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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (34 page)

BOOK: El guardian de Lunitari
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—De los creadores del obelisco. Cuando existe una prisión, lo lógico es que también haya un carcelero.

—Los dioses duermen. Ni Gilean, el Viajero Gris; ni Sirrión; ni Reorx, manejan ya las riendas del destino. El camino está libre para actuar. Vuestro viaje a Lunitari lo confirma. En tiempos de Huma, jamás se habría tolerado algo semejante.

«Los dioses duermen», repitió para sí Kitiara. ¡El camino estaba libre! Aquellas palabras se agitaron en lo más hondo de su ser. Debía de ser cierto; un dragón lo aseguraba.

—Dime en qué estás pensando. —La voz de Cupelix la sacó de sus reflexiones—. Me inquieta verte tan callada.

Un osado proyecto comenzó a tomar forma en la mente de Kitiara.

—¿Has considerado lo que harás cuando estés en Krynn? —preguntó en voz alta—. Estos libros tuyos están desfasados. No te vendría mal disponer de un guía.

—Has pensado en alguien para ese cometido, ¿verdad, querida mía? —La voz del dragón sonó con sarcasmo.

—Hay pocos que conozcan Ansalon tan bien como yo. Mis viajes me han llevado a los lugares más remotos. Juntos recorreríamos el mundo y cosecharíamos cuantos beneficios nos fuera dado obtener. —La mujer miró a los ojos del dragón—. Como socios.

Cupelix silbó y se palmeó los costados con las garras delanteras. Sin duda, el dragón era un excelente imitador de los gestos humanos.

—¡Mi querida mortal! ¡Tu sentido del humor acabará conmigo! —dijo.

—¿Qué te parece divertido? —A Kitiara se le ensombreció el gesto.

—Hablas de una asociación conmigo con la misma naturalidad con que imparto órdenes a mis Micones. ¿Supones que estás tratando con un igual? ¡Eso sí que tiene gracia! —Cupelix estalló en carcajadas y al echar la cabeza hacia atrás se propinó un buen golpe contra la pared. Aquello le ayudó a contener su regocijo, pero para entonces, Kitiara se había levantado de un salto. Temblaba de pies a cabeza por la ira al saberse humillada.

—¡Quiero marcharme! —gritó descompuesta—. ¡No tengo por qué soportar tus burlas!

—Siéntate. —La voz de Cupelix fue afable, pero al adoptar la mujer una actitud desafiante, el dragón pasó la cola por detrás de ella y le hizo una zancadilla. Kitiara cayó al suelo de manera estrepitosa.

—Algo ha de quedar bien claro, mi querida jovencita: en la escala de la vida, ocupo un peldaño infinitamente superior al tuyo. Y lo menos que espero de mis huéspedes es un trato educado y respetuoso, ¿de acuerdo? —Ella se frotó las doloridas posaderas y no dijo una palabra—. Ante ti tienes a un representante de las criaturas más grandiosas que hayan existido y, sin embargo, te muestras muy insolente. ¿A qué se debe tu desmesurado orgullo?

—Soy como quiero y vivo como quiero —fue la escueta respuesta—. En un mundo donde casi todos son unos pobres e ignorantes campesinos, me gano la vida como un guerrero. Tomo cuanto puedo y doy lo que se me antoja. No te necesito, dragón. ¡No necesito a nadie!

—¿Ni siquiera a Tanis? —El rostro de Kitiara se oscureció—. ¡No te enfurezcas! Incluso tu ingenuo amigo Sturm habría oído el desgarrado grito de tu corazón. ¿Quién es ese hombre y por qué lo amas?

—Es un semielfo, no un humano, si es lo que te interesa saber. —Kitiara respiró hondo—. ¡Y no lo amo!

—¡De veras! ¿Cómo puede fallarme tanto la intuición? Me encantaría escuchar la historia de Tanis. —Las fauces de Cupelix se distendieron en un cómico remedo de la sonrisa humana—. ¿Por favor?

—Sólo quieres enterarte para después mofarte de mí.

—¡No, no! Las relaciones entre humanos me fascinan. Quiero comprenderlas.

Kitiara se sentó de nuevo sobre el caldero de hierro. Su mirada vagó por el vacío mientras evocaba las imágenes del pasado.

—También a mí me gustaría entender a Tanis —comenzó—. Cuando una mujer participa en un juego varonil, la guerra, se topa con todo tipo de hombres. La mayoría son un asqueroso montón de matones y degolladores. En aquellos primeros años, cuando era todavía una adolescente, me batí a duelo al menos cien veces con individuos que intentaron aprovecharse de mí, abusar de mi condición de mujer. Al final, me volví tan fría y tan dura como el acero que manejaba. —Sus dedos acariciaron la espada—. Entonces apareció Tanis.

»
Fue en otoño, hace unos cuantos años. La campaña de verano había concluido y mi último comandante me había despedido tras pagarme mi salario. Entonces, cabalgué hacia el sur, camino de Solace, con la bolsa repleta de monedas de plata. En el bosque, una partida de goblins me tendió una emboscada; una flecha alcanzó a mi caballo y yo salí despedida por los aires. Los goblins surgieron de sus escondrijos en los matorrales; blandían hachas y garrotes y estaban dispuestos a acabar conmigo. Me quedé quieta en el suelo y esperé. Cuando los tuve cerca, salté sobre ellos sin darles tiempo a pestañear siquiera. En un momento, acabé con dos de ellos y me preparé para jugar un rato con el par que quedaba. Los goblins son increíblemente torpes como ladrones, pero aún lo son más cuando se trata de enfrentarse con resolución a un combate.

»
Uno de ellos tropezó y el muy estúpido se ensartó con su propia arma. Al otro, lo señalé con mi marca; el cobarde gritaba como un cerdo. Me disponía a rematar a aquel gusano, cuando de la maleza salió un tipo muy atractivo con un arco. En un primer momento, me alarmé porque supuse que acompañaba a los goblins; pero, antes de que pudiese reaccionar, una flecha rematada con plumas de ganso gris atravesó al último de los salteadores. Entonces, caí en la cuenta de que el muy ingenuo pensaba que me había salvado de un peligro.

Kit hizo una pausa. Una sombra de sonrisa jugueteó en sus labios.

»
Tiene gracia; pero en aquel momento su intervención me enfureció. Deseaba matar al goblin, ¿comprendes?, y Tanis me había privado de aquella satisfacción. Lo perseguí, pero él me mantuvo a raya hasta que mi cólera remitió. ¡Cómo nos reímos después! Con Tanis me sentía contenta, feliz... Sí, él despertó mis sentimientos, algo que nadie había logrado hacía mucho, mucho tiempo. Por supuesto, no tardamos en ser amantes, pero nuestra relación fue mucho más que eso. Cabalgamos, cazamos, hicimos travesuras propias de dos chiquillos... Vivimos, ¿comprendes?
¡Vivimos!

—¿Por qué terminó ese amor? —preguntó Cupelix con voz queda.

—Quería que me quedara en Solace, algo a lo que yo no podía acceder. Traté de convencerlo para que viniera conmigo, pero él jamás lucharía por dinero. Es semielfo, como ya he dicho; algún bribón mercenario forzó a su madre, una elfa, y así es como fue engendrado. En un rincón de su corazón alberga un frío rencor por cualquier soldado. —Kitiara apretó los puños—. Si Tanis hubiera luchado a mi lado, habría dado hasta la última gota de mi sangre por él.

Sobrevino un corto y tenso silencio. Luego, Kitiara se palmeó una rodilla.

»
Tanis era un tipo alegre y divertido; en ese aspecto, resultaba mucho mejor compañero que Sturm, siempre tan serio, tan circunspecto. Pero llegó el momento en que hube de elegir entre su estilo de vida y el mío. Tomé mi decisión y... bueno, aquí estoy.

—Por lo que me alegro. ¿Me ayudarás a escapar?

—Volvemos a lo de antes, ¿no? Muy bien. ¿En cuánto valoras mi ayuda?

Las orejas del dragón se erizaron de tal modo que las membranas venosas adheridas a los apéndices se extendieron como abanicos.

—¿No te preocupa tu propia seguridad? —preguntó con voz cavernosa.

—No te tires faroles conmigo, dragón. Si hubieras tenido intención de valerte de amenazas, ya las habrías empleado con Tartajo, Trinos y Chispa, antes de nuestra llegada. No vales para eso. Iría contra tu naturaleza.

Tanto el gesto torvo del reptil como el teatral tono intimidante de su voz se vinieron abajo.

—Cierto, cierto. Eres incisiva como una cuchilla afilada, Kit. Tus cortes son profundos y certeros —asumió.

La mujer hizo un burlón saludo con la mano.

—No soy nueva en este juego de embite. —Kit se puso de pie. Una delgada franja de luz que se filtraba por una tronera del obelisco, acarició sus hombros—. Reflexiona sobre mi oferta de formar sociedad. No ha de ser de por vida; un año o dos serían suficientes. Hazlo por mí, y yo hablaré al grupo en tu favor.

La claridad diurna iluminó la estancia y la esfera del techo se amortiguó hasta apagarse. A la luz del sol, Kitiara observó que los libros y pergaminos estaban aún más deteriorados de lo que había imaginado. En medio de tanta decadencia, la precaria situación del dragón se hizo más obvia. Llegaría el día en que Cupelix no tendría otra cosa para leer que un montón de papeles putrefactos y enmohecidos.

—¿Cuántos siglos más vivirás? —le preguntó.

—Muchos. —Las pupilas del dragón se estrecharon.

—Entonces, cabe la posibilidad de que otros aparezcan por aquí y te liberen. Sin embargo, piensa en la monotonía, en la soledad. Pronto no quedarán libros, ni tapices, ni compañía...

—¿Socios durante un año? —interrumpió Cupelix.

—Dos —impuso con firmeza Kitiara—. Es un lapso minúsculo en la vida de un dragón.

Por fin, Cupelix se comprometió a viajar con ella durante dos años cuando hubiesen llegado a Krynn. La mujer se desperezó al tiempo que sus labios se distendían en una amplia sonrisa. Se sentía satisfecha. Aquel insensato viaje a la luna roja le había proporcionado algo más que una fuerza muscular incrementada. Un dragón vivo sería su compañero de andanzas ¡durante dos años enteros!

—Será una gran aventura —comentó en voz alta.

—Sin duda. —Las mandíbulas del dragón se cerraron con un seco chasquido.

Kit se aproximó a la ventana para respirar un poco de aire fresco. Los rayos, producto de la esencia mágica descargada en el aire de la luna roja, se dispararon atronadores desde la cúspide del obelisco. Al desvanecerse los relámpagos, la mujer oteó el valle que se extendía a sus pies.

—¡Los lunitarinos se han puesto en movimiento! —exclamó.

—Por supuesto. Es de día.

—¡Pero es que han formado filas! ¡Creo que van a atacar!

* * *

Como los Micones no daban señal de moverse, Sturm propuso que exploraran por su cuenta. Los gnomos se desataron y se dejaron caer de los lomos de las hormigas. El caballero desmontó y dio unas palmaditas en la cabeza de su montura; se trataba de un hábito que había adquirido con su primer caballo. La gigantesca hormiga ladeó la triangular cabeza y chasqueó las mandíbulas. Sturm se preguntó si aquel gesto sería una respuesta de complacencia. Era difícil de adivinar.

Los desechos amontonados en el suelo le llegaban a la altura de la rodilla; a los gnomos, hasta la cintura. Argos examinó con su lupa un pedazo de cuero rojo.

—Ummm... No parece materia vegetal —opinó el hombrecillo. Entretanto, Carcoma intentaba escribir en uno de los trozos del material que parecía pergamino marrón, pero la superficie era tan satinada que no dejó marcado un solo trazo. Sturm trató de rasgar en dos uno de los fragmentos, pero la extraña vitela resistió los tirones.

—Con esto se podrían fabricar unas botas excelentes. ¿Qué será? —se preguntó el hombre.

—Diría que se trata de una especie de piel de animal. —Tras ofrecer su dictamen, Argos guardó su lupa en la funda.

—No hemos visto ningún animal en Lunitari, a excepción del dragón —objetó Tartajo—. Incluso los Micones se parecen más a un mineral que a una criatura viva.

—Es posible que exista alguna especie de bestias en estas cavernas —intervino Alerón—. Alguna variedad de animales que no hemos visto hasta ahora.

A Pluvio se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Alguna especie devoradora de gnomos? —preguntó, con un hilo de voz, después de tragar saliva con un ruido estentóreo.

—¡Simplezas! —exclamó Argos—. Los Micones no permitirían que algo peligroso merodeara cerca de los huevos de dragón. Dejad de inventar cuentos terroríficos.

Chispa se había apartado un poco del grupo y palpaba ensimismado el recubrimiento de las paredes. El gnomo extrajo un martillo para remaches de su cinturón abarrotado de herramientas, golpeó la pared, y ¡bong!

Al chocar el pequeño martillo contra el extraño revestimiento, la onda sonora retumbó de un modo ensordecedor en toda la caverna. Las vibraciones fueron tan poderosas que los gnomos perdieron la estabilidad y cayeron en medio de los desechos que tapizaban el suelo. Sturm se aferró a una achaparrada estalagmita hasta que el estremecedor zumbido cesó.

—¿Por qué lo has hecho? —gimió espantado Carcoma, al que, a causa de su incrementado sentido del oído, el agudo tono había provocado una hemorragia en la nariz.

Los Micones chasqueaban una y otra vez las mandíbulas y sacudían la cabeza.

—Fascinante —opinó Tartajo—. ¡Una cámara de resonancia perfecta! ¡Claro! ¡Ahora lo comprendo!

—¿Qué? —preguntó Bramante.

—La acumulación de desperdicios. Es un acolchado, un revestimiento aislante que amortigua los pasos de las hormigas.

El grupo se abrió paso con dificultad entre los desechos y llegó al final de la oblonga cámara. El nivel del techo descendió y el suelo subió hasta desembocar en una estrecha abertura circular. El borde del orificio tenía un remate de puntiagudos salientes de cuarzo, probable obra de los Micones. Nada que no fuera tan duro como el cuerpo cristalino de las hormigas atravesaría la abertura sin hacerse girones. Los gnomos retrocedieron y comenzaron a proponer infinidad de soluciones al problema.

Sturm dio un sonoro suspiro. Se volvió y empezó a recoger una brazada de fragmentos del peculiar pergamino que extendió sobre los salientes dentados. Luego, apretó fuertemente con las manos. Las puntas afiladas atravesaron las tres o cuatro primeras capas de material, pero las restantes resistieron sin romperse.

—Con permiso —dijo Sturm, mientras aupaba a Tartajo y lo sentaba sobre el acolchado pergamino. El gnomo se deslizó por la abertura hasta la cámara que se abría al otro lado. Uno tras otro, los demás gnomos siguieron el mismo camino. El grupo se sumergió en la oscuridad con su habitual proceder despreocupado y bullicioso.

Sturm se apresuró a cruzar la estrecha hendidura para alcanzarlos. Emergió en una cámara amplia; en las paredes, de las fisuras abiertas en las rocas, rezumaban unas vetas líquidas de cristal rojo oscuro que, al entrar en contacto con el aire húmedo y templado de la cámara, se tornaban púrpura claro, en tanto adoptaban de manera paulatina una forma concisa. El entorno estaba lleno de Micones a medio formar; algunos sólo eran cabezas; otros, cuerpos enteros pero carentes de patas; y otros, por último, estaban tan acabados, que las antenas oscilaban.

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