Bolitho no podía apartar la mirada del lugar donde había reposado el cuerpo del infeliz. Crueles y sin piedad…
—Se me han ocurrido otras ideas —dijo sonriendo para olvidar su enfado—. Ahora, por lo menos, ya entiendo la razón de su odio.
Dancer parecía también perdido en sus fantasías.
—Dick, ¿te acuerdas del hombre tullido de la posada? —preguntó señalando con un gesto teatral la cubierta poblada por una docena escasa de hombres—. Nos prometió que un día mandaríamos un buque. Fíjate, Dick: ¡estamos al mando!
La cámara de oficiales del
Gorgon
, situada inmediatamente bajo la gran cabina del comandante, y de un tamaño casi idéntico, bullía de gente apretujada desde el mamparo hasta los ventanales de popa. Se usaba esa cámara como lugar de reunión y comedor para los tenientes de navío, el doctor, el contramaestre y el resto de oficiales. Sobre sus costados se abrían las puertas pintadas de blanco que llevaban a los diminutos camarotes.
En aquella ocasión, sin embargo, se habían reunido allí todos los hombres con graduación del
Gorgon
, desde los brigadas a los tenientes, exceptuando los necesarios en cubierta para el gobierno del buque.
La luz sonrosada del sol poniente entraba por los portillos traseros y ayudaba al resplandor emitido por algunas linternas, colgadas del techo, que oscilaban con el balanceo. Bolitho y Dancer se arrimaron a un ventanal del costado de babor, buscando con la mirada dónde podían hallar algo de comida o bebida. Pero una cosa era que la cámara acogiese una conferencia de todos los mandos del buque, y otra que extendiese su hospitalidad hasta ese extremo.
A lo largo del día el
Gorgon
se había deslizado sobre el mar, con trapo reducido, seguido de su fantasmagórico acompañante. Varias veces Bolitho y Dancer se preguntaron por lo que ocurriría a continuación, y qué papel tendrían ellos en los acontecimientos.
Un bote les había traído de vuelta al
Gorgon
. El segundo contramaestre, Thorne, les despidió con todo el sarcasmo de que era capaz:
—Espero bastarme yo y mis hombres para gobernar el buque, señores, por lo menos hasta que ustedes vuelvan —dijo el hombre, que llevaba diez años sirviendo en la Armada.
El resto de oficiales agrupados en la cámara fingían, como correspondía a su graduación, ignorar a los doce guardiamarinas, que apenas lograban disimular su impaciencia. Bolitho no apartaba la mirada de la puerta situada junto al mástil de mesana, un grueso tronco pulido que traspasaba el buque desde cubierta hasta la quilla. Era como hallarse en un teatro repleto esperando la aparición del primer actor, o en una sala de tribunal antes de que entrasen los magistrados.
Bolitho examinaba la cámara donde se hallaba. No era la primera vez que entraba allí. Aunque distinta del espacio ocupado por el comandante en el piso superior, también parecía un palacio comparada con el sollado de los guardiamarinas o los pasadizos de combate donde iban estibados los cañones. Incluso los mínimos camarotes, donde sus ocupantes tenían apenas espacio para una taquilla, prometían algo de intimidad y espacio personal. La superficie que restaba libre, ocupada ahora por los oficiales, mostraba asimismo una gran mesa y varias sillas de calidad, muy distintas de la madera húmeda de la tablazón donde apoyaban ellos sus espaldas.
Se volvió para asomarse hacia el mar y vio la espuma escupida por el timón, que en la puesta brillaba con colores rosados. Un millón de espejuelos bailaban en una línea alargada hasta el horizonte. Había que esforzarse para recordar el cadáver del hombre, asesinado por piratas, encontrado en el bergantín que ahora navegaba a sotavento del
Gorgon
.
En dos años, pensó Bolitho, podría ya compartir una cámara de oficiales parecida a aquélla. Un paso más en el escalafón.
Oyó pasos apresurados y movimiento en la sala, mientras la voz queda de Dancer le avisaba:
—¡Ya vienen!
Apareció primero Verling, quien sostuvo abierta la puerta para que el comandante Beves Conway franquease la entrada sin tener que mover las manos de su espalda.
El comandante alcanzó la mesa antes de ordenar:
—Quienes lo deseen pueden sentarse.
Bolitho le observó fascinado. Aun rodeado por el bullicio de oficiales y asistentes, el comandante del buque lograba aparecer ausente, alejado del mundo. Vestía una casaca azul recién planchada, adornada por botones dorados y solapas blancas que parecía recién salida del taller de un sastre londinense. Llevaba pantalón y medias de igual elegancia, y se había recogido el pelo con una cinta limpia. Normalmente los guardia—marinas reservaban sus cintas para ocasiones especiales. Bolitho, en aquel momento, llevaba su largo mechón negro amarrado sobre el cuello con un pedazo de piola.
—Presten atención —avisó Verling—. El comandante quiere dirigirse a todos ustedes.
La cámara entera parecía contener el aliento. Sobre el espeso silencio resaltaban los crujidos del aparejo, el rumor del viento y el mar, el gemido del eje del timón. De pronto, Bolitho se dio cuenta de que habían navegado cuatro mil millas sin que nadie, ni siquiera los oficiales, supiese cuál era su misión.
—He decidido reunirles y hablar con todos ustedes para ahorrar tiempo —comenzó el comandante—. Inmediatamente después, cada uno de ustedes debe retornar a su puesto y transmitir la información, de la forma que juzgue más oportuna, a sus hombres. En mi opinión eso es mucho mejor que un gran discurso lanzado desde la barandilla del alcázar.
Se aclaró la garganta antes de continuar.
—Se me ordenó alcanzar a bordo de este navío las costas occidentales de África para patrullar la zona. En caso necesario, debía destacar grupos de marinos y soldados a tierra. Desde hace unos años se ha observado una creciente amenaza de los piratas que patrullan estos mares; varios buques cargados con mercancías valiosas han sido atacados, o, simplemente, desaparecieron con carga y tripulación.
El comandante hablaba sin mostrar ninguna emoción o nerviosismo. Bolitho se preguntó cómo alguien podía poseer tal dominio de sí mismo en un acto así, tras recorrer miles de millas y con la perspectiva de muchos miles más por delante. Aquel hombre cargaba sobre sus hombros la responsabilidad de las vidas de cientos de hombres, su salud, los peligros que les amenazaban, las incertidumbres de un viaje. Comprendió entonces que mandar un gran navío no era tan simple como había imaginado.
—El Almirantazgo recibió ya hace meses informes sobre los piratas que habían tomado como base las costas de Senegal —continuó Conway, fijando su mirada en el grupo de guardiamarinas—, costas que me asegura el señor Turnbull se hallan en estos momentos a unas treinta millas a sotavento.
El piloto, con su cara siempre enrojecida, mostró una sonrisa desmayada:
—Ni una milla más, ni una menos.
—Si usted lo dice, así será. —El comandante cortó con sequedad el breve arranque de humor del piloto—. Tengo órdenes de descubrir el refugio de los piratas, destruirlo y castigar a todos los culpables de esos crímenes.
Bolitho, a pesar del calor reinante en la cámara, sintió que un escalofrío recorría su espalda. Le venían a la memoria los cuerpos de piratas, colgando al viento y despellejados, que de joven había visto en las afueras de Falmouth.
—Por supuesto que mis superiores, con su habitual habilidad y conocimiento del terreno, decidieron mandar para esta misión un navío del porte de un setenta y cuatro cañones.
El piloto y algunos de los oficiales más veteranos asintieron ante la ironía que encerraban las palabras del comandante.
—Una nave demasiado grande y con más calado del necesario para acercarse con seguridad a costas desconocidas, incapaz por su velocidad de competir con un velero pirata en mar abierto. La fortuna ha puesto en nuestras manos un buen bergantín, que el señor Tregorren ha armado y puesto a punto, y que para nuestra suerte navegará a partir de ahora al servicio de Su Majestad.
Las cabezas se volvieron hacia el fornido cuerpo del teniente, mientras el comandante continuaba su discurso.
—Tregorren me ha informado de sus hallazgos a bordo del buque. En cuanto a lo que pudo haber ocurrido, el teniente sugiere que los atacantes se vieron sorprendidos por la aparición de otro navío. Si eso ocurrió ayer por la tarde, como todo parece indicar, serían nuestras velas altas las que los piratas avistaron. Los cálculos de viento y corriente, así como la distancia de nuestra derrota desde ayer por la tarde confirman la hipótesis. Ellos nos podían ver, pues nuestras velas estaban aún iluminadas por el sol, mientras que las suyas se hallaban ya ocultas a la sombra del crepúsculo.
Se encogió de hombros para expresar su fatiga ante tantas posibilidades.
—Sea como fuere, saquearon los bienes de un comerciante pacífico y arrojaron a sus hombres a los tiburones, a no ser que esos hombres, aterrorizados, decidieran unirse a los piratas, y en ese caso colgarán de una soga junto a éstos cuando les capturemos. Porque de algo pueden estar seguros, ¡les capturaremos!
Verling comprendió que había llegado al fin de su parlamento y profirió:
—¿Alguna pregunta?
Dewar, comandante de los fusileros, lanzó una pregunta con su voz brusca:
—¿Qué tipo de combate y enemigos debemos esperar, señor?
El comandante le observó unos segundos antes de responder.
—A poca distancia de la costa se encuentra un islote muy bien situado para defenderse de los ataques de tierra firme. El estrecho, de una milla de anchura, está infestado de tiburones. La isla fue descubierta hace cuatro siglos y desde entonces ha cambiado de manos (de los holandeses a los franceses, o también ingleses) en numerosas ocasiones. Tiene fortificaciones y artillería.
» ¿Bien? —añadió con impaciencia tras una pequeña pausa.
—¿Por qué debe defenderse de los ataques de tierra firme, señor? —preguntó por fin Hope, tímidamente.
El comandante mostró una sonrisa, algo poco frecuente en él.
—Buena pregunta, señor Hope, y me alegra saber que alguien prestaba atención a mis palabras.
Fingió no darse cuenta ni del rubor de Hope, tocado por el elogio, ni de la actitud de desprecio que, a su lado, mostraba Tregorren.
—La razón es muy simple. La isla ha servido desde siempre para agrupar a los esclavos antes de su venta y transporte a las Américas. —Al oír eso, muchos oficiales mostraron sorpresa e incomodidad—. Se trata de un comercio vil, pero no es ilegal. Los tratantes agrupan en la isla sus prisioneros y seleccionan los más aptos para la esclavitud; los que no se ajustan a lo que buscan sus clientes son arrojados a los tiburones. También, al estar en una isla evitan las expediciones de los familiares o de tribus que intentan rescatar a los prisioneros.
El comandante Dewar se volvió hacia su segundo:
—Como hay Dios que les daremos su merecido, ¿no es cierto? La trata de esclavos no me importa, pero los piratas son una plaga que hay que eliminar.
—Mi padre siempre me ha dicho que la piratería y la trata de esclavos se alimentan mutuamente —explicó Dancer con voz tímida—. Combaten entre sí, pero se alían cuanto se trata de ir contra la autoridad.
—E… esperad a que vean lle… llegar los mástiles del
Gorgon
, y veréis —murmuró excitado el enclenque Edén, frotándose las manos—. E… esperad y veréis.
—¡Silencio en las filas! —ordenó Verling.
La mirada del comandante recorrió el grupo reunido en la cámara.
—Pasaremos la noche al pairo y nos aproximaremos a tierra con la luz del día. No quiero jugármela en esa costa peligrosa y dejar la quilla del
Gorgon
sobre un arrecife. Abrirá camino nuestro nuevo escolta. Los grupos de desembarco se formarán al alba.
Y ya, dirigiéndose hacia la puerta, concluyó:
—Proceda usted, señor Verling.
El primer teniente esperó a que se cerrase la puerta.
—Regresen a sus puestos —ordenó. Luego buscó a uno de los pilotos y se dirigió a él.
—Señor Ivey, durante la noche se encargará del mando del
City of Athens
. Puede pedir un bote para desplazarse inmediatamente.
Dancer suspiró.
—Al canalla de Tregorren no le basta con apropiarse de tus ideas, Dick; también nos han quitado el mando del buque. —A pesar del desánimo logró sonreír—. Aunque lo cierto es que, a bordo de este mastodonte, uno se siente más seguro que en el bergantín.
—¡Hu… huele a comida! —exclamó con entusiasmo Edén, que salió corriendo de la cámara como si su estómago tirase de él.
—Será mejor que vayamos nosotros también, Dick.
Andaban ya por el combés cuando la voz del teniente Tregorren les obligó a detenerse.
—¡Olviden eso! Tengo una tarea para encomendarles. Trepen a la verga de juanete, en el trinquete, e inspecciónenme las cazas y costuras que esos zánganos han estado haciendo mientras nosotros nos ocupábamos del bergantín.
Les observó con alevosía.
—¿No será ya demasiado oscuro para ustedes? ¿O demasiado peligroso?
Dancer iba a abrir la boca y responder, pero Bolitho le apartó.
—A la orden, señor.
—¡Que no les vea despistarse! —tronó tras ellos la voz de Tregorren.
Bolitho se detuvo en la base de los obenques de barlovento.
—¿Cuándo lograré librarme de la maldición del vértigo? —se preguntó.
Dancer y él miraban la verga de gavia a la que debían trepar, perdida en el bosque de jarcias que colgaban sobre ellos. Más arriba aún, la vela del juanete recibía un rayo de luz rosada procedente del sol desaparecido ya en el horizonte.
—Subiré yo, Dick —dijo Dancer—. Él no se enterará.
—Lo sabrá de inmediato, Martyn —repuso Bolitho con desmayo—, y es lo que está buscando.
Tras despojarse de chaqueta y sombrero, que dobló y aseguró bajo las cabillas de las drizas, dijo:
—Vamos para arriba, pues. Eso nos dará más apetito.
Los hombres encargados del timón dieron un cuarto de vuelta a la enorme doble rueda, con sus pies descalzos firmes sobre la tablazón de cubierta. Los radios barnizados brillaban bajo la temblorosa candela que iluminaba la aguja magnética.
Un oficial de guardia caminaba impaciente en el pasamano de barlovento, echando de vez en cuando largas miradas al través del otro lado, donde la luz solitaria del bergantín acompañante aparecía y desaparecía.