El gran espectáculo secreto (90 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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No faltaron los testigos del traslado espacial y temporal operado por Tesla con parte de «Coney Eye». Observadores y fotógrafos se habían agolpado en la colina y se cernían sobre ella, y vieron la fachada cubrirse de humo, hacerse transparente, y, finalmente, desaparecer por completo. Al arrancarse de ella una parte de su estructura, la casa entera sucumbió a la fuerza de la gravedad. Si no hubiera habido más que dos o tres testigos de esto, podrían haber surgido dudas sobre la veracidad de tales relatos. Después de todo, no era corriente que madera y pizarra sólidas desaparecieran de pronto, pasando de un plano existencial a otro. Pero, por fortuna, eran veintidós los testigos, y cada uno de ellos tenía su personal manera de describir lo que había visto —algunos, concisa, otros, retórica— sin que la esencia del relato variase en nada. Buena parte del museo de Buddy Vance del verdadero arte estadounidense había sido trasladado a otra realidad distinta.

Algunos testigos (los más hastiados de todos) llegaron incluso a asegurar que habían captado un vislumbre de esa otra realidad. Un horizonte blanco y un cielo brillante: podrían ser nubes de polvo volando por Nevada, o por Utah. O por cualquiera de mil o más grandes llanuras desiertas. Después de todo, en Estados Unidos, no escasean esos lugares. El país era enorme y estaba aún lleno de vacíos. Sin embargo, nunca se habían encontrado en él lugares en los que desapareciesen las casas para no reaparecer nunca más, o donde ocurrieran cosas misteriosas a diario sin que nadie lograra explicárselas. Y a algunos de los testigos, después de lo que habían visto, se les ocurrió, por primera vez en sus vidas, que quizás el suyo fuese un país
demasiado
grande,
demasiado
lleno de espacios abiertos. Pero, fuera lo que fuese, el caso era que todo aquello había ocurrido en realidad, y que obsesionaba a todos.

Uno de esos espacios, al menos en el futuro previsible, iba a ser el lugar donde, hasta poco tiempo antes, se había levantado Palomo Grove.

El constante proceso de destrucción no terminó con el traslado de «Coney Eye» a la Curva. Ni mucho menos. La Tierra esperaba una señal, y la señal había llegado. Las grietas se agrandaron hasta hacerse fisuras, y las fisuras se convirtieron en abismos, qué engullían calles enteras. Las partes de la ciudad que más sufrieron fueron los barrios de Windbluff y Deerdell, y este último quedó casi aplanado por las ondas expansivas del bosque vecino, que desapareció por completo, dejando en su lugar tierra quemada y revuelta. La colina, con sus suntuosas propiedades, sufrió también un serio golpe, o, mejor dicho, varios golpes. No fueron las casas situadas inmediatamente debajo del lugar donde «Coney Eye» se levantaba las más destruidas (aunque eso hubiera dado lo mismo, en el fondo, porque sus dueños fueron de los primeros en escapar, jurando no regresar), si no las Terrazas. La de Emerson se mudó doscientos metros más al Sur, y sus casas se contrajeron como acordeones en el traslado. La de Whitman se fue al Oeste, y sus edificios, por algún capricho de la geología, se sumergieron en sus propias piscinas. Las otras tres terrazas quedaron, pura y simplemente, laminadas. Gran parte de los escombros cayeron colina abajo y causaron daños en incontables casas. Todo ello, sin embargo, era cosa de poca monta, porque a nadie se le ocurriría tratar de rescatar nada de sus casas; la zona entera fue considerada como inestable durante seis días, y, en este tiempo, los incendios camparon por sus respetos sin que nadie tratase de ponerles coto, destruyendo gran parte de las propiedades que todavía no se habían derrumbado o no habían sido tragadas por la Tierra. En este sentido, una de las partes de Palomo Grove que más sufrió fue Stillbrook, cuyos antiguos ocupantes podrían haber rescatado más tarde algunos de sus objetos perdidos de no ser por un incendio que se declaró en una casa de Fellowship Street una noche en la que soplaba el viento que ya en una ocasión había inducido a los habitantes de Grove a salir a sus patios para oler el mar. Sus ráfagas esparcieron las llamas por toda la zona con devastadora rapidez, y, para la mañana siguiente, la mitad de Stillbrook estaba reducida a cenizas. Cuando la noche del mismo día llegó, ya le había ocurrido lo mismo a la otra mitad.

Fue aquella noche, la noche después del incendio de Stillbrook, y seis días después de los sucesos de la colina, cuando Grillo volvió a Grove. Se había pasado más de la mitad de ese tiempo durmiendo; pero, a pesar de tanto reposo, no se sentía mucho mejor. El sueño no era ya para él la medicina que solía. No encontraba en él alivio y tranquilidad como antes. En cuanto cerraba los ojos, su mente comenzaba a proyectarle escena tras escena del pasado. Y casi exclusivamente del pasado reciente. Ellen Nguyen salía mucho en esta película, pidiéndole, una y otra vez que dejase de besarla y usase más los dientes; y también su hijo, sentado en la cama entre sus hombres globo. Había también apariciones breves de Rochelle Vance, que no hacía ni decía nada, pero que aportaba su belleza al desfile. Y, también, el hombre bueno Fletcher, andando por la Alameda. Y no faltaba el Jaff en la estancia del piso superior de «Coney Eye», exudando poder. Y Witt, vivo. Y Witt, muerto, flotando de bruces en el agua.

Pero la auténtica protagonista era Tesla, que le jugaba su última treta, sonriéndole y no diciéndole adiós, aunque sabía perfectamente que aquello era una despedida. No habían sido amantes, ni amigos íntimos siquiera. En cierto sentido, él nunca había comprendido bien lo que sentía por Tesla. Amor, por supuesto, pero de una especie difícil de expresar; imposible, quizás. Y esto hacía la nostalgia bastante problemática.

Era la sensación de algo incompleto entre Tesla y él lo que impedía a Grillo responder a las llamadas que Abernethy dejaba constantemente en el contestador automático de su casa, aunque bien sabía Dios que aquel artículo le escocía por dentro de puras ganas de salir a la luz pública. Tesla siempre se había expresado de manera ambigua en este asunto de dar publicidad a la verdad, aunque, en último término, le había dado permiso para ello. Pero él sabía que lo había hecho sólo porque pensaba que la cuestión carecía de importancia ya que el mundo estaba al borde de su destrucción y había muy pocas esperanzas de salvarlo. Luego resultó que no hubo fin del mundo, y que ella fue la que murió en su intento de salvarlo. Grillo se sentía obligado al silencio, era una cuestión de honor. Sin embargo, y a pesar de su discreción, no pudo evitar volver a Grove, para ver por sí mismo cómo seguía muriendo la ciudad.

Grove, cuando Grillo llegó, seguía cerrada herméticamente por las barricadas de la Policía. No fueron difíciles de soslayar, sin embargo. Los guardianes de Grove se habían vuelto descuidados en sus deberes desde la fecha en que el cierre fue decretado porque había muy pocos curiosos, desvalijadores o residentes que fuesen tan temerarios como para arriesgarse a pisar sus turbulentas calles: Grillo burló el cordón policial y comenzó a explorar la ciudad. El viento que había esparcido el fuego por todo Stillbrook el día antes había cesado por completo y el humo de los incendios había bajado ya, dejando sólo un regusto casi dulce en la boca, como el que produce el fuego de la buena madera. La situación, en otras circunstancias, hubiera parecido poética; pero Grillo había aprendido mucho sobre Grove y sus tragedias, y no estaba para sentimientos poéticos. Era imposible observar tanta destrucción sin lamentar la muerte de Grove. Su peor pecado había sido la hipocresía, seguir adelante, alegre y confiada, ocultando de manera deliberada su forma de ser. Esta forma de ser había exudado miedos, y hecho realidad los sueños durante algún tiempo, y fueron esos sueños y esos miedos, y no Jaffe y Fletcher, los que acabaron destruyendo por completo la ciudad. Los Nunciatos habían usado Grove como ruedo en el que dirimir sus hostilidades, pero sin inventar nada en su guerra que Grove no hubiera estado alimentando y cultivando en su corazón.

Grillo se sorprendió a sí mismo preguntándose, mientras paseaba por allí, si no habría, quizás, alguna manera de contar la historia de Grove, aunque eso supusiera ir en contra del edicto de Tesla. Por ejemplo si renunciaba a Jonathan Swift y trataba de dar con algún modo poético de expresar todo lo que había visto y experimentado. Eso era algo que él ya había intentado antes, pero ahora (como entonces) sabía, sin molestarse siquiera en comprobarlo, que fracasaría. Había ido a Grove en calidad de narrador exacto, literal, y nada de lo que había visto allí le disuadiría jamás de rendir culto al dato, al hecho concreto.

Dio la vuelta a la ciudad, aunque evitó las zonas donde la entrada hubiera sido suicida, tomó notas mentales de lo que veía, por más que sabía perfectamente que no iba a relatarlo. Luego se escabulló de nuevo, sin que nadie lo descubriese, y regresó a Los Ángeles, donde más noches llenas de recuerdos obsesivos le esperaban.

No les ocurrió lo mismo a Jo-Beth y a Howie. Ellos habían pasado ya su noche oscura del alma entre las mareas de la Esencia, y las noches siguientes, de vuelta ya en el Cosmos, fueron noches sin sueños. Por lo menos, al despertar, no recordaban nada.

Howie trató de persuadir a Jo-Beth de que lo mejor que podían hacer sería volver a Chicago, pero ella insistía en que cualesquiera planes de esa índole resultaban prematuros. Mientras Grove siguiera siendo considerada zona peligrosa, y hubiera allí cadáveres sin recuperar, ella no tenía intención de abandonar su cercanía. No le cabía la menor duda de que su madre estaba muerta, pero hasta que se localizase su cadáver y recibiese cristiana sepultura, Jo-Beth no podía ni pensar siquiera en cualquier tipo de porvenir.

Entretanto tenían mucho que curarse, y eso lo hacían a puerta cerrada, en un motel de Thousand Oaks, lo bastante cercano a Grove para que, cuando considerasen que era seguro volver, Jo-Beth pudiera ser de los primeros en hacerlo. Las huellas que la Esencia había dejado en ellos no tardaron en convertirse en simples recuerdos, y los dos quedaron como en un extraño limbo. Aunque todo estaba consumado, nada nuevo podía comenzar. Y, mientras esperaban, iba creciendo entre ellos una distancia que ni fomentaban ni buscaban, pero que ninguno de los dos podía impedir. El amor que comenzó en el restaurante «Butrick» había provocado una serie de cataclismos de los que ellos sabían perfectamente que no eran responsables, pero que les obsesionaban a pesar de todo. La sensación de culpabilidad comenzó a acosarles mientras esperaban en Thousand Oaks, y su influencia fue creciendo mientras iban curándose y llegaban a la conclusión de que, a diferencia de docenas, quizás incluso de cientos de inocentes habitantes de Grove, ellos, por lo menos, habían salido de todo aquello bastante incólumes físicamente.

El séptimo día después de los sucesos de la Curva de Kissoon, los periódicos de la mañana les informaron de que ya iban a entrar en la ciudad patrullas de rescate. La destrucción de Grove había sido noticia de mucha actualidad, y, por supuesto, se aventuraban varias teorías, procedentes de las fuentes más diversas, sobre la razón de que aquella ciudad hubiese sido la elegida para sufrir tales devastaciones mientras que el resto del valle había sobrevivido sin otra calamidad que algún que otro temblorcillo de tierra y alguna que otra grieta en la carretera. En esos artículos de Prensa no se hablaba de los fenómenos observados en «Coney Eye»; la presión gubernamental había sido suficiente para acallar a los que habían visto ocurrir delante de sus propios ojos lo que no podía haber ocurrido.

La vuelta a Grove fue cauta al principio; pero, para el final del día, gran número de supervivientes estaban de nuevo en la ciudad, tratando de encontrar recuerdos y objetos queridos entre los escombros. Unos pocos tuvieron suerte, pero la mayoría, no. Por cada superviviente que volvía a una calle antes familiar y encontraba su casa intacta, había seis que no veían ante sus ojos otra cosa que completas ruinas. Todo un caos, hecho astillas, aplastado, desaparecido bajo tierra. De todos los barrios, el menos dañado era, paradójicamente, el menos populoso: la Alameda y sus alrededores. El letrero de pino pulido que decía CENTRO COMERCIAL DE PALOMO GROVE, y que estaba a la entrada del estacionamiento, había caído en un agujero, así como gran parte del estacionamiento mismo, pero las tiendas estaban casi intactas, y esto, por supuesto, tuvo como consecuencia que se iniciase una investigación policial porque se encontraron los dos cadáveres en la tienda de los animales, pero los asesinos nunca fueron descubiertos. Dejando a un lado la cuestión de esos cadáveres, lo cierto era que, de haber habido gente dispuesta a comprar, las tiendas de la Alameda hubieran podido abrir aquel día sin otra operación previa que limpiar un poco el polvo. Marvin Junior, el dueño de la tienda de alimentación que llevaba su nombre, fue el primero en organizar el traslado de todas sus mercancías que todavía se hallaban en buen estado. Su hermano tenía una tienda en Pasadena, y a los clientes les tenía sin cuidado la procedencia de las mercancías, con tal de que estuviesen rebajadas. Marvin no se excusó por tanta prisa. Después de todo, los negocios eran los negocios.

El otro traslado que tuvo lugar en Grove, naturalmente, fue de índole más siniestra: el de los cadáveres. Primero buscaron con perros y aparatos de captación sensibles para comprobar si quedaba alguna persona viva bajo los escombros, mas no se encontró a nadie. Luego llegó el turno a la siniestra tarea de desenterrar los cadáveres, pero lo cierto es que no se encontraron los de todos los habitantes que habían perdido la vida en Grove, ni mucho menos. Cuando se hicieron los cálculos definitivos, casi dos semanas después del comienzo de la búsqueda, resultó que había cuarenta y un desaparecidos sin localizar. Se los había tragado la tierra en todo el sentido literal de la palabra, cerrándose sobre ellos. También podía ser que los desaparecidos hubiesen escapado de Grove con gran cautela en plena noche, aprovechando esta oportunidad que se les presentaba de crearse otra identidad y comenzar una vida nueva. Uno de ellos era, según rumores, William Witt, cuyo cadáver fue de los que no se encontraron, pero cuya casa, registrada a fondo, resultó contener suficiente pornografía para mantener las zonas de combate de varias ciudades sobradamente abastecidas durante varios meses. Witt había llevado una doble vida, y la sospecha general era que se había trasladado a alguna otra parte.

Cuando se comprobó que uno de los cadáveres de la tienda de animales era el de Jim Hotchkiss, uno o dos de los periodistas más perspicaces recordaron que la suya había sido una vida atormentada por la tragedia. Su hija, recordaron a sus lectores, había sido miembro de la llamada
Liga de las Vírgenes,
y, al decir esto, los periodistas en cuestión aprovecharon la oportunidad para comentar en un sentido párrafo lo mucho que Palomo Grove había sufrido a lo largo de su corta existencia. ¿Estaría condenada la ciudad desde el principio, se preguntaban los comentaristas más fantasiosos, por haber sido construida sobre terreno maldito? Ese pensamiento proporcionaba un cierto consuelo. De no ser así, habría que pensar que Grove había sido, pura y simplemente, una víctima del azar, de la mala suerte, y, entonces, la consecuencia estaba clara: ¿cuántas de los miles de ciudades parecidas a Grove que estaban distribuidas por todo Estados Unidos quedaban expuestas a la misma catástrofe?

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