturm hasta que lo perdió de vista; la muchacha mantuvo los puños apretados contra el pecho para dominar la tentación de agitar la mano en un último adiós.

Con las manos enlazadas a la espalda, Sturm se encaminó a largas zancadas por el pasaje central; actuaba como un general que inspeccionaba sus tropas. Se asomó a varias estancias hasta dar con lo que buscaba. El guardarropa de Merinsaard. Se despojó a toda velocidad de la armadura. El señor de Bayarn era más ancho de hombros y cintura que él, pero, por lo demás, ambos tenían más o menos la misma talla. Se puso una túnica de lana, un cubrecuello y unos guantes. Aunque el clima de las llanuras era caluroso, en las elevaciones más al norte haría frío por las noches. Después, se colocó el yelmo y se echó por encima de los hombros una larga capa que le llegaba hasta los tobillos. La capucha de la capa ocultaba sus cabellos oscuros. No perdería tiempo en buscar la espada que le había arrebatado; por ello, tomó «prestada» una de las de Merinsaard. Tas se sentiría orgulloso de él, se dijo pesaroso. El arma tenía una empuñadura sencilla y un acabado de plata pulida. La vaina era de cuero negro. Sturm se ajustó el cinturón bajo la capa.

A la entrada del pabellón, voceó:

—¡Mi caballo! —Un soldado corrió y regresó con un magnífico corcel blanco.

—El boticario informa que la cataplasma ha sanado el casco de
Mai-tat —
dijo el soldado con atolondramiento y voz temblorosa—. El hombre pide la gracia de vuestro perdón.

«¿Por qué no?», se dijo Sturm.

—Bien, le concedo la vida —proclamó, con una actitud que, esperaba, resultara lo bastante arrogante. Luego, metió un pie en el estribo y subió a
Mai-tat.
El fogoso animal cabrioleó sobre sí y obligó al soldado a retroceder deprisa.

Sturm abrió la boca para explicar el motivo de su ausencia, pero de repente se dio cuenta de que Merinsaard no haría semejante cosa.

—Regresaré antes del amanecer —dijo con sequedad.

—¿Se mantienen los mismos puestos de centinelas? —preguntó el hombre que había traído el caballo.

—Sí. —El caballero tensó las riendas para dominar al nervioso corcel—. No quiero errores, ¡o perderás la cabeza! —tronó amenazador.

Espoleó con levedad a su montura y salió al galope hacia el norte, en dirección al Castillo de Brightblade. A Sturm le pesaba no haber dispuesto de tiempo suficiente para dispersar el ganado encerrado en el patio de la vieja fortaleza. Pero no era el momento para tales pasatiempos; en el instante en que el verdadero Merinsaard recobrara el conocimiento y se librara de las ataduras, daría comienzo la caza de Sturm Brightblade.

40

El secreto del Castillo de Brightblade

Mai-tat
era tan veloz como hermoso y, poco tiempo después, la oscura silueta del alcázar de Vingaard se hundió tras el horizonte meridional. Guiándose por las estrellas, Sturm se encaminó rumbo noroeste. Un afluente del río Vingaard se extendía recto hacia el norte y las colinas de Verkhus hacia el oeste. En la fértil franja de terreno inserta entre los dos accidentes geográficos, se alzaba el Castillo de Brightblade.

Los cascos del blanco corcel tamborileaban un cantarín solo en las vacías llanuras. En varias ocasiones, Sturm hizo un alto en su precipitada huida a fin de captar el eco de la persecución. Pero, aparte del canto de los grillos en la hierba alta, la llanura permanecía sumida en el más profundo silencio.

Unas pocas horas antes del amanecer, Sturm aminoró la velocidad del galope y se acercó a unas ruinas envueltas en las sombras. Se trataba de una vieja cabaña y un mojón de lindes territoriales, ahora demolido. El tocón del poste señalizador aún conservaba la parte inferior de la inscripción tallada. Se percibían unos pétalos de rosa y, debajo, un sol y una espada desnuda: la representación gráfica del nombre de los Brightblade, es decir, Hoja Resplandeciente. Sturm había llegado a los límites meridionales de su feudo ancestral.

Chasqueó la lengua y apremió a su montura para que reanudara la marcha. Los campos más allá del mojón, que él recordaba como una tierra rica en pastos y un vergel de huertos y árboles frutales, se habían convertido en un paraje yermo, ahogado por las malas hierbas. Las primorosas hileras de manzanos y perales de antaño eran poco más que unos matorrales silvestres. Las plantas rastreras hacía tiempo que habían reconquistado la calzada. Sturm prosiguió la marcha, con los labios apretados en una fina línea, obligado de tanto en tanto a agacharse para esquivar las ramas bajas.

La zona del plantío estaba hendida, según recordaba, por el cauce del riachuelo; y, en efecto, así seguía siendo. Condujo a
Mai-tat
hasta la somera corriente de agua. El arroyo corría a lo largo de un par de kilómetros hasta la misma base de los muros del Castillo de Brightblade. El corcel trotó sobre las frescas aguas.

El cielo clareaba por el este cuando los muros grises asomaron por encima de las copas de los árboles. A la vista de los perfiles de las almenas y las torres, Sturm sintió un nudo en la garganta. Pero no era lo mismo que cuando se marchó; las espesas matas de enredaderas trepaban por las murallas, bloques enteros de piedras se habían desmoronado, y las torres, cuyos techos habían ardido hacía años, se alzaban desnudas hacia el cielo.

—Vamos —dijo en voz baja al caballo y le dio un suave golpe con los talones.
Mai-tat
inició un lento galope que levantó surtidores de agua a cada paso. Remontó la orilla oeste del riachuelo y se abrió paso por la fangosa ribera. En la cara oeste del castillo se encontraba la puerta principal. Los cascos del caballo repicaron sobre el camino de guijarros, entre los que crecía la hierba, que llevaba al portón. Privados de la luz del sol naciente por su situación, los muros parecían negros.

El angosto foso era poco más que una zanja cenagosa; sin el dique que desviara el cauce del riachuelo, el agua no quedaba retenida en torno a las murallas. Sturm aflojó la marcha al alcanzar el puente. Las crueles palabras de Belingen acerca de los caballeros que se arrojaron al foso resonaron en su mente. El canal ya no era más que un cenagal oscuro y pantanoso.

De la puerta de acceso sólo quedaban los herrumbrosos goznes, sujetos a las pétreas paredes con clavos de hierro de más de un palmo de largo. Una densa alfombra de hojarasca y maderos carbonizados cubría las losas del patio. Sturm levantó la mirada a la torre del homenaje, que se alzaba al frente. Los huecos de las ventanas se abrían al exterior en un mudo y eterno bostezo; los estragos del fuego habían plasmado en los antepechos oscuras lenguas de hollín. Sturm sintió la imperiosa necesidad de gritar a voces: «¡Padre, Padre, he regresado a casa!». Logró, no obstante, domeñar el inútil impulso. Nadie escucharía su llamada. Nadie, excepto las sombras de los muertos.

Había señales de que el patio se había utilizado recientemente para albergar animales. Se advertían numerosas huellas de ganado, y Sturm comprendió que el campamento de Merinsaard en el alcázar de Vingaard no era el único asentamiento empleado por las tropas invasoras para reunir provisiones. Lo dominó una cólera sorda, ardiente, ante la idea de la sórdida finalidad dada al noble edificio del Castillo de Brightblade.

Dio la vuelta a la torre y entró al patio norte. Allí estaba la pequeña poterna por la que su madre y él habían escapado. Vio de nuevo a su padre y a su madre enlazados en un último abrazo de despedida, mientras la nieve caía en remolinos a su alrededor. Lady Ilys Brightblade jamás superó el frío de aquel adiós y su carácter se trocó, hasta el final de sus días, impasible, rígido y amargo.

En aquel momento, Sturm descubrió el cuerpo. Desmontó y condujo a
Mai-tat
por las riendas. Llegó hasta la figura que yacía boca abajo y le dio la vuelta. Era el cadáver de un hombre, muerto no hacía mucho —un día, dos a lo sumo. Le habían atravesado la espalda con un golpe certero. Los rígidos dedos del cadáver aún asían una bolsa de lona. Sturm forzó el puño crispado y abrió el saquillo. El mezquino valor del contenido quedó al descubierto: unas monedas de plata, unas toscas joyas y varias gemas semipreciosas. El que había asesinado a este hombre, no lo había hecho con el propósito de robarlo. De hecho, a juzgar por la daga y las ganzúas colgadas de su cinto, el propio muerto debió de ser un ladrón.

Sturm siguió adelante. Encontró los residuos de una fogata de campamento y las ropas de un petate, todo ello revuelto y pisoteado. Bajo una manta azul de crin, descubrió otro cuerpo. Este también había muerto atravesado con una espada. Los objetos habituales de un campamento aparecían esparcidos por los alrededores; una sartén de cobre, ollas de arcilla, odres de agua..., también otras monedas de plata y un rollo de tejido de seda. ¿Acaso los ladrones se habían enzarzado en una reyerta a causa de la posesión del botín? De ser así, ¿por qué el vencedor no se había llevado todo consigo?

Una oscura entrada, carente de puerta, bostezaba en el muro, cerca de Sturm.

Lleva a las cocinas —musitó el caballero. Ató a
Mai-tat
al tocón de un poste y se dirigió al acceso. Los rayos del sol se colaban a través de las hendiduras de la derruida torre, pero muchas estancias todavía permanecían inmersas en la más profunda tiniebla. Sturm regresó al destrozado campamento de los ladrones y elaboró una antorcha con un pedazo de madera y unas tiras de tela. Absorto en la tarea, escuchó un movimiento en el sombrío dintel. El caballero se giró raudo, lista la espada. No vislumbró nada.

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