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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (31 page)

BOOK: El guardian de Lunitari
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Algo golpeó la pierna de Sturm, que se encontraba próximo a uno de los agujeros. Un Micón había asomado la cabeza y una de las antenas había chocado con el caballero. Al retroceder Sturm, la gigantesca hormiga emergió; tras ella salió una segunda, y otra, y otra... El pavimento del obelisco se llenó enseguida de Micones que emitían su continuo repiqueteo y agitaban las cristalinas antenas de forma pausada.

—Ocupad vuestros puestos, mis queridas mascotas —ordenó Cupelix.

Las hormigas situadas junto a las paredes, treparon hasta al saliente inferior y se quedaron colgadas de forma que los amplios abdómenes ovalados sobresalieran por el borde. Cuando todo el perímetro del recinto quedó cubierto con los cuerpos colgantes de las hormigas, éstas comenzaron a frotar sus vientres contra la suave repisa de mármol, y los traslúcidos abdómenes emitieron una luminosidad, rojiza y tenue en principio, que poco a poco crecía en fulgor. Cual linternas vivientes, las hormigas alumbraron de manera gradual toda la mitad inferior del obelisco.

Sturm y Kitiara las miraban mudos de asombro. A pesar del supuesto hastío causado por la interminable sucesión de las peculiares maravillas de la luna roja, siempre surgía algo nuevo y sobrecogedor que los sorprendía profundamente.

—¿Mejor así? —inquirió Cupelix jactancioso.

—Digamos, tolerable —replicó Kitiara, al tiempo que deambulaba por el recinto.

Sturm se dirigió a la puerta. Los lunitarinos eran ya un bosque real a la luz de las estrellas. Los árboles, sin embargo, se habían dispuesto en unos círculos concéntricos perfectos en torno al gran obelisco que albergaba a los asesinos de su Rey de Hierro.

Cupelix se retiró a su encumbrado santuario y Sturm regresó a
El Señor de las Nubes,
donde los gnomos estaban metidos hasta las cejas en los trabajos de reparación.

Cuando el caballero bajó al cuarto de máquinas, se quedó sin habla al ver que Chispa, Trinos y Tartajo habían desmontado por completo el motor a fin de descubrir cualquier posible avería. El suelo aparecía cubierto de ruedas dentadas, engranajes, varillas de cobre —a las que Alerón llamaba «armaduras»— y cientos de otros ejemplos de tecnología gnoma, Sturm no osó entrar en el cuarto, temeroso de pisar algún componente delicado y vital.

—Eh... ¿cómo va todo? —les preguntó.

—¡Oh, bien! ¡No te preocupes, no te preocupes! —aseguró Tartajo en tono alegre—. Todo está bajo control. —El gnomo arrebató de las manos de Carcoma una pieza de metal retorcida en extrañas espirales y reprendió a Chispa—. ¡Apártate del Cable Inductor Indispensable! ¡No debe magnetizarse! —Y es que, por fin, Lunitari había otorgado su «regalo» al gnomo encargado de los depósitos de relámpagos: su cuerpo irradiaba un intenso magnetismo. De hecho, en aquel momento, un buen número de pedacitos de hierro y acero cubrían sus ropas. Con mansedumbre, Chispa se alejó del Cable Inductor Indispensable. El jefe de los gnomos prosiguió con su explicación.

—Buscamos las piezas dañadas por la descarga del rayo para repararlas.

—Entonces, os dejo que sigáis con vuestro trabajo —dijo Sturm, tras reprimir una sonrisa. Estaba convencido de que los gnomos darían con la solución... tal vez.

El caballero se encontró con Kitiara en el puente de mando. La mujer estaba sentada en el sillón de Tartajo, con una pierna colocada sobre el brazo del mueble, y bebía el contenido de un jarro de arcilla.

—¿Cerveza de dragón? —le preguntó Sturm sarcástico.

—Ummm. ¿Te apetece un trago? No, por supuesto que no. —Kit dio otro sorbo—. Bueno, así habrá más para mí.

—Los gnomos trabajan de firme —comentó el caballero—. Podríamos estar de regreso en casa en un par de días.

—Ya es hora. Deseo volver —replicó ella.

—¡Oh! ¿Tienes algún plan?

—¿De verdad quieres saberlo? —Kitiara acunó el jarro en su regazo.

—Bueno, al menos charlaremos un rato. Me incomoda que los gnomos y los Micones estén trabajando y nosotros nos quedemos sin hacer nada, como dos inútiles.

La mujer se arrellanó en el asiento y echó la cabeza hacia atrás.

—Estaba pensando en que me gustaría crear un ejército. Con mis propias tropas, leales a mí. Me he cansado de ser un mercenario.

—¿Y qué harías con ese ejército tuyo?

—Me conseguiría un reino. Me apoderaría de alguno ya existente cuyas instituciones estén en decadencia, o crearía uno nuevo; lo escindiría de un país extenso. —Kitiara lo miró con fijeza a los ojos—. ¿Qué te parece?

Sturm comprendió que lo provocaba de una manera intencionada.

—¿Estás capacitada para dirigir todo un ejército? —se limitó a preguntar.

—Yo misma soy casi un ejército —replicó con los puños apretados—. Con esta fuerza recién adquirida y mi experiencia de antes, sí, creo que tengo aptitudes. ¿Formarías parte de mi guardia personal? Eres diestro con la espada y, si olvidaras esas estúpidas ideas tuyas sobre el honor, aún serías mejor.

—No, Kit. Gracias. —Sturm hablaba en serio—. He contraído un compromiso con mi linaje. Sé que en el transcurso de mi vida, llegará el día en que los Caballeros de Solamnia serán reivindicados del oprobio. Y estaré allí cuando ocurra. —El hombre se volvió hacia los amplios ventanales de la proa—. También tengo otras obligaciones. Aún he de hallar a mi padre. Está vivo. Lo he visto. Me ha dejado un legado en el castillo y quiero recuperarlo. —Su voz se desvaneció.

—¿Es tu última palabra? —preguntó Kitiara. Sturm asintió en silencio—. No te entiendo. ¿Jamás piensas en ti mismo?

—Por supuesto. A veces, demasiado.

Kitiara jugueteó con la jarra vacía antes de proseguir.

—Dime una sola ocasión en que lo hayas hecho. Desde luego, no ha sido desde que te conozco.

Sturm abrió la boca para responder, pero antes de que pudiese hacerlo, una sombra se cernió sobre la proa de
El Señor de las Nubes.
Kitiara brincó, sobresaltada. Era la sombra del dragón.

—¿Por favor, amigos míos, queréis salir un momento? —
les dijo por telepatía. Los dos guerreros descendieron por la rampa y bajaron al suelo del obelisco.

—¿Qué ocurre? —preguntó la mujer.

—He ordenado a los Micones que construyan un parapeto para impedir el acceso de los hombres-árbol al obelisco. —Cupelix se frotó la garra delantera contra el pecho, como si se sintiera orgulloso de su ingenio.

—Dijiste que no osarían entrar —dijo Sturm con voz cortante.

—Así había sido hasta ahora; pero tú, mi querido amigo, has incitado a los lunitarinos hasta el punto de que han superado el temor que les inspiro. Su presencia aquí lo prueba. No es preciso ser muy inteligente para deducir que, muy pronto, se decidirán y se meterán donde antes no se habrían atrevido.

—No se lo permitiremos —opinó Kitiara; cruzó los brazos con gesto beligerante.

—Por supuesto que no. Por lo tanto, pensé que os gustaría inspeccionar las defensas que se preparan; serán las que salvaguarden vuestra vida.

Sturm apartó a los gnomos de la tarea en la que estaban inmersos en aquel preciso momento; arrancaban trozos de madera de
El Señor de las Nubes
destinados al fuego de la fragua. Todos se acercaron a la salida del obelisco para ver en qué había ocupado Cupelix a los Micones.

Las gigantescas hormigas formaban una hilera escalonada y paralela al obelisco. En respuesta a una señal inaudible, los Micones bajaron las cabezas triangulares hasta el suelo y empujaron hacia adelante la tierra rojiza hasta apilarla en montones alargados. Repitieron esta operación una y otra vez. De tal modo, construyeron una elevada trinchera defensiva alrededor de la torre.

—¿Os parece satisfactorio? —preguntó el dragón.

Kitiara se encogió de hombros y regresó con pasos tranquilos a la nave. Los gnomos la siguieron en grupos de dos y tres, a medida que se hartaban de contemplar cómo los poderosos Micones removían la tierra. Sturm los observó hasta que las brechas de la trinchera estuvieron cubiertas. La tierra arenosa que resbalaba sin cesar desde la parte alta de la muralla en construcción enterró a los hombres-árbol más próximos a ella hasta que sólo las copas recortadas asomaron sobre la bermeja arena.

22

El Guardián de las Nuevas Vidas

La creación del fuego para la forja puso de manifiesto un nuevo poder de Cupelix. El grupo había construido una burda fragua con piedras de desecho, y Kitiara, con la blusa desabrochada y las perneras de los pantalones remangadas, se encargó de encajar piedra tras piedra hasta que la obra quedó concluida.

—Pasadme el yesquero —pidió mientras se enjugaba el sudor.

Tartajo alargó la mano a Alerón, pero el piloto miró la palma abierta con gesto desconcertado.

—Venga, venga, dame el yesquero —urgió impaciente el jefe de los gnomos.

—Yo no lo tengo —respondió su compañero.

—Pero te lo di cuando emprendisteis la marcha de exploración.

—No, a mí no. Quizá se lo entregaste a alguno de los otros.

Una rápida encuesta entre el resto de los gnomos reveló que ninguno de ellos lo tenía.

—¡Esto es ridículo! —refunfuñó Kitiara malhumorada—. ¿Quién se ocupaba de encender las fogatas durante la expedición?

Remiendos levantó tímidamente una mano para llamarles la atención.

—Lo hacía Crisol —declaró.

—¡Oh, no! ¡Entonces lo llevaba él! —Tartajo se dio una palmada en la frente.

—Temo que sí —admitió Alerón, sin levantar la vista de sus polvorientos y desgastados zapatos.

—No os preocupéis, mis pequeños amigos —se oyó desde lo alto del obelisco. En medio de un impresionante silencio, Cupelix descendió hasta posarse en la repisa inferior—. El fuego es lo mejor que sabemos hacer los dragones.

Tras retirar por precaución a
El Señor de las Nubes,
los gnomos y Kitiara se resguardaron en el rincón más apartado de la torre. Cupelix irguió el largo y escamoso cuello e inhaló tan profundamente que el aire siseó al penetrar por los orificios de su nariz. Los gnomos se aplastaron contra la pared. El dragón frotó con las garras sus broncíneas mandíbulas y de ellas saltó un torrente de chispas; acto seguido, exhaló un potente chorro de aire encauzado al remolino de partículas ígneas. El hálito se inflamó con un sordo estampido y se precipitó sobre la yesca. En la fragua se levantó una densa humareda que de inmediato dio lugar a una tenue columna de humo blanco y, segundos después, las llamas se encendieron. Sólo entonces cortó Cupelix el chorro de fuego. El humo trepó con movimiento serpenteante en el aire quieto del obelisco y se perdió en el encubierto pináculo.

—Manos a la obra —exclamó con entusiasmo Tartajo.

Los gnomos, en medio de vítores de alegría, se avalanzaron sobre las herramientas y la chatarra arrebatada a la horda de Rapaldo —clavijas de cobre, garfios de hierro, cadenas de bronce, baldes de estaño—, que pasarían por el martillo para ser fundidos y moldeados en nuevas piezas de repuesto. El burbujeante sonido de acero y hierro, que se fundía en el mismo crisol, levantó ecos en los muros del recinto, mientras que, al resplandor de la forja, se proyectaron en las paredes marmóreas unas grotescas siluetas monstruosas: las de los gnomos que deambulaban afanosos en torno al fuego.

Kitiara se alejó de los atareados hombrecillos y salió al exterior. Una bocanada fría de aire sacudió la desagradable sensación de agobio que atenazaba su cuerpo. Allá en lo alto, por encima de la trinchera construida por los Micones, rutilaban las estrellas entre unos retazos brumosos suspendidos en el cielo e iluminados por alguna fuente de luz lejana y desconocida. La mujer caminó con pasos mesurados alrededor de la sólida base del obelisco. Un poco más adelante, divisó a Sturm, que tenía la mirada perdida en el esplendor blancoazulado de Krynn.

—Es muy hermoso —dijo, al llegar junto al hombre.

—Sí, lo es —respondió él lacónicamente.

—Todavía dudo que regresemos.

—Lo haremos. Lo siento aquí —afirmó Sturm y posó la mano sobre su corazón—. Mis visiones lo confirman; me muestran el futuro.

—Pero a mí no me has visto en tus percepciones del mañana y, la verdad, me gustaría tener la certeza de que yo también voy a regresar. —Y Kitiara esbozó un remedo de sonrisa.

Sturm trató de evocar alguna imagen de Kit que hubiese atisbado en sus ensoñaciones, pero... un desgarrador dolor en el pecho lo hizo doblarse en dos. Kitiara lo miró asustada. Él rostro del hombre estaba empapado en sudor. Por fin, superó el angustioso momento.

—Estoy muy preocupado, Kit. No sé si obramos como es debido al negociar con el dragón. Tanto los dioses como los héroes de antaño eran sabios y juzgaron inconciliable la coexistencia de hombres y dragones; por ello, aniquilaron o desterraron a las bestias.

Todavía inquieta por lo ocurrido, Kitiara plantó un pie en la barricada de tierra roja.

—Me sorprendes, Sturm —declaró—. Tú eres una persona ecuánime y tolerante con la mayoría de las criaturas; sin embargo, sientes una profunda animadversión hacia todos los dragones, incluso hacia los de buen linaje, como Cupelix.

—No lo odio. El hecho es que no confío en él. Quiere algo de nosotros.

—¿Acaso nos prestaría su ayuda sin pedir nada a cambio?

Sturm se atusó el bigote con gesto desasosegado.

—No lo comprendes, Kit. Cualquiera que detente poder, ya sea dragón, goblin, gnomo o humano, no renunciará a él por el mero hecho de ayudar a otros. Ahí reside la vileza del poder y, quienquiera que lo posea, acabará corrompiéndose.

—¡Estás equivocado! —negó con vehemencia la guerrera—. ¡Muy equivocado! Un hombre cruel será cruel sin importar la posición que ocupe en la vida. Fueron muchos los dragones con poderes mágicos que se aliaron con las fuerzas del Bien. Es en el corazón y en el alma donde se originan el Bien o el Mal. El poder es otra cosa. Poseerlo es vivir. Perderlo es existir en un plano inferior a lo que realmente se es.

La corta diatriba dejó mudo de asombro al caballero. ¿Dónde estaba la Kit de antaño? ¿Aquella Kit con porte de reina aun cuando en sus bolsillos no hubiera más que unas monedas de cobre?

—¿Dónde está? —pronunció en voz alta. Ella le preguntó a qué se refería—. La Kit que conocí en Solace. La fiel compañera. La amiga.

El dolor y la ira asomaron a las oscuras pupilas de la mujer.

—Está aquí, contigo —replicó.

La cólera que irradiaba era tan perceptible como el calor de una hoguera. Kit se giró con brusquedad y desapareció tras doblar la esquina del obelisco.

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