El guardian de Lunitari (54 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

BOOK: El guardian de Lunitari
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La llamada de un cuerno resonó en la lejana orilla opuesta; era la señal de que la manada precedente había atravesado el vado. Onthar se empinó sobre los estribos y blandió la garrocha, de cuya punta colgaba un paño negro, atrás y adelante. Los hombres acosaron a las reses mediante silbidos y gritos, y las obligaron a emprender la marcha. Un muro compacto de vacas se agitó como una ola en dirección a Sturm, pero el caballero las hizo retroceder a fuerza de gritos y golpes de garrocha hasta que los animales dieron media vuelta y siguieron al resto de la manada.

La ribera del río era un terreno pantanoso. Las pezuñas de miles de reses habían removido el fangoso barro y, bajo el sol del amanecer, se alzó del putrefacto fondo un hedor nauseabundo. Onthar y los jinetes de cabeza se metieron en el Vingaard, y guiaron a los toros de la manada. Tras ellos fueron los becerros y las vacas y, por último, los jinetes de retaguardia. El hedor era insoportable y la mordedura de los tábanos, mortificante.

Los poderosos cascos de
Brumbar
chapotearon al entrar en el río, aunque sus herraduras, adecuadas para andar por el suelo firme de una carretera, no le proporcionaban un asidero seguro en los mojados cantos. De pronto, cuando habían recorrido una veintena de metros, el animal resbaló y cayó por el borde del vado.

Apenas se hundió en el agua, Sturm se soltó los estribos y se impulsó hacia la superficie. Al emerger, aspiró una bocanada de aire.
Brumbar
nadaba con habilidad en la corriente y se dirigía a la orilla sur. Frijje frenó su caballo por medio de un tirón de las riendas, y voceó.

—¡Sturm! ¿Estás bien?

—¡Sí! ¡Ese estúpido jamelgo resbaló y se salió del vado!

El caballero nadó hacia Frijje para asirse al extremo posterior de la garrocha que el vaquero le tendía. El hombre jaló la pértiga y arrastró el empapado Sturm hasta el inclinado borde del vado. Una vez en terreno seguro, el caballero se puso de pie. Allí, en las piedras, el agua no le llegaba más que a las rodillas.

—¿Me llevas hasta la ribera? —preguntó a Frijje.

—No puedo dejar la manada —fue su respuesta—. Tendrás que alcanzarnos después.

El vaquero se alejó; las largas coletas rebotaban contra su espalda. Sturm avanzó con esfuerzo por el agua fangosa de regreso a la orilla sur, donde esperaba
Brumbar,
secándose bajo el sol matinal.

—Ven aquí, bruto ignorante —espetó el caballero, aunque de inmediato sonrió. El caballo sería un bruto ignorante, pero permanecía tranquilo tras la peligrosa experiencia acuática, y aguardaba con actitud paciente las órdenes de su jinete. Sturm lo montó y le hizo dar media vuelta. Para entonces, la manada de Onthar casi había alcanzado la otra orilla. El caballero no sólo había perdido su garrocha; también su orgullo había sufrido un fuerte menoscabo. Pero no se dio por vencido.

—¡Jiaa! —gritó, al tiempo que golpeaba con las riendas el cuello de su montura. El caballo salió al galope; los poderosos cascos retumbaron en la inclinada cuesta de la ribera, en su marcha hacia al río. Entraron a la corriente justo por el centro del vado. El ímpetu del galope del animal levantó una impresionante cortina de agua. Alcanzaron la orilla norte al mismo tiempo que salía del río Rorin, el último de los vaqueros.

—¿Qué tal el baño? —le preguntó, sarcástico.

—No estuvo mal —respondió Sturm, turbado—. Déjame otra garrocha, ¿quieres? Regresaré a mi puesto.

Rorin sacó de un tirón otra pértiga que llevaba en una funda, colgada al cuello de su caballo, y se la lanzó por el aire al caballero. Sturm la asió con habilidad.

La manada se internó en la anegada ribera arenosa del lado norte del Vingaard. Allí, por fin, los herrados cascos de
Brumbar
demostraron su eficacia y, mientras los ponis sin herrar de los vaqueros pataleaban inseguros sobre la arena suelta, Sturm y su montura salvaron la peligrosa cuesta y se adelantaron a un tercio de la manada. Cual un gigantesco tapiz viviente, el hato y los jinetes remontaron el bancal y alcanzaron el terreno más seco, tapizado de hierba, de la llanura septentrional de Solamnia. Una vez que todos cruzaron el paso del río, Onthar los guió hasta una amplia hondonada y ordenó que la manada se detuviera.

—Manteneos en vuestros puestos —gritó, mientras cabalgaba en dirección a Sturm. Al llegar junto a él, oteó el río y buscó rezagados.

—Me han dicho que te has caído —comentó.

—Las herraduras y las piedras mojadas no hacen buena pareja.

—Ya. ¿Has perdido la garrocha que te di?

—Sí, Onthar. Rorin me prestó otra.

—Eso te costará dos monedas. Te las descontaré de la paga.

El jefe de vaqueros dio media vuelta y cabalgó hacia Rorin, con quien mantuvo una conversación.

Cuanto más pensaba Sturm en lo ocurrido, tanto más crecía su enfado con Onthar. Cobrarle la garrocha perdida le parecía una manifiesta mezquindad. Entonces, la disciplina de la Medida le hizo recordar que debía enfocar la situación desde el punto de vista del jefe de la cuadrilla. Lo más probable es que ignoraran que
Brumbar
estaba herrado. Ostimar le había advertido que se mantuviera alejado de la margen del vado. Onthar había pagado la garrocha que él había perdido. Dada la dureza del trabajo y la escasa ganancia de aquella gente, descontar dos monedas por la pérdida de una pica no era una mezquindad, sino algo imprescindible.

Sturm se quitó el pañuelo y lo escurrió. Sus ropas se secarían rápido con el calor del sol; quedaba un largo día por delante y una dura marcha. Adoptó una postura más erguida y se imaginó a sí mismo como parte de una avanzadilla de guerra: alerta, aunque relajado. Así fue como su viejo amigo, Soren, hizo las prácticas militares, como sargento de la guardia del castillo de su padre. Soren había sido el hombre más valiente y leal que jamás había existido.

Onthar circunvaló la manada y cuando comprobó que todo estaba en orden, regresó a la cabeza y dio la orden de reanudar la marcha. Los mugientes terneros y vacas se pusieron en movimiento con lentitud y siguieron a Onthar, que los guió en dirección noreste, hacia el alcázar de Vingaard, distante a unos noventa kilómetros.

* * *

Fue una jornada larga y pesada en la que los hombres no dejaron la silla de montar ni un solo momento. Sturm siempre se había considerado un jinete resistente a las largas distancias, pero comparado con la cuadrilla de Onthar, no era más que un novato inexperto. Aquel día, no sólo su orgullo quedó maltrecho.

Los vaqueros rotaban en sus puestos y se movían con lentitud alrededor de la manada, en sentido inverso a las agujas del reloj. Por esa razón, los hombres tomaron el almuerzo por turnos, conforme pasaban por la cabeza del hato, donde no había reses para vigilar, sólo el contorno del paraje que se divisaba al frente. La comida consistió en tasajo, queso y cebollas crudas, que ayudaron a pasar con sidra amarga.

El sol aún estaba bastante alto cuando Onthar ordenó detenerse para acampar. Sturm calculó que habían recorrido unos cuarenta kilómetros desde que cruzaron el río. Frijje, Belingen y Rorin condujeron al hato hasta una profunda quebrada abierta en el centro de la pradera. A juzgar por la hierba pisoteada y el terreno escarbado, este barranco había sido utilizado por otras manadas en su camino hacia el norte. Ostimar y Onthar acompañaron a Sturm alrededor de la hondonada y le enseñaron el modo de instalar la cerca que impediría que los animales se desperdigaran durante la noche.

—¿Una cerca? —se extrañó Sturm, que no había visto que ninguno de los hombres acarreara algo tan voluminoso.

Onthar extrajo de una bolsa de lona una estaca de madera de poco más de medio metro, ahorquillada en el extremo superior, y la clavó en la tierra. Después ató la punta de una cuerda a la horquilla y la tendió hasta una segunda estaca que Ostimar había clavado a unos tres metros de distancia. Los dos hombres repitieron la misma operación alrededor de toda la manada, con lo que las reses quedaron tras un círculo de delgada cuerda.

—¿Ésta endeble barrera les impedirá salir? —Sturm no daba crédito a sus ojos.

—Las vacas son unos animales estúpidos —explicó Ostimar—. Creerán que no pueden atravesar la cuerda y ni siquiera lo intentarán. Por supuesto que, en caso de una estampida, no las detendría ni un muro de piedras.

—¿Cuál sería el desencadenante de tal reacción de terror?

—Lobos. O, también, hombres.

Los vaqueros acamparon en el terreno alto que se asomaba a la barraca. Rorin y Frijje habían segado hierba y formado unas gavillas para forraje. Acabadas las tareas del día, los hombres se reunieron en torno a la hoguera. La olla común había sido colgada sobre las llamas de la fogata y cada uno de ellos se acercó al caldero, donde fueron añadiendo los diferentes componentes para el guisado: agua, queso, harina, trozos de carne, verduras y frutas. Cuando la olla se llenó, Frijje se puso en cuclillas y comenzó a remover el pote.

—No ha sido un mal día —comentó Rorin.

—Demasiado calor —objetó Ostimar—. Debería llover un poco.

—A alguno de nosotros no le importaría dejar el trabajo y tomar un baño que lo refresque. —El irónico comentario lo hizo Belingen. Sturm levantó la mirada y advirtió en los ojos del hombre un reto manifiesto. Cuando habló, su voz fue fría, cortante.

—A alguno de nosotros no le vendría mal hacerlo más a menudo. Así, su olor no sería tan insoportable.

Frijje dejó de remover el guiso. Todas las miradas convergieron en el vaquero, expectantes.

—Sólo un mentecato de ciudad se metería en un vado con un caballo herrado.

—Muy cierto —replicó Sturm—. ¿Cuántas veces te sucedió antes de que supieras que debías quitar las herraduras a tu montura?

El aludido apretó los puños. Sturm sabía con certeza que no disponía de otros medios para lograr el respeto de aquellos hombres sencillos y rudos que devolver a Belingen insulto por insulto. Si mostraba la más mínima debilidad, ya fuera real o imaginaria, consentirían que aquel déspota lo tratara de cualquier modo.

La tensión del momento se rompió del modo más inesperado. Onthar se incorporó de un brinco y gritó.

—¡Arriba! ¡Levantaos, estúpidos! ¡Cuatreros! ¡Están acosando al ganado!

El retumbar del galope de muchos cascos y la algarabía de gritos confirmaron la veracidad de las palabras de Onthar.

—¡Voy a buscar mi espada! —advirtió Sturm a voces y corrió hacia
Brumbar.

Los vaqueros montaron de un salto en sus ponis al tiempo que desclavaban del suelo las garrochas. El caballero subió a lomos de su caballo, desenvainó la espada y se lanzó al galope tras sus compañeros.

A la incierta luz del crepúsculo, Sturm vio que el número de atacantes —una docena, más o menos—, sobrepasaba en mucho a los hombres de Onthar. Los cuatreros se cubrían los rostros con unas fantásticas máscaras, en las que resaltaban pintados unos fieros ojos, cuernos y colmillos; sobre el pecho llevaban unos llamativos petos de cuero adornados con dibujos extravagantes y coloridos. Los asaltantes blandían sables o manejaban arcos cortos. De hecho, eran ya varias las reses derribadas que yacían en el suelo con flechas enterradas en los flancos.

Onthar cargó contra la vociferante cuadrilla de cuatreros. Su garrocha se quebró al golpear a uno de ellos, pero el ladrón salió despedido de su montura con setenta centímetros de pica clavados en el pecho. El capataz voceó algo a Rorin, que lanzó por el aire una nueva garrocha. Ésta llegó con precisión hasta la mano de su jefe.

Sturm atacó al grupo por el flanco contrario. El desmesurado embite de
Brumbar
derribó a dos ponis y a sus jinetes. Acto seguido, el caballero asestó una estocada que acabó con otro de los asaltantes, que manejaba un arco y se cubría con un repulsiva y horrenda máscara, pero su puesto lo cubrió de inmediato un nuevo enemigo. Éste blandía salvajemente un sable de tosca manufactura. Sturm esquivó la hoja fina y curva y hundió su acero en el cuello de su adversario. El cuerpo del cuatrero se desplomó de la silla, pero los pies se engancharon en los estribos; cuando el desbocado poni huyó enloquecido de la refriega, arrastró a su jinete.

En apariencia, los salteadores perdían la contienda y no lograrían su propósito; pero Sturm descubrió que también los acompañaban hombres de a pie. Las figuras, también enmascaradas, irrumpieron de la hierba alta y se abalanzaron sobre las reses derribadas. Mientras a su alrededor crecía el fragor de la lucha, despellejaron y trocearon las vacas con eficaz premura. Atrás dejaron cuero y osamentas, pero se alejaron con enormes pedazos de carne. Frijje interceptó a dos que escapaban con su botín a cuestas; a uno de ellos lo atravesó con la pica y al otro lo pisotearon los cascos de su poni. Fue un choque breve, brutal y desagradable.

Sturm sintió un golpe seco en la espalda. Al girar a
Brumbar,
vio por el rabillo del ojo el extremo de una flecha clavada cerca de su hombro. El jinete que le había disparado se encontraba a pocos metros de distancia. Los ojos que asomaban tras la máscara, desmesuradamente abiertos, denunciaban con claridad la sorpresa del sujeto, que no comprendía por qué Sturm no había caído. No sabía que el caballero llevaba una cota de malla bajo la túnica.

Sturm se abalanzó contra su atacante, pero éste emprendió la huida. Las largas patas de
Brumbar
ganaron terreno con rapidez al poni. Su natural instinto, noble y compasivo, impulsó al caballero a girar la espada y golpear la cabeza del cuatrero con la parte plana de la hoja. El sujeto levantó los brazos y se desplomó por un costado de su montura.

Los otros componentes de la partida de salteadores se habían dado a la fuga y los hombres de Onthar los persiguieron durante un corto trecho, pero no se demoraron en volver grupas a fin de proteger a la manada. Sturm desmontó y arrastró al inconsciente cuatrero hasta
Brumbar.
Luego cargó de través el delgado cuerpo sobre el ancho lomo del caballo y se encaminó hacia donde aguardaba Onthar.

—Asquerosos puercos, hozadores de inmundicia —escupió el capataz—. Se han llevado cuatro reses. ¡Esos malditos se darán un buen banquete esta noche!

—No todos —intervino Sturm. Al menos eran cuatro los cadáveres que yacían en la pradera—. He cogido vivo a uno.

Los vaqueros se arracimaron en torno al caballero y su presa. Frijje levantó la cabeza del jinete, todavía inconsciente, lo cogió por el característico copete de cabello y le arrancó la máscara pintada de un brusco tirón.

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