El guardian de Lunitari (33 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

BOOK: El guardian de Lunitari
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—¿Listos, colegas? —preguntó Tartajo.

—¡Listos! ¡Estamos preparados! ¡En marcha! —fueron las respuestas de sus compañeros. Sturm enrolló la cuerda en torno a su puño crispado y asintió en silencio. Los Micones comenzaron a caminar.

La hormiga gigante montada por el caballero se desplazaba segura sobre sus seis patas; al hombre le resultaba extraño el balanceo de lado a lado ya que estaba acostumbrado al trote de arriba abajo de un cuadrúpedo. Los pies de Sturm estaban tan sólo a unos centímetros del suelo, pero el Micón lo transportó sin vacilaciones hasta el orificio más cercano. Suponía que la criatura descendería como haría un hombre al bajar por una escala de mano, pero estaba equivocado. La hormiga entró de cabeza y se inclinó más y más; para evitar la caída, Sturm se dobló sobre sí mismo hasta que su pecho se reclinó sobre el combado dorso de la criatura y, tanto sus piernas como sus brazos, se cerraron con fuerza contra el cristalino cuerpo. El Micón descendió la pared vertical del orificio y emergió, cabeza abajo, en una abovedada caverna, con el perplejo Sturm aferrado como una parte más de su cuerpo, a través del techo.

Las monturas de los gnomos entraron del mismo modo, seguidas de chillidos, mezcla de deleite y terror, que resonaron en las paredes azules. Unas inmensas estalactitas, de entre nueve y doce metros de largo y tres de ancho en sus bases, colgaban hasta casi tocar el suelo. Las formaciones, de un azul pálido, brillaban con un tenue fulgor propio. Las paredes y el techo, del que Sturm no osó apartar los ojos, aparecían también adornados con un fino recubrimiento de cristal blancoazulado. A pesar de su aspecto resbaladizo como hielo, las puntiagudas patas de las hormigas se desplazaron por él con segura regularidad.

La montura de Sturm siguió un camino bien marcado entre las frías agujas; los Micones recorrieron el techo de la caverna unos treinta metros y, de forma abrupta, comenzaron a descender por la pared. Treinta metros más abajo, las hormigas giraron y se desplazaron por el suelo de la gruta, que estaba cubierto con algo parecido a grandes fragmentos de pergamino viejo y cuero rojo. Estos residuos se arremolinaban a los pies de las hormigas a medida que caminaban; por fin, las criaturas se detuvieron justo debajo de los orificios abiertos en el pavimento del obelisco. La abovedada caverna irradiaba una luminiscencia sutil que recordaba el fulgor menguante de Solinari, pero aquí la luz se difundía en todas direcciones, sin dejar el menor resquicio a las sombras.

* * *

Después de la marcha de Sturm y los gnomos, Kitiara aguardó nerviosa a que los excitados chillidos medio placenteros y medio aterrorizados de los hombrecillos se desvanecieran conforme se internaban en los subterráneos. Cupelix se posó junto a la nave voladora.

—Y bien, querida, ¿estás dispuesta? —inquirió.

—Sí, claro. ¿Cómo subiremos hasta allí? —Ella se mordió los labios y se frotó los brazos como si tuviese frío.

—Lo más sencillo será que yo te lleve.

Kitiara lo miró dubitativa. Las patas delanteras del reptil eran bastante pequeñas en comparación con las macizas posteriores, capaces de aplastar a un buey con toda facilidad; aun así...

—Si te subes a horcajadas a mi cuello, volaré sin brusquedad hasta el pináculo —propuso Cupelix, consciente de las inquietudes de la mujer.

Sin más, el dragón apoyó la inmensa cabeza en el pavimento y Kitiara pasó una pierna sobre el cuello grueso y sinuoso. Las escamas eran tan rígidas y frías como la mujer había esperado; por su tacto, parecían de cobre más que de tejidos vivos, como eran en realidad. Cuando Cupelix irguió la cabeza, Kitiara percibió bajo sus piernas el poderoso movimiento de los músculos y se inclinó hacia adelante, al tiempo que aferraba los cantos de dos escamas para afianzarse. Un momento después, el dragón extendió las alas y se elevó en el aire.

El perímetro de la torre en sus dos primeros tercios era cuadrado, pero justo donde sobresalía una plataforma mucho mayor que las otras, las paredes se inclinaban hacia el interior, lo que limitaba la maniobra de Cupelix. El reptil dibujó un ángulo con las alas y se agarró a la cornisa; luego avanzó de lado mientras deslizaba las garras por el antepecho, muy desgastado tras siglos de uso. Kitiara se asomó por encima del hombro del dragón y miró hacia abajo.
El Señor de las Nubes
semejaba un barco de juguete y los agujeros por los que habían entrado Sturm y los gnomos eran simples borrones en una página carmesí.

Cupelix llegó a un pilar horizontal que cruzaba desde la repisa norte hasta el lado este y avanzó por él hasta situarse en el centro. Tomó impulso para saltar.

—¡Sujétate! —advirtió a la guerrera.

A aquella altura no había suficiente espacio para volar; por ello, mantuvo las alas plegadas en el salto que los llevó treinta metros más arriba, donde el perímetro del obelisco era ya realmente angosto.

Kitiara se atrevió por fin a abrir los ojos. El suelo, ciento veinte metros más abajo, era un cuadrado de color rosa leve. Sobre sus cabezas, el obelisco terminaba de forma abrupta en un techo liso. Sin poder evitarlo, la mujer apretó con todas sus fuerzas las escamas a las que se sujetaba; un estremecimiento recorrió el colosal cuerpo de Cupelix.

—Me haces cosquillas —comentó. Luego, acercó el ala derecha hacia la mujer y, con las imponentes uñas que sobresalían del borde superior, se rascó en el punto estimulado.

—¿Vas a dar más saltos? —Kitiara intentó que su voz no exteriorizara el desasosiego que la dominaba.

—Oh, no, desde aquí sólo hay que escalar.

A fuerza de músculos y garras, el dragón ascendió los restantes metros con seguridad y destreza; se detuvo al tocar con la cabeza en el plano techo que los separaba de la sección más elevada de la torre. Kitiara creyó que el reptil pronunciaría alguna palabra mágica con la que el camino quedaría expedito pero, en cambio, Cupelix plantó la astada cabeza contra la losa de piedra y la empujó. El cuello se arqueó por la presión ejercida y la mujer quedó comprimida entre los poderosos músculos de las alas. Estaba a punto de protestar, cuando un amplio sector del techo se elevó con cierta renuencia. Cupelix empujó hacia arriba hasta que la losa quedó en posición vertical; acto seguido, agachó el cuello y Kitiara desmontó en el interior del sanctasanctórum del dragón. Al plantar los pies en el suelo de mármol, resbaló y por un angustioso momento pareció que el distante pavimento del obelisco salía a su encuentro. Kit se apartó unos pasos del abismal vacío y exhaló un silencioso suspiro de alivio.

—¡Arryas shirak! —
exclamó el dragón. Una esfera de dos metros y medio de diámetro, ubicada en el mismo ápice del obelisco, resplandeció con un fulgor deslumbrante y la guarida de Cupelix se manifestó con todo lujo de detalles: ingentes montones de libros y pergaminos, candelabros, incensarios, braseros y otros utensilios mágicos, todos forjados en oro. Cuatro tapices, tan antiguos que los bordes inferiores aparecían desmenuzados, cubrían las paredes; uno de ellos, de cinco metros de ancho por cinco de alto, representaba a Huma el Lancero, montado en un dragón que escupía fuego, en el momento de empalar a un esbirro de la Reina de la Oscuridad. La armadura del caballero estaba tejida con hilos de oro y plata.

El segundo tapiz era un mapa de Krynn en el que no sólo se reproducía el continente de Ansalon, sino también otras masas de tierra situadas al norte y al oeste.

La tercera colgadura mostraba un cónclave de los dioses. Todos estaban allí: los del Bien, los neutrales, y los del Mal. No obstante, la imagen que en verdad atrajo la atención de Kitiara fue la de la Reina de la Oscuridad. Takhisis aparecía apartada de los otros dioses, con porte regio y gesto desdeñoso. El tejedor la había plasmado no sólo hermosísima, sino también aterradora, con las patas escamosas y la cola de púas. Conforme Kitiara pasaba frente a la imagen, el rostro de la Reina Oscura adoptaba alternativamente expresiones de crueldad, desdén, severidad o fascinante seducción. La guerrera habría permanecido contemplándola hasta el fin de los tiempos si Cupelix no hubiera bajado la losa de la entrada; el resonante golpe causado por varias toneladas de mármol al cerrar el suelo, la sacó de su trance.

El cuarto tapiz era el más enigmático. Era el dibujo de una balanza, semejante a la constelación Hiddukel, excepto que en ésta, el pie del astil no estaba roto. En el platillo de la derecha se encontraba un huevo; en el de la izquierda, la silueta de un hombre. Cupelix dio unos pasos sobre la losa de la entrada y las uñas de sus garras repiquetearon en el mármol.

—¿Entiendes ese cuadro? —preguntó a la mujer.

—No estoy segura. ¿Qué clase de huevo es ése?

—¿A ti qué te parece?

—Bueno, si se trata de un huevo de dragón, imagino que el cuadro representa el mundo en equilibrio entre humanos y dragones... en tanto los dragones no sean más que huevos.

—Buena interpretación. Es una de las más obvias, aunque existen otras muchas.

—¿Quién hizo los tapices? —preguntó interesada Kitiara.

—No lo sé. Tal vez los mismos dioses. Estuvieron aquí antes que yo. —Cupelix se acercó al montón más abultado de libros y se tumbó sobre ellos. La mujer buscó un lugar donde tomar asiento; se decidió por un caldero de hierro adornado con runas de plata.

—Bien, pues aquí estoy —dijo—. ¿Por qué tu interés en hablar conmigo en particular?

—Porque eres diferente de los otros. Con el hombre, Sturm, me gusta polemizar; sin embargo, después de cinco minutos de charlar con él, lo encuentro demasiado transparente. Es claro y sincero en sus palabras pero muy ingenuo, ¿no es cierto?

—Es un buen tipo cuando no se empeña en imponer sus rígidos conceptos a otros. A veces cuesta mucho apreciarlo. —Kit se encogió de hombros.

—¿Y amarlo? —inquirió con espíritu ladino el dragón.

—¡Difícil! Admito que es atractivo y bien proporcionado; pero la mujer que conquiste el corazón de Sturm Brightblade ha de ser muy diferente a mí.

—¿Diferente en qué sentido? —Cupelix ladeó la cabeza.

—Una mujer ingenua, inocente; alguien acorde con su caballeresca concepción de la pureza.

—¡Ah! Una fémina inmaculada, limpia de deseo o lujuria.

Kitiara esbozó una sonrisa retorcida.

—Bueno, no del todo.

—¡Ja! —El grito burlón de Cupelix hizo que se derrumbara una de las pilas de libros; de las amarillentas páginas se levantó una nube de polvo—. Eso es lo que me gusta de ti, querida; eres tan franca, tan imprevisible... Aún no he sido capaz de leer tu mente.

—¿Lo has intentado?

—Oh, sí. Es primordial saber lo que piensa un mortal peligroso.

—¿Y yo lo soy? —Kitiara se echó a reír.

—En extremo. Como he dicho antes, maese Brightblade me resulta transparente, y los pensamientos de los gnomos revolotean como locas mariposas, pero tú... tú, mi querida Kitiara, requieres una atenta observación.

—Ha llegado el momento de que respondas con franqueza algunas preguntas, dragón —dijo ella, al tiempo que se palmeaba las rodillas—. ¿Qué quieres de nosotros? ¿De mí?

—Ya te lo dije. Salir de esta torre e ir a Krynn. Estoy harto de vivir encerrado, sin hablar con nadie, sin otra cosa que comer que las sobras que los Micones saquean para mí.

—Pero a nosotros nos has abastecido con excelentes alimentos.

—No comprendes la fórmula esencial de la magia. Para obtener una pequeña cantidad de materia se precisa una aportación enorme de energía... así es como funciona. Lo que para ti sería un banquete, a mí me serviría de tentempié.

—Eres grande y fuerte —comentó Kitiara—. ¿Por qué no te has abierto camino a través de los muros?

—Me sepultaría bajo sus escombros. No lograría mi propósito. —Las pupilas verticales del dragón se estrecharon—. Además, existe un
geas,
un tabú mágico que me impide dañar la estructura. He intentado en infinidad de ocasiones, con infinidad de fórmulas, convencer a los Micones de que derriben la torre, pero se han negado. Este lugar está protegido por un poder superior y para superarlo se precisa una tercera fuerza en litigio. Tus ingeniosos amiguitos, querida, son esa tercera fuerza. Sus pequeños pero fértiles cerebros pueden concebir cien proyectos por cada uno que tú o yo imaginemos.

—Y de los cien, ninguno práctico.

—¿De verdad? Me sorprendes una vez más, mi joven y encantadora mortal. ¿No han sido estos mismos gnomos los que te han traído a Lunitari? —Ella objetó que el viaje se debía a un accidente.

»
Los accidentes no son otra cosa que probabilidades imprevistas... que incluso a veces se provocan —replicó el dragón.

Mientras el dragón hablaba, Kitiara miró de reojo y experimentó la sensación de que la Reina de la Oscuridad los observaba con arrogancia desde su tapiz.

—¿Qué harías si te sacáramos de aquí? —preguntó con los ojos aún prendidos en el fascinante rostro.

—Por supuesto, volar a Krynn y establecer allí mi residencia. Me atrae con mucha fuerza el mundo mortal y ese asombroso despliegue de vida tan variada y pujante. —Kitiara resopló despectiva—. ¿Por qué haces eso? —le preguntó Cupelix.

—¡Consideras la vida de Krynn extraordinaria! ¿Cómo describes entonces a todas las criaturas que moran a tu alrededor?

—Para mí son algo corriente, lo único que conozco, ¿comprendes? Y me aburren. ¿Imaginas una conversación medianamente interesante con los hombres-árbol? Sería como hablar con las piedras. Ignoras que la vida vegetal que crece en Lunitari es tan débil y efímera que no posee aura mágica propia. Si hay vida en esta luna se debe tan sólo a la fuerza irradiante de mis semejantes encerrados en los huevos. —Cupelix exhaló un borrascoso suspiro—. Deseo contemplar los océanos, los bosques, las montañas. Conversar con los sabios mortales de todas las razas para que mi sabiduría trascienda las fronteras marcadas por estos viejos libros.

—Lo que tú ansias es el poder. —Kitiara creyó comprender.

—Si el conocimiento es poder, entonces la respuesta es sí. No soporto el confinamiento en esta prisión perfecta. Cuando mis Micones exploradores encontraron a los gnomos, por primera vez tuve la esperanza de que mi deseo se hiciera realidad. —Y Cupelix cerró una garra con ímpetu.

Kitiara guardó silencio durante un momento. Cuando habló, eligió con cuidado las palabras.

—¿No temes las represalias?

—¿Represalias, de quién? —El dragón levantó sorprendido la cabeza.

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