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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (37 page)

BOOK: El guardian de Lunitari
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—Al anochecer enviaré a mis Micones para que los obliguen a replegarse a su poblado de una vez por todas.

Concluido el relato de la contienda, los gnomos se dispersaron. Sturm llamó a Tartajo, que se acercó solícito al caballero.

—¿Sí?

—¿Has revisado las reparaciones efectuadas en
El Señor de las Nubes?

—Todavía no.

—Haz que tus compañeros se apresuren, amigo mío. Debemos salir de este mundo cuanto antes.

—¿Por qué tanta premura? Tenemos que probar los nuevos repuestos. —El gnomo se atusó la corta y sedosa barba.

—Es posible que el dragón crea que los hombres-árbol no regresarán, pero no correremos el riesgo de sufrir otro asedio. Además, Cupelix... —El caballero se interrumpió con brusquedad al ver que Kitiara se acercaba a ellos—. Después seguiremos hablando.

Tartajo asintió en silencio; metió los pulgares en los bolsillos de su chaleco, simuló una actitud indiferente y se encaminó hacia la nave voladora. Kit pasó junto al hombrecillo sin tomar en consideración su porte exageradamente indolente; al llegar junto a Sturm se agachó.

—¿Te duele mucho? —le preguntó.

—Sólo cuando bailo —replicó él con un inusual sentido del humor.

—Saldrás de ésta —resopló burlona Kitiara. Luego, palpó con cuidado la zona vendada—. Con seguridad ni siquiera cojearás. ¿Por qué cargaste contra aquellos lunitarinos? Sin escudo, sin armadura que protegiera tus piernas...

—Te vi caer. Acudí en tu auxilio.

Kitiara guardó silencio un momento.

—Gracias —dijo por fin con voz tenue.

El hombre se movió con cuidado y se reclinó en el costado ileso.

—¡Eso está mejor! Me empezaba a doler la cabeza de estar tumbado boca abajo. —Kit se sentó junto a él.

—¿Sabes lo que no puedo soportar? —comentó—. Que tú y yo, dos guerreros en teoría bien entrenados en las artes marciales, cayéramos derrotados por un montón de salvajes y que nos tuvieran que sacar del apuro una banda de gnomos chiflados ¡con una maza de guerra hecha de pantalones rellenos de tierra! —Kitiara rió alborozada; en aquellas carcajadas descargó todas las tensiones y recelos de las últimas horas; una vez que dio rienda suelta a su regocijo, no fue capaz de contenerlo.

—Los pantalones del pequeño Remiendos —dijo Sturm; la risa brotaba irreprimible en su interior—. ¡Los pantalones del pequeño Remiendos disfrazados de horrorosas garras de dragón! —Kitiara asintió con la cabeza, incapaz de articular una palabra, el semblante contraído por la creciente hilaridad, los ojos llorosos. Sturm no aguantó más y unas carcajadas llenas, estruendosas, lo agitaron de pies a cabeza; su explosión de risotadas le causó un terrible dolor en la herida vendada, pero fue incapaz de contenerse y, cuando trató de hablar, sólo pudo articular entre jadeos: «¡Un pantalón maza!», antes de sufrir un nuevo ataque de risas fragorosas.

Kitiara, que respiraba de manera entrecortada en los breves intervalos entre convulsión y convulsión de histérico regocijo, se recostó en él, con la cabeza apoyada en su hombro y abrazada a su cuello.

En lo alto, posado en un sombrío rincón de la torre, Cupelix los observaba atento. Un haz dorado de sol incidió en los extremos de sus alas coriáceas. La piel del dragón centelleó como si fuera de oro.

* * *

A despecho de sus anteriores protestas, Sturm aceptó el plato de guisado preparado por Cupelix que le trajo Kitiara. Y algo más; también consintió en que Kitiara preparara con su manta y su capa de pieles un cómodo respaldo donde recostarse. En principio, el hombre se habría negado con actitud estoica a recibir aquel trato.

Los gnomos comieron con gran apetito, según su costumbre, a la suave luz irradiada por cuatro Micones que habían permanecido en la torre cuando el resto de sus congéneres salieron en persecución de los lunitarinos. Las hormigas colgaban en lo alto, sujetas de sus patas delanteras, como unos grotescos farolillos de papel y el único rasgo amenazador de su, por lo demás, apacible aspecto, eran las ominosas pinzas dentadas.

—Los nuevos repuestos no presentan fisuras ni fatiga de material —anunció Chispa, mientras añadía salsa a su asado—. Si consiguiéramos una buena recarga de rayos, emprenderíamos el regreso ahora mismo. —El gnomo quiso soltar el cucharón con el que se había servido la salsa, pero fue inútil ya que el mango se pegaba a sus manos magnéticas. Carcoma lo ayudó a librarse de él.

—¿Sabéis una cosa? —intervino Argos, que removía con gesto ausente su pudín—. Con un ángulo apropiado en el rumbo, volaríamos desde aquí a otra de las lunas. —Su sugerencia fue acogida con un silencio tan profundo que casi resultó atronador—. A Solinari o a la luna negra. ¿Qué os parece?

Trinos respondió por todos ellos; con el índice y el pulgar sobre los labios, emitió un sonido bastante grosero.

Sturm, que se hallaba reclinado en el suelo junto a la mesa, cambió de tema y dirigió una pregunta al grupo.

—¿Qué proyectos surgirán de este viaje?

—La exploración y realización de mapas resultarían mucho más fáciles desde el aire. Nuestra máquina significará un gran adelanto para la navegación. Todas las pesadas tareas de transporte que ahora realizan los barcos se llevarán a cabo de un modo mucho más eficiente por los aires. Imagino el día en que enormes naves aéreas, con seis u ocho pares de alas, surquen las nuevas rutas comerciales entre nubes y lleven mercancías de un extremo a otro de Krynn... —Tartajo se perdió en la grandeza de sus previsiones.

—Y, además, está la guerra —dijo Argos con voz siniestra.

—¿Qué guerra? —interpeló Kitiara.

—Cualquiera. Siempre hay una en alguna parte, ¿no? ¿Os imagináis a la caballería de los aires, abatiéndose sobre campos, granjas, ciudades, templos o castillos, y arrasándolos a todos por igual? Sería muy sencillo; sí, sencillo de verdad; fuego y rocas sobre la cabeza de los enemigos.

—En los talleres del Monte Noimporta se guardan artilugios aún más complejos, armas con las que no habría que recurrir a la magia para arrasar el mundo entero.

La morbosa visión del astrólogo sofocó la conversación.

—Da la impresión de que vosotros, gnomos, estáis planeando crear vuestra propia especie de dragones... dragones mecánicos, totalmente obedientes a la mano de su amo. Todas esas cosas descritas por maese Argos ya tuvieron lugar hace más de mil años, cuando los dragones tomaron parte en las grandes guerras —interrumpió Cupelix desde lo alto.

—Quizá no deberíamos hacer público el procedimiento secreto de la navegación aérea. —La voz de Remiendos estaba llena de incertidumbre.

—El conocimiento debe compartirse —aseveró Tartajo—. El saber no es malo en sí mismo; es el uso que se le da lo que determina que las consecuencias seas benignas o malignas.

—El conocimiento es poder —dijo el dragón, clavando la mirada en Kitiara, que escondió la suya tras la copa de vino. Cuando acabó de beber, la mujer se sentó sobre la mesa y se limpió los labios con el dorso de la mano.

—Olvidamos algo muy importante: tenemos una deuda pendiente y no nos marcharemos sin haberla saldado.

—¿Una deuda? ¿Con quién? —preguntó Carcoma.

—Con nuestro anfitrión. Este extraordinario dragón: Cupelix. —Los gnomos aplaudieron con cortesía.

—Gracias, sois muy amables —dijo el reptil.

—Habríamos caído en poder de los lunitarinos si Cupelix no hubiera intervenido —prosiguió Kitiara—. Ahora estamos a salvo, la nave voladora se ha reparado, y, repito, tenemos una deuda que saldar. ¿Cómo lo haremos?

—¿Te apetece un poco de agua fresca? —ofreció Pluvio al dragón.

—Muy amable de tu parte, pero no es necesario. Los Micones me suministran agua de las cavernas.

—¿Tienes alguna máquina estropeada para arreglar? —inquirió pensativo Chispa.

—Absolutamente ninguna.

Todos los gnomos aportaron nuevas sugerencias, que fueron rechazadas con amabilidad por el dragón, por innecesarias o inaplicables.

—¿Qué podemos hacer entonces? —preguntó frustrado Alerón.

Cupelix expuso de forma sucinta su precaria situación en el interior del obelisco y cuánto anhelaba escapar de él. Los gnomos se quedaron mirándolo con fijeza y parpadearon confusos.

—¿Eso es todo? —dijo por fin Bramante.

—¿No quieres nada más? —fue la pregunta traducida de Trinos.

—Esa sencilla tarea es todo lo que os pido —confirmó Cupelix.

Sturm se alzó hasta quedar sentado y percibió con claridad la dolorosa presión que le causaba aquella postura en la pierna herida.

—¿Has considerado, dragón, que la voluntad de un poder más alto te impuso permanecer de por vida entre estos muros? ¿No incurriremos en un sacrilegio al liberarte?

—Los dioses levantaron estas paredes y depositaron los huevos, pero en todos los cientos y cientos de años que he residido en el obelisco, ningún dios, semidiós, o espíritu, se ha dignado revelarme sus excelsos planes —replicó Cupelix, sin dejar de removerse inquieto, apoyando su peso alternativamente en una y otra pata—. Al parecer, piensas que es justo que me encuentre aquí confinado como un gallo en el gallinero. ¿No te das cuenta de que en realidad soy un prisionero? ¿Consideras inmoral liberar a un inocente cautivo?

—¿Qué ocurrirá con los huevos, si te marchas? —preguntó Bramante.

—Los Micones los cuidarán, y guardarán las cavernas hasta el fin de los tiempos. Ninguno de los huevos eclosionaría sin el estímulo preciso y deliberado. En ese aspecto, mi presencia es totalmente superflua.

—Propongo que lo ayudemos. —Kitiara habló con convicción. Luego se inclinó sobre la mesa y dirigió una penetrante mirada a los gnomos—. ¿Quién, con el corazón en la mano, negará que Cupelix merece nuestra ayuda?

Todos guardaron silencio. Por fin Sturm tomó la palabra.

—Aceptaré si el dragón responde a una pregunta: ¿qué hará una vez libre?

—Gozar de mi libertad, por supuesto. Viajaré, de aquí en adelante, dondequiera que las corrientes de los cielos me lleven.

Sturm cruzó los brazos.

—¿A Krynn? —inquirió con voz cortante.

—¿Por qué no? ¿Existe algún otro lugar más bello entre esta luna y las estrellas?

—Los dragones fueron expulsados de Krynn hace mucho tiempo a causa de que su poder se utilizaba para controlar los asuntos de los mortales. No regreses allí —se obstinó el caballero.

—Cupelix no es un dragón del Mal —argumentó Kitiara—. ¿Crees que después de haber vivido durante miles de años en esta luna, no ha dejado en él su impronta la influencia de la magia neutral?

—¿Y qué? —replicó con lentitud Sturm—. Es probable que Cupelix no represente un peligro para Krynn, pero es un dragón. Mis antepasados lucharon y murieron para librar a nuestro mundo de estas criaturas. ¿Cómo voy a deshonrar su memoria prestando mi ayuda para que uno de ellos, aunque pertenezca a las fuerzas del Bien, regrese allí?

Kitiara se levantó de un modo tan violento que su silla salió despedida.

—¡Por todos los dioses! ¿Quién te crees que eres, Sturm Brightblade? Mis antepasados también lucharon en Las Guerras de los Dragones. Pero eran otros tiempos y otras circunstancias. —La mujer se volvió hacia los gnomos—. Os pregunto una vez más: ¿vamos a corresponder a la hospitalidad de Cupelix con indiferencia? ¿Nos llenaremos la barriga con su comida y su vino, arreglaremos la nave con su colaboración, y nos marcharemos sin siquiera intentar ayudarlo a escapar?

La mujer los tenía en un puño. Los nueve pequeños semblantes, pálidos a causa de los días cortos y oscuros de Lunitari, la contemplaban con extasiada atención. Kitiara levantó la mano y señaló a Cupelix, que procuraba mostrarse abatido y desolado en su percha marmórea.

—¡Poneos en su lugar! —concluyó con grandilocuencia.

—¿Cuál de nosotros? —preguntó solícito Carcoma.

—Da lo mismo... uno o todos. Pensad en cómo os sentiríais si tuvieseis que pasar toda vuestra vida entre estas paredes, sin siquiera dar un paseo. Y considerad que la vida de un dragón dura, no cincuenta ni cientos de años, ¡sino miles! ¿Cómo os sentiríais atrapados en una torre solitaria, sin nadie con quien hablar... ni tampoco herramientas?

Bramante y Remiendos dieron un respingo.

—¿Sin herramientas?

—Exacto. Ni madera o metal con el que trabajar. Ni engranajes, ni válvulas, ni poleas...

—¡Horrible! —exclamó Chispa. Trinos lo secundó con una nota baja sostenida. Kitiara lanzó decidida la última ofensiva.

—Y nosotros, es decir, vosotros, tenéis la ocasión de enmendar este yerro. Contáis con vuestra capacidad inventiva para discurrir una solución para que Cupelix vuele en libertad. ¿Lo haréis?

—¡Lo haremos! ¡Lo haremos! —Alerón se puso de pie de un salto.

Pluvio y Remiendos lloraban por la injusticia infligida al pobre dragón, en tanto que Tartajo y Argos se bombardeaban el uno al otro con las primeras ideas para abrir el obelisco. Alerón se subió a la silla y a continuación trepó a la mesa; entonces, señaló con gesto dramático el casco desprovisto de alas de
El Señor de las Nubes.

—¡A la nave! ¡Hemos de hacer planes! —gritó.

—Sí, sí, las herramientas están allí —recordó Carcoma.

—¡Y papel y plumas!

—¡Y los productos químicos y los crisoles!

—¡Y cabos y cordelaje!

—¡Y pasas!

Los gnomos se alejaron en tropel de la mesa; una minúscula oleada de exuberante idealismo y bulliciosa ingenuidad. Cuando el último de los hombrecillos desapareció en el interior de la nave, Kitiara sonrió a Sturm.

—Muy astuta. Lo has hecho muy bien —dijo él.

—¿El qué? —preguntó ella con simulada candidez.

—Ambos sabemos lo impulsivos que son los gnomos. Si añadimos a tu apasionado discurso en defensa de la libertad, la perspectiva de un proyecto de ingeniería de primera magnitud, no cabe duda de que el obelisco no tiene la menor probabilidad de perdurar.

—Espero que estés en lo cierto —intervino Cupelix. Sturm frunció el entrecejo. Era increíble la facilidad con que uno se olvidaba de su presencia cuando permanecía callado y fuera del campo de visión—. ¡No seas tan suspicaz! —le echó en cara el dragón—. Si mis intenciones fueran malignas, ¿crees que habría recurrido a banquetes y lisonjas? Mis Micones podrían haber retenido la nave por un tiempo indefinido hasta que hubieseis aceptado mis términos; u os hubiera dejado en poder de los hombres-árbol.

—Nadie ha dicho que seas malo, Cupelix —insistió Sturm—. Pero sí eres sutil; y estás tan decidido a conseguir tu propósito que si para alcanzar tu libertad hubieses tenido que sacrificar a Kit, a mí o a los gnomos, no creo que hubieses tardado mucho en abandonarnos a nuestra suerte.

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