Sturm no había caído en la cuenta de la situación de los hombrecillos hasta escuchar las palabras de Tartajo. Lo menos que podía hacer por ellos era brindarles su ayuda.
—¿Queréis que os escolte hasta Sancrist?
—No, no, ya te hemos retrasado bastante —se negó Argos—. Llegaremos sin problemas hasta Gwynned; allí habrá embarcaciones con destino a Sancrist.
—Te echaré de menos —dijo Pluvio con cariño y alargó su pequeña mano. El caballero se la estrechó con gran solemnidad. Uno tras otro, los gnomos se despidieron de él del mismo modo. Entonces, Sturm se alejó del grupo y se puso en marcha.
Qué ironía, pensó; haber llegado tan lejos sin apenas caminar. Tenía ahora los pies más delicados que antes de iniciar el viaje a Lunitari. Andar sería una merecida penitencia, decidió. Purgaría parte de su falta caminando y meditando sobre su transgresión. Quizá también lograse hacer frente a las consecuencias de las intrincadas elecciones que había arrostrado; procuraría vivir según el Código y la Medida.
—¡Adiós, adiós! —gritaron los gnomos. El caballero apartó de su mente tales quimeras y se despidió de los hombrecillos con un gesto de la mano. Eran buenas personas. Esperaba que no se vieran envueltos en más dificultades, aunque, dada su condición de gnomos, lo más probable era que se metieran en algún problema.
Entró en el húmedo bosque y se abrió paso entre los espesos matorrales. Lo confortaron las enredaderas y los arbustos de hojas verdes, plantas que no sangraban ni gemían cuando las pisaba. Lunitari era un mundo antinatural.
Tras un par de kilómetros de marcha a través del bosque, se topó con un fresco riachuelo y llenó su cantimplora. El agua estaba fría y tenía un regusto mineral. Fue un grato cambio después de beber durante semanas el agua de lluvia. Prosiguió vadeando la orilla del riachuelo a lo largo de seis kilómetros hasta llegar a un arqueado puente de piedra. Subió hasta una carretera que se alejaba ondulante de norte a sur. En la esquina del puente divisó un poste señalizador y se aproximó a él. En el lado sur indicaba «Caergoth ~ 20 Leguas» y en el del norte, «Garnet ~ 6 Leguas».
Sturm estalló en carcajadas hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas. ¡Los gnomos habían aterrizado en Solamnia, a menos de treinta kilómetros de donde emprendieron el vuelo! Siguió riendo, alegre por otras muchas cosas: por estar de vuelta en casa, no simplemente en Krynn (aunque no era mala cosa), sino en Solamnia. Lo inundó una cálida sensación de ligereza, de libertad; no había gnomos por los que preocuparse, ni constantes temores de las cosas extrañas que esperaban agazapadas a la vuelta de la esquina... y, además, se había liberado de la peculiar relación con Kitiara. Su separación podía compararse con la extracción de una muela picada y dolorosa; una clara sensación de alivio, aunque empañada por un soterrado sentimiento de pérdida, de un vacío en una parte de su ser.
El caballero tomó el camino a Garnet. Las carreteras de esta comarca convergían en la ciudad; por lo tanto, aquél era el mejor modo de llegar a las llanuras septentrionales. Se impuso un ritmo vivo. Con un equipaje tan ligero y sin nadie que dependiera de sus cuidados, arribaría a Garnet por la mañana, pensó. Mientras caminaba, se saturó de las vistas, los sonidos y los olores de su tierra natal. Los achaparrados pastizales y las onduladas colinas; los campesinos que voceaban en las cañadas, arreaban al ganado y lo conducían con las varas hasta los desvencijados rediles hechos con piedras. Hubo un tiempo en que la familia Brightblade poseía un importante número de cabezas de ganado, pero los habían perdido en las sublevaciones que asolaron las extensas haciendas de los caballeros de todo el país. ¿Quién sabía si aquellas bestias flacas y mal cuidadas que se arrastraban por las colinas eran la prole de la selecta manada de Brightblade?
No era la pérdida de ganado o tierras lo que mortificaba a Sturm en el derrocamiento de los Caballeros de Solamnia, ya que tales cosas no eran las que determinaban la valía de un caballero, sino la injusticia que ello implicaba. Las gentes sencillas atribuyeron el Cataclismo y los infortunios que le siguieron al arrogante orgullo de los caballeros. ¡Como si ellos hubiesen tenido la facultad de volver el mundo al revés y desgajar la tierra en pedazos!
Sturm se paró en medio de la carretera. Tenía los puños crispados. Se obligó a dominar la cólera y, con lentitud, distendió las manos. «Paciencia», se amonestó severo. «Un caballero ha de ejercer un férreo autocontrol, no perder los estribos; de lo contrario, no sería mejor que un bárbaro irascible.»
* * *
Desde el momento en que Sturm tomó la carretera en el puente de piedra, hasta la tarde del día siguiente, no se cruzó con ningún otro viajero. Esta circunstancia lo desazonó; el presentimiento ominoso se acrecentó al aproximarse a Garnet. Por lo común, se verificaba un constante trasiego de ganaderos y caravanas de comerciantes que deambulaban de una ciudad a otra, coincidiendo con el día de mercado de cada población. Un camino vacío siempre inducía a pensar que algo, o alguien, propiciaba que las gentes no salieran de sus casas.
El trazado de la carretera se hizo empinado y sinuoso al surgir sobre la llanura las colinas de Garnet. En aquel tramo encontró los primeros indicios de tránsito: marcas de herraduras, rodadas de carretas y huellas de pies, tanto desnudos como calzados con botas. Las señales se multiplicaron hasta dar la impresión de que por allí había pasado un pequeño ejército no hacía mucho.
Tras un recodo del camino, el caballero oteó una columna de humo que se elevaba en el aire. Por precaución, colocó la espada de modo que la empuñadura quedara al alcance de su mano.
El olor del humo impregnó el ambiente. Poco a poco, la escena se reveló ante sus ojos. Unos carros pesados, volcados en mitad de la carretera, eran pasto de las llamas. A juzgar por los estragos que para entonces había causado el fuego, llevarían horas ardiendo.
La llegada de Sturm levantó un revuelo entre los cuervos y otras aves carroñeras. El caballero descubrió unos cadáveres entre los despedazados restos de dos carros. Uno de ellos, grueso y ataviado con costosos ropajes, que pertenecía sin duda a un acaudalado comerciante, tenía dos flechas enterradas en el pecho. Junto a él, yacía el cuerpo de un hombre más joven, con la mano aún aferrada al mango roto de una maza.
El sonido de un ronco quejido hizo que Sturm se diera prisa en acercarse. Unos cuantos metros más allá, encontró a un hombre, fornido y musculoso, sentado al borde del camino, con la espalda reclinada contra un raquítico pino. Era un guerrero. Sangraba por una docena de heridas y a sus pies yacían los cadáveres de seis goblins.
—Agua —gimió el guerrero. Sturm sostuvo con su mano la cabeza del herido y acercó la cantimplora a los labios resecos.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —le preguntó al guerrero, calmada ya su sed.
—Bandidos. Atacaron los carros. Luchamos... —un golpe de tos interrumpió al hombretón—. Eran demasiados.
Sturm le examinó las heridas. No se precisaba ser un curandero para dictaminar que el hombre no tenía salvación y, por ser un guerrero, se lo dijo con llaneza. El hombretón le dio las gracias por su sinceridad, y el caballero le preguntó si podía hacer algo por él.
—No. Paladine os bendiga por vuestra bondad.
Tras el pino se escuchó el susurro del follaje. Sturm llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero entonces oteó el amplio belfo marrón de un caballo asomado entre las ramas. El moribundo guerrero lo llamó.
—Brumbar.
Estás aquí. Buen chico.
El animal se abrió paso entre la vegetación y acercó su hocico al rostro de su amo. Era una bestia enorme y tan negra como el carbón.
—Veo que sois un hombre de armas —dijo con voz quebrada el guerrero—. Por favor, tomad a
Brumbar
de montura cuando me haya muerto.
—Lo haré. ¿Hay alguien en Garnet a quien queráis que notifique sobre vuestra suerte?
—No, nadie. Pero no vayáis a Garnet si apreciáis en algo vuestra vida. —Al hombretón se le cerraron los párpados y la cabeza se desplomó sobre su pecho.
—¿Por qué decís eso? ¿Por qué no he de ir a la ciudad?
—Aflojadme el peto...
Sturm desató los broches y apartó la coraza. Bajo la armadura, el hombre vestía una camisola acolchada; bordada a la altura de su corazón había una pequeña rosa roja. Sturm la miró con los ojos dilatados por el asombro. El moribundo era un caballero de la Orden del más alto rango, ¡la Orden de la Rosa! Sólo los Caballeros Solámnicos de noble linaje tenían acceso a tan elevada Hermandad.
—Las mismas fuerzas que destruyeron a los caballeros, controlan ahora Garnet —dijo el hombre entre jadeos—. Sé que sois uno de los nuestros. Allí correríais un grave riesgo... esos asesinos...
—¿Quién sois vos? ¿Cómo os llamáis? —inquirió apremiante Sturm, pero el Caballero de la Rosa ya no podía responderle.
Sturm sepultó con honor al bravo caballero. El sol se había puesto hacía rato cuando dio por concluida la tarea. Después, se acercó al caballo y revisó las alforjas que colgaban de su grupa. En una de ellas había raciones de tasajo y otros alimentos secos apropiados para el viaje. La otra, curiosamente, estaba repleta de cientos de monedas, todas ellas piezas pequeñas de cobre. Sturm comprendió. El fallecido caballero viajaba de incógnito, a causa del odio generalizado por la Orden. Había adoptado el disfraz de un guardia de escolta cuyos servicios se contrataban por unas monedas de cobre. Nadie habría imaginado que un Caballero de la Rosa llevara una vida tan humilde.
Sturm dejó la carretera que iba a Garnet y eligió un sendero que se adentraba en las tierras altas; una ruta difícilmente frecuentada por comerciantes o, al menos eso esperaba, por malhechores.
Pasó cerca de la ciudad durante la noche y divisó en lontananza el resplandor del alumbrado de las calles. Frenó a
Brumbar
con un suave tirón de las riendas y escuchó atento. El viento gemía al arremolinarse en los desfiladeros de las montañas. A lo lejos, un lobo aulló.
Solamnia
Su nueva montura era una bestia tranquila y resistente.
Brumbar,
en el antiguo lenguaje de los enanos, significaba «Oso Negro». El nombre no podía ser más apropiado, ya que el caballo era oscuro como la noche y estólido como un plantígrado, cosa que, por otro lado, no preocupaba a Sturm. El tipo de viaje que ahora tenía en mente estaba más en consonancia con un animal robusto e inconmovible que con un corcel nervioso y de genio inestable. El lomo de
Brumbar
era tan ancho que el caballero conjeturó si podría poner los pies sobre el inclinado cuello del animal y echarse un sueñecito.
Brumbar,
guarnecido con el bagaje de Sturm y demás impedimentas, mantuvo un agradable paso rítmico a lo largo del día.
Los bosques de Lemish se aclararon de modo gradual hasta que la vegetación se redujo a unos cuantos pinos, ralos y endebles, rodeados por la herbosa maleza. Hacía calor en la llanura, una zona, además, muy seca; por esta razón, Sturm racionó sus reservas de agua una vez que los arroyos y manantiales fueron menos frecuentes.
No se encontró con otros viajeros al transitar lejos de la carretera. Esta apartada estribación, en el extremo meridional de la llanura solámnica, enclavada entre las montañas Garnet y los bosques de Lemish, era demasiado árida para el ganado y la agricultura. Por lógica, tampoco merodeaban los ladrones puesto que no había nada que robar.
En medio de aquella soledad, Sturm meditó sobre los recientes acontecimientos. Desde que Kitiara y él abandonaran Solace varias semanas atrás, se había hecho patente, poco a poco, el peligro que surgía por el horizonte, allí, en todas partes. Se habían topado en ciudades portuarias con los extraños mercenarios con apariencia de lagarto, a los que llamaban draconianos. Sabía que cargamentos enteros de armas se trasladaban de un lugar a otro. Abundaban las partidas de bandidos que asolaban los caminos en los países septentrionales. Las fuerzas de la magia negra actuaban. Un grupo de goblins comandado por un hechicero humano. ¿Cuál era el nexo común de estos preocupantes sucesos?
Guerra. Invasión. Magia negra.
Sturm azuzó a su montura con un suave taconazo en los flancos y el enorme caballo inició un trote ligero. Un acuciante tumulto de vagas sensaciones y borrosos recuerdos afloraron en la mente del caballero. El detalle de las visiones experimentadas en Lunitari se había perdido, pero permanecían las sombras difusas de las imágenes columbradas. La más pujante era que su padre seguía vivo en alguna parte. También había algo sobre el ruinoso castillo. Y la muerte, conectada, de algún modo, con el recuerdo persistente de Kitiara.
«Oh, Kit. ¿Dónde estarás ahora?», pensó.
El rutilante bochorno formó columnas de nubes oscuras en el cielo. A lo lejos, se percibió el zigzagueo de un relámpago; el retumbar del trueno recorrió la pradera mucho después de que la chispa eléctrica se hubiera desvanecido. El olor a lluvia incitó a
Brumbar
a cabalgar en dirección a la tormenta; Sturm no refrenó al animal, ya que también él estaba sediento.
La turbonada parecía eludirlos. La atmósfera estaba cargada y húmeda; los cascos de
Brumbar
chapotearon en las zanjas por las que corrían avenidas de agua, mas la cortina de lluvia se mantuvo alejada de ellos. Los relámpagos se cernieron sobre unos pinos situados al este y Sturm tiró de las riendas de su montura a fin de distanciarse del amenazante despliegue. Pero
Brumbar
tenía otras ideas y, tras soltar un sonoro resoplido, se lanzó en línea recta hacia el grupo de árboles.
A los pocos instantes cayeron sobre ellos unas cuantas gotas de agua. El caballo se internó en los espaciados pinos con un trote pesado y lento. La lluvia arreció. Entonces, Sturm divisó al frente el precipitado movimiento de una oscura silueta entre los troncos de los árboles. El caballero se enjugó el agua de los ojos y escudriñó con atención.
Un jinete, cubierto con una capa ondeante, cabalgaba en zigzag entre los pinos. De tanto en tanto, se percibía el pálido óvalo de su rostro, como si el desconocido personaje atisbara por encima del hombro en dirección a Sturm.
—¡Eh! ¿Puedo hablar con usted? —llamó el caballero.
Un rayo se descargó a escasos metros de Sturm y abrió un cráter humeante en la hierba. El jinete no respondió a su llamada sino que prosiguió su errática marcha entre los árboles. El caballero arreó a su montura con las riendas y
Brumbar
se lanzó a un galope vivo que lo aproximó al extraño.