El guardian de Lunitari (56 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

BOOK: El guardian de Lunitari
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—¿Qué es eso? —se interesó Tervy. Su rostro estaba pringoso por la grasa de pollo.

—Pasas. Uvas secas. Toma, pruébalas.

La chica tomó un puñado y se lo llevó a la boca.

—¡Dulce! —Terminó el primer puñado. Desparramó pasas por todas partes en su afán de tragárselas, e intentó coger un segundo, pero Sturm le aferró la mano.

—¿Tú comes todas? —preguntó sorprendida, con los ojos abiertos de par en par.

—No. Coge más, siempre y cuando lo hagas de un modo civilizado. Así, mira.

Acompañando la acción a las palabras, Sturm tomó cuatro pasas, las puso en la palma de su mano izquierda y se las comió una a una, mientras las cogía con la mano derecha. Tervy lo observaba boquiabierta. Luego, imitó con exactitud sus movimientos, excepto cuando llegó el turno de llevarse las pasas a la boca una tras otra.

—¡Demasiado lento! —afirmó, y las engulló de golpe.

Sturm la sujetó por la muñeca con firmeza.

—La gente dejará de tratarte como a una salvaje sólo cuando dejes de comportarte como tal. Vamos, inténtalo de nuevo.

En esta ocasión, la muchacha lo hizo bien.

—¿Siempre comes así? —inquirió después.

—Sí, claro.

—¡Ah, ya! —exclamó la chica con expresión sagaz—. Tú, hombre grande. Nadie roba tu comida. Yo, pequeña. Comer rápido para que no quitar.

—Ahora no hay nadie que te la quite. Come tranquila, despacio. Disfrútalo, saboréalo.

Finalizado el almuerzo, regresaron al campamento de los vaqueros. Tervy no dejaba de observar a Sturm de soslayo, con una expresión entre divertida y admirada.

Onthar anunció que al cabo de dos días llegarían al alcázar de Vingaard y, una vez vendido el ganado, los hombres recibirían su paga. El que lo deseara, se enrolaría para un nuevo viaje. Sturm fue el único en rechazar la oferta.

—Tengo asuntos que atender en el norte. —Al inquirir Frijje qué asuntos eran esos, se lo explicó.

—Busco a mi padre.

—¿Cómo se llama? —preguntó el capataz.

—Angriff Brightblade.

Ninguno de los vaqueros reaccionó ante su revelación. Sin embargo, a su espalda, Belingen se tensó; abrió la boca para decir algo, pero la cerró sin pronunciar una palabra.

—Bien, espero que lo encuentres —deseó Onthar—, aunque siento que te marches. Eres una buena ayuda con el ganado y sabes cómo manejar tu arma. Éstos no distinguirían una espada de un palo.

—Gracias, Onthar —respondió Sturm—. El viaje resulta más corto en buena compañía.

Frijje sacó la flauta y comenzó a tocar. Tervy, que estaba sentada junto a Sturm, se llevó una gran sorpresa al escuchar los melódicos sonidos que el joven vaquero sacaba de un trozo de palo. Ante su interés, Frijje le alargó la flauta. Tervy sopló por la boquilla, como había visto hacer al vaquero, pero el único sonido que arrancó del instrumento fue un leve y desafinado chirrido. La joven le devolvió la flauta.

—Magia —sentenció.

—No, jovencita. Es cuestión de práctica. —El joven vaquero limpió la boquilla y emitió una rápida escala de notas.

—Tú mueves los dedos como sabio hechicero —insistió la chica.

—Bueno, piensa lo que quieras. —Frijje se desentendió de la muchacha, se tumbó en la manta, y comenzó a tocar una suave balada.

Sturm se acostó, pero Tervy permaneció sentada, sin apartar los ojos de Frijje, mientras duró la música.

* * *

En los días que siguieron, los progresos lingüísticos de Tervy fueron notables. La muchacha explicó a Sturm que entre su gente nadie podía hablar sin el permiso del cabecilla. Entonces, por hábito, todos se comunicaban con frases breves, recortadas. Al parecer, había aprendido el Común con vistas a su trabajo como exploradora. Según le explicó, su cuadrilla había acechado la manada de Onthar durante más de ocho horas antes de lanzarse al ataque.

—No sabíamos que tenías espada. Si lo hubiésemos imaginado... bueno, de haberlo sabido, habríamos utilizado otra táctica.

—¿Cuál? —sonrió él.

Ella simuló un gesto ladino.

—Habríamos saltado primero sobre ti.

Aquellas conversaciones tuvieron lugar mientras Sturm realizaba su tarea, con Tervy sobre la grupa de
Brumbar.
La resistente y flexible muchacha no acusaba la más mínima fatiga tras pasarse todo el día sentada en la albarda. Al atardecer, en torno a la olla común, se ganaba la porción compartida con Sturm limpiando y engrasando sus botas, su espada y la funda.

—Te has buscado un escudero —comentó irónico Belingen, al ver a Tervy frotar con diligencia las botas de Sturm con un trozo de piel de oveja.

—En un año o dos, será una buena compañía en las noches frías —añadió Ostimar, con una sonrisa retorcida.

—¿Por qué esperar tanto? —intervino Rorin. Los vaqueros prorrumpieron en una risotada general.

—¿A qué se refieren? —preguntó Tervy.

—Olvídalo —respondió Sturm. A pesar de la dura y agreste vida de la joven, todavía conservaba intacta su inocencia, y el caballero no vio la necesidad de que cambiara tal circunstancia.

39

El comprador del alcázar de Vingaard

Las achaparradas fortificaciones del alcázar de Vingaard se encontraban en el terreno más plano de la llanura, hecho que contribuía a realzar su escasa altura. Onthar guió a la manada a lo largo de una barranca trazada por las avenidas de agua durante las inundaciones. Desde aquella posición, cuando todavía se encontraba a varios kilómetros de distancia, el alcázar tenía apariencia de un elevado pico de montaña. Para entonces, Sturm cabalgaba próximo a la línea de cabeza y, a la vista de la ancestral fortaleza solámnica, su espíritu se conmovió anhelante. Desde Vingaard, el Castillo de Brightblade distaba tan sólo una jornada a caballo.

—¿Por qué construye la gente edificios así? —le llegó la voz de Tervy, a su espalda.

—Un alcázar es una plaza fuerte, en donde se puede vivir y defenderse de los ataques del exterior.

—¿Lo habitan otros piel de hierro?

—Sí. Ellos y sus familias —respondió Sturm.

—¿Los piel de hierro tienen familia?

—¡Por supuesto! ¿De dónde imaginas que salen los pequeños piel de hie... los pequeños caballeros?

Una bruma se cernía sobre el viejo alcázar, que en la actualidad era poco más que unos cuantos muros ruinosos. Tras el Cataclismo, las hordas habían prendido fuego a la vetusta fortificación. Las murallas se mantenían todavía en pie, pero la torre era una simple carcasa vacía.

Ya más de cerca, descubrieron que la neblina no era otra cosa que una nube de polvo y humo, causada por el trasiego de muchos pies e infinidad de hogueras de campamento. Un abultado contingente de tropas acampaba en torno a la muralla exterior. No se divisaba el tremolar de ningún estandarte. Sturm no tenía idea de a quién podían pertenecer aquellas fuerzas, pero su presencia explicaba la necesidad de un cuantioso aprovisionamiento de ganado. Un ejército de aquellas características precisaba cantidades ingentes de comida.

Varios jinetes se situaron a los flancos de la manada y observaron con atención a los recién llegados. Sturm, a su vez, les dirigió una escudriñadora mirada. Los hombres de a caballo vestían unas simples armaduras, carentes de características que revelaran dónde y cuándo se habían fabricado, y se cubrían con yelmos de visores de rejilla. Portaban unas largas lanzas. Por sus hechuras y proporciones, parecía que aquellos jinetes fueran humanos, aunque, al mantenerse bastante alejados, Sturm no estaba seguro.

—Más hombres de piel de hierro —susurró intrigada Tervy.

—No todos los que visten armadura son caballeros —la corrigió—. Ten cuidado con ellos. Pueden ser perversos.

Sturm notó que los delgados brazos de la joven, enlazados a su cintura, se tensaban. Sin duda, la educación de Tervy adolecía de muchas cosas, pero sí sabía lo que era el mal.

Con el transcurso del día, la silueta del alcázar se agrandó, al igual que se incrementó el número de jinetes que flanqueaban la manada. Sturm, en su recorrido del circuito, llegó junto a Onthar.

—¿Qué opinas de esos jinetes? —preguntó al capataz.

—Caballería —respondió éste, sucinto. El hombre siguió masticando el largo tallo de hierba que tenía en la boca antes de proseguir—. Me alegro de que estén aquí. Su presencia ahuyentará a cualquier partida de salteadores.

Onthar ordenó hacer un alto a mediodía, con el objeto de dirigir unas palabras a sus hombres.

—Yo seré quien hable y quien haga el trato. Con semejantes interlocutores, no sería extraño que aquel que diga algo fuera de lugar, se quede sin cabeza. No sé si son mercenarios, o un nuevo ejército de algún señor en pie de guerra, pero no quiero problemas. Por consiguiente, mantened el pico cerrado y las manos vacías.

A un kilómetro del alcázar, una columna de hombres a caballo se dirigía al encuentro de la manada. Sturm se hallaba en aquel momento en el flanco derecho de la formación y divisó con claridad a los hombres montados. Onthar se les acercó y los vaqueros detuvieron la marcha de las reses, que comenzaron a pastar la hierba.

Desde su posición, Sturm no escuchó la conversación mantenida entre el capataz y los jinetes, pero Tervy farfulló algo entre dientes.

—¿Qué decías? —preguntó él.

—Que voy a leer sus palabras —replicó la joven.

—¿Qué vas a hacer qué?

—A leer sus palabras. Si miras con atención los movimientos de los labios, lees las palabras que pronuncian, aun cuando te encuentres tan lejos que no las escuches.

Sturm se volvió con brusquedad hacia Tervy.

—¿Te burlas de mí?

—Arráncame el corazón si te miento, Piel de Hierro. Onthar dice que ha traído a sus animales porque se ha enterado de que un gran señor compra ganado a un alto precio. El hombre con el gorro de hierro dice que sí, que les interesa toda la carne fresca que les pueda proporcionar.

—¿De verdad entiendes lo que dicen?

—Sí, si me dejas que los mire.

Sturm hizo dar media vuelta a
Brumbar,
de modo que Tervy dispusiera de una buena perspectiva de la reunión.

—Onthar dice que «trataré con el gran señor en persona, con nadie más». Gorro de Hierro dice: «Yo me encargo de los pequeños asuntos». «Escúchame», responde Onthar, «mi manada no es un pequeño asunto. O tu señor habla conmigo, o conduciré a mi ganado por las montañas hasta Palanthas, donde la carne de vaca siempre alcanza buenos precios». Gorro de Hierro está furioso; pero dice, «Iré a hablar con mi señor; esperad aquí a que regrese con sus instrucciones.» —Tervy volvió su sonriente rostro hacia Sturm—. ¿Qué te ha parecido?

En efecto, el oficial de caballería, volvió grupas y galopó hacia el alcázar.

—¿Dónde aprendiste ese truco? —inquirió Sturm.

—Un anciano de nuestra cuadrilla practicaba este arte. Era el mejor explorador de las llanuras. Leía las palabras a la distancia de un tiro de arco, sin equivocación. Él me enseñó, antes de morir.

—¿Y dónde lo aprendió él?

—Según decía, le enseñó un kender.

Aguardaron bajo el inclemente sol hasta que el oficial regresó. Su hermoso corcel llegó haciendo cabriolas hasta donde Onthar esperaba repantigado en su achaparrado poni. Tervy estrechó los ojos para protegerlos de la deslumbrante claridad y reanudó la lectura de sus palabras.

—Dice que conduzca la manada dentro del... ¿pasto, o patio?

—Patio —confirmó Sturm—. El patio interior de la fortaleza.

—Sí, y «mi señor tratará en persona contigo». Onthar acepta.

A fuerza de silbidos y golpes de garrochas, los vaqueros pusieron en movimiento al ganado. Las novecientas reses cruzaron el angosto portillo del alcázar. El amplio patio acogió con holgura al numeroso hato. Una vez que entraron los últimos terneros, acosados por el restallar de látigos, unos soldados bajaron el rastrillo.

A lo largo de la muralla, se alineaban multitud de tiendas de campaña. Onthar y sus hombres ataron sus monturas a unas estacas y siguieron al altivo oficial.

—¿Son éstos todos tus hombres? —preguntó el soldado, cuyo rostro seguía oculto bajo el visor del yelmo—. Suponía que una manada tan numerosa requería más conductores.

—Si los hombres son buenos, no —respondió Onthar.

Entretanto, Sturm contaba las tiendas y calculaba. Cuatro hombres por tienda, sesenta tiendas hasta aquel momento... El caballero se removió inquieto, desasosegado.

Llegaron a un pabellón engalanado con brocados azul oscuro y orlas doradas. Los guardias adoptaron la posición de alerta y cruzaron las alabardas ante la entrada cuando el grupo se aproximó. El oficial les dirigió unas palabras y anunció a Onthar y a sus hombres. Los guardias reasumieron la posición de firmes. El orgulloso oficial les indicó con un gesto que tenían paso libre y el grupo entró al pabellón.

El interior era suntuoso. El suelo estaba cubierto con alfombras; los tapices, que colgaban de los postes del armazón, otorgaban al recinto la apariencia de un edificio sólido. Mientras los demás contemplaban embobados la riqueza circundante, Sturm se centró en los diseños de alfombras y tapices. El motivo que se repetía en todos era un dragón rojo rampante, con un haz de lanzas asido en una garra y una corona en la otra.

—Piel de Hierro —llamó Tervy, en un tono demasiado alto.

—Ahora no.

Una cortina de relucientes abalorios rojos separaba el acceso a la zona posterior. Onthar fingió indiferencia y apartó la cortina. Sturm pensó que los «abalorios» tenían una extraordinaria semejanza con verdaderos rubíes. Dos guardias cortaron el avance de Onthar, quien dirigió, tanto a ellos como a sus alabardas, una mirada displicente, como si su presencia le resultara aburrida. Más allá de los soldados, en el centro de la estancia, se hallaba un hombre alto, de constitución robusta, sentado a una mesa de tres patas revestida con un lienzo dorado. El hombre lucía una armadura de escamas esmaltadas en azul y rojo. Sobre la mesa descansaba un yelmo espantoso que remedaba los rasgos de la testa de un dragón.

El hombre levantó la cabeza. Aunque no era, ni mucho menos, viejo, tenía el cabello blanco. Lo llevaba largo, en una melena que arrancaba de una frente despejada y caía sobre los poderosos hombros. La piel era muy pálida.

—Entrad. Tú eres Onthar el Ganadero, ¿no es así? —preguntó.

—Cierto, señor. ¿Puedo preguntaros vuestro nombre?

—Soy Merinsaard, señor de Bayarn.

Sturm apretó los puños. ¡Merinsaard! ¡El nombre pronunciado por el fantasmagórico jinete de la tormenta! El caballero estudió con intensidad los duros rasgos de aquel rostro. El peligro que emanaba de este hombre era claro y perceptible, y Sturm trató de captar la mirada de Onthar para advertirle, pero no tuvo oportunidad.

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