—¿Qué ocurre? —preguntó Tesla.
—Ven a verlo tú misma.
Tesla se acercó, cruzando la estancia. Se daba cuenta de que no sólo era el mundo visible lo que estaba deformado y tendía hacia el agujero; lo mismo le pasaba al mundo visible. El aire, con las diminutas partículas de polvo y suciedad que transportaba, había perdido su norte. El espacio mismo estaba como contraído en nudos; sus circunvalaciones eran lo bastante flexibles para penetrar, por el agujero, pero con la mayor dificultad. Esa sensación crecía en el ánimo de Tesla a medida que se acercaba al agujero. Su cuerpo, magullado y baqueteado hasta el punto de perder la vida, apenas podía enfrentarse con aquel reto. Pero perseveró. Y, paso a paso, consiguió lo que se proponía, acercarse lo bastante al agujero para ver lo que su garganta encerraba. No era una visión fácil de asimilar. El mundo que ella, durante toda su vida, había creído completo y comprensible, estaba allí, deshecho. Sintió una angustia como jamás había sentido desde su niñez, cuando alguien (había olvidado quién fue) le enseño la treta de mirar el infinito poniendo dos espejos de frente, el uno mirándose en el reflejo del otro. Tenía doce años entonces, trece como mucho, y había quedado completamente desconcertada ante la idea de ese vacío que reflejaba otro vacío, ida y vuelta, ida y vuelta, y así, hasta llegar a los límites mismos de la luz. Recordó durante muchos años este experimento cada vez que debía enfrentarse con una representación física de algo contra lo que su mente se rebelaba. El abismo que tenía ante sus ojos en ese momento rompía todos sus esquemas sobre el Mundo. Evidentemente, la realidad era una ciencia relativa.
Miró al fondo del abismo. Nada de lo que vio allí era seguro. Si se trataba de una nube, era una nube medio convertida en lluvia. Si de lluvia, era una lluvia al borde mismo de la combustión, a punto de convertirse en fuego descendiente. Y, más allá de la nube, y de la lluvia, y del fuego, había otro lugar completamente distinto, tan ambiguo como la confusión de elementos que lo escondía a medias. Era un mar convertido en cielo, sin horizonte separador o definidor. La
Esencia.
Tesla se sintió invadida por un deseo apenas controlable de estar allí, de bajar por aquel abismo y probar por sí misma el misterio que había al otro lado. ¿Cuántos miles de buscadores, atisbando en sueños febriles y en sueños drogados la posibilidad de estar donde ella se encontraba en aquel momento, habían despertado prefiriendo morir a seguir viviendo una sola hora más? Despiertos, se ensombrecían, pero, aun así, seguían viviendo, esperando a la manera agónica, heroica, de la especie humana, que nunca renuncia a creer en la posibilidad de los milagros; y las epifanías de música y amor eran algo más que puro autoengaño, pistas de una condición superior, en la que la esperanza quedaba recompensada con claves y besos, y con puertas abiertas a la eternidad.
La Esencia era esa eternidad; el éter en el cual
el ser
había sido elevado al elevarse la Humanidad de la sopa primigenia de un mar elemental. La idea de la Esencia maculada por los Iad fue, de pronto, más angustiosa para Tesla que el hecho de la inminente invasión. Había oído aquella frase por primera vez cuando Kissoon volvió a visitarla:
Es preciso preservar la Esencia.
Como Mary Muralles había dicho, Kissoon contaba mentiras sólo cuando tenía necesidad de ello. Y esa era una parte importante de su genio: asirse a la verdad sólo mientras le fuese útil. Y la Esencia
tenia
que ser preservada, porque, sin sueños, la vida no era nada. Quizá, ni siquiera hubiese llegado a existir.
—Creo que debo intentarlo —dijo Jaffe, y dio un paso más hacia el agujero, llegando hasta casi tocarlo. Sus manos, que momentos antes parecían completamente carentes de fuerza, tenían un cierto resto de poder, y éste era más visible porque rezumaba de la carne herida. Jaffe las levantó hacia el abismo, el cual, antes incluso de que llegara a establecer contacto con él, resultó evidente que éste intuía su presencia y su objetivo, porque pasó por sus bordes un espasmo que se transmitió a la habitación que había absorbido. Las congeladas deformaciones se estremecieron, y volvieron a reblandecerse.
—Nos siente —dijo Jaffe.
—Tenemos que intentarlo —replicó Tesla. El suelo, bajo sus pies, se volvió de súbito agitado, nervioso; pedazos de escayola cayeron de las paredes y del techo. En el interior del boquete, las nubes de lluvia encendida florecieron hacia el Cosmos.
Jaffe puso sus manos sobre la intersección reblandecida, pero el abismo no quería saber nada de quienes buscaran su destrucción, y escupió un segundo espasmo de suficiente violencia para arrojar a Jaffe contra los brazos de Tesla.
—¡No sirve! —exclamó Jaffe—. ¡No sirve!
Servía de menos que nada. Si los dos hubieran necesitado pruebas de la creciente cercanía de los Iad, ahí las tenían, pues la nube se ennegreció con inequívoco movimiento. Como Jaffe había pensado, la marea había cambiado. La garganta del abismo no quería ya tragar, sino vomitar lo que la estaba atascando. Y, con este objeto, comenzó a abrirse.
Con ese movimiento el principio del fin empezó.
El libro que Hotchkiss tenía en las manos se titulaba
Preparándonos para el Armagedón
, y era un manual en el que se enseñaba a los fieles lo que tenían que hacer, paso a paso, para sobrevivir al inminente Apocalipsis. Había capítulos sobre Ganado, Agua y Grano, sobre Ropa y Ropa de Cama, Combustible, Calor y Luz. Contenía una lista de cinco páginas con el encabezamiento de
Alimentos usuales almacenados,
en la que había desde dulces hasta caza. Y como para acentuar el miedo de los remolones que se sintieran tentados a dejar esos preparativos para otro día, el libro ilustraba sus listas con fotografías de catástrofes ocurridas en toda el área de Estados Unidos. Casi todas ellas eran fenómenos naturales. Devastadores incendios forestales imparados e imparables; huracanes que lo arrasaban todo a su paso. Había varias páginas dedicadas a la inundación de Salt Lake City en mayo de 1983, ilustradas con fotografías de los habitantes de Utah levantando muros de contención con sacos de arena. Pero la imagen que más llamaba la atención en aquel catálogo de desgracias irreversibles era el hongo nuclear. Había varias fotografías de esa nube, y, debajo de una de ellas, Hotchkiss encontró el siguiente texto:
La primera bomba atómica fue hecha detonar a las 5:30 del 16 de julio de 1945 por su creador, Robert Oppenheimer, en un lugar llamado Trinidad. Con esa explosión, la última edad de la Humanidad comenzó.
No había más explicaciones. El objeto del libro no era explicar la bomba atómica y su creación, sino ofrecer una guía sobre cómo sobrevivían a ella los miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Y Hotchkiss no necesitaba detalles. Lo único que precisaba era una palabra,
Trinidad,
en algún contexto que no fuera del habitual de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y ahí la tenía. Los Tres en Uno reducidos a un solo lugar, más aun: a un solo acontecimiento. Ésa era la Trinidad que dominaba todas las otras. En la imaginación del siglo xx, la nube en forma de hongo era más grande que Dios.
Hotchkiss se levantó, con su libro,
Preparándonos para el Armagedón,
bien cogido en la mano, y cruzó aquel caos de libros tirados por todas partes para salir de la tienda. A la puerta le esperaba un espectáculo que lo detuvo en seco. Docenas de animales corrían en libertad por el estacionamiento. Perritos retozones; ratones en busca de refugio; gatos en pos de éstos; lagartos tomando el sol en el asfalto caliente… Hotchkiss se fijó en la hilera de escaparates. Un loro salía volando justo en aquel momento por la puerta de la tienda de Ted Elizando. Hotchkiss no conocía a Ted, pero sabía lo que se decía de él. Como fuente de cotilleo, Hotchkiss había atendido siempre con gran cuidado a todo lo que se decía de los demás. Elizando había perdido la cordura, a su mujer y a su hijo. Ahora perdía también su pequeña arca de Noé en la Alameda al dejar en libertad a todos sus habitantes.
La tarea de llevar a Tesla la información sobre Trinidad era más importante que impartir palabras de consuelo o de advertencia a Elizando, incluso en el caso de que Hotchkiss tuviera palabras de ese tipo que ofrecer. Elizando conocía, evidentemente, el peligro que corría, porque, de no ser así, no se hubiese deshecho de su mercancía. Además, ¿qué palabras de consuelo podría ofrecerle él? Una vez tomada esta decisión, Hotchkiss se dirigió al estacionamiento en busca de su coche; pero se vio llenado de nuevo, y no por algo que hubiera visto, sino por lo que oyó: un grito humano, corto y angustioso cuyo origen era, precisamente, la tienda de animales.
En diez segundos Hotchkiss estaba allí. Dentro vio más animales correteando, pero ni la menor huella de su dueño. Le llamó por su nombre:
—¡Elizando!, ¿se encuentra bien?
No obtuvo respuesta, y se le ocurrió que quizás Elizando se hubiese suicidado. Después de liberar a los animales podía haberse cortado las venas de las muñecas. Aceleró el paso, yendo entre los anuncios de productos alimenticios, las perchas y las jaulas. En el centro de la tienda vio el cuerpo de Elizando caído al otro lado de una jaula de buen tamaño. Sus ocupantes, una pequeña bandada de canarios, presa del pánico, revoloteaban; de sus alas caían plumas que se enredaban en el alambre.
Hotchkiss arrojó el libro y corrió en ayuda de Ted.
—¿Pero qué ha hecho? —dijo, mientras se le acercaba—. ¡Dios mío!, ¿pero qué ha hecho usted?
Cuando estuvo junto a él, se dio cuenta de su error. Aquello no era un suicidio. Las heridas que Ted Elizando tenía en el rostro —que estaba apretado contra el alambre de la jaula— no podía habérselas producido él mismo. Eran heridas traumáticas: pedazos de carne arrancados de la mejilla y del cuello. La sangre había salpicado la reja de alambre y cubría el fondo de la jaula, pero había cesado de manar con fuerza. Ted Elizando llevaba varios minutos muerto.
Hotchkiss se levantó, muy despacio. Si el grito aquél no había sido lanzado por Elizando, ¿qué podía haber sido? Dio un paso hacia el libro para recogerlo, pero al inclinarse, captó un movimiento entre las jaulas que distrajo su atención. Algo que parecía una serpiente negra se deslizaba por el suelo, justo más allá del cuerpo de Elizando. Se movía con rapidez, y su intención de interponerse entre Hotchkiss y la salida era clarísima. Si no se hubiese inclinado para recoger el libro hubiera podido sacarle ventaja; pero, para cuando tenía en sus manos
Preparándonos para el Armagedón,
la serpiente estaba ya en la puerta. Y ahora que la veía con toda claridad, Hotchkiss se hizo una mejor idea de lo que era. No se trataba, ni mucho menos, de una fugitiva de la tienda (a ningún habitante de Grove se le ocurriría tener un animal así en su casa). Se parecía tanto a una morena como a una serpiente; pero incluso ese parecido era algo vago. A Hotchkiss no le recordó ningún animal de los que había visto en su vida. Además, al moverse dejaba huellas de sangre en las baldosas; y también tenía sangre en la boca. Aquello era lo que había matado a Elizando. Hotchkiss se retiró ante la amenaza, invocando el nombre del Salvador, al cual había abandonado hacía tanto tiempo:
—
¡Jesús!
La palabra provocó una risotada en algún lugar de la tienda. Se volvió. La puerta de la oficina de Ted estaba abierta, y, aunque la habitación a la que se abría no tenía ventanas, y las luces no estaban encendidas, Hotchkiss pudo distinguir la figura de un hombre sentado en el suelo, con las piernas cruzadas. Hotchkiss pudo incluso aventurar una conjetura sobre su identidad: las facciones deformes de Raúl, el amigo de Tessa Bombeck, eran inconfundibles, aun en la oscuridad. Estaba desnudo. Ese hecho —su desnudez, y, por consiguiente, su vulnerabilidad— tentó a Hotchkiss a dar un paso hacia esa puerta abierta. En la alternativa entre luchar con la serpiente o con su encantador —y era indudable que ambos estaban asociados—, eligió luchar con el encantador. Un hombre desnudo, sentado en el suelo, no podía ser un enemigo muy serio.
—¿Qué cojones pasa aquí? —exigió Hotchkiss al tiempo que se le aproximaba.
El hombre sonrió en la oscuridad. Su sonrisa era húmeda y ancha.
—Estoy haciendo lixes —contestó.
—¿Lixes?
—Detrás de ti.
Hotchkiss no necesitaba volverse para saber que la salida de la tienda se hallaba bloqueada. No le quedaba otra solución que seguir donde estaba, a pesar de sentirse cada vez más aterrado por lo que tenía ante él. Aquel hombre no estaba sólo desnudo, sino que su cuerpo, desde la mitad del pecho hasta la mitad del muslo, aparecía cubierto de chinches, todas las reservas de alimento vivo para lagartos y peces de la tienda satisfacían allí otro apetito. Los movimientos de aquellos bichos le habían provocado una erección, y su miembro curvo era el objeto de todas sus atenciones. Pero había otra cosa en el suelo, delante de él, igual de repulsiva a la vista: un montón de excremento, recogido de las jaulas, en cuyo centro anidaba un extraño animal. No, no anidaba, estaba
naciendo,
hinchándose y desanudándose delante de Hotchkiss. Levantó la cabeza de entre la mierda y Hotchkiss vio entonces otro espécimen de lo que aquel creador de monstruos llamaba lixes.
Y ése no era el único. Formas relucientes se desenroscaban en los rincones de la pequeña estancia, como largos paquetes de músculos, lleno de malevolencia cada uno de sus movimientos. Uno de ellos había subido al mostrador, a la derecha de Hotchkiss, y se acercaba a éste, serpenteando y retorciéndose. Hotchkiss, para evitarlo, dio un paso atrás, y se dio cuenta demasiado tarde de que su maniobra había servido sólo para ponerle al alcance de otra de aquellas bestias, que cayó sobre su pierna en dos movimientos, subiéndose por ella en tres. Hotchkiss soltó el libro por segunda vez y alargó las manos para golpear a la bestia, pero la boca abierta de ésta se le adelantó, y dos movimientos gemelos le hicieron perder el equilibrio. Vaciló, cayendo de espaldas contra una estantería llena de jaulas; sus brazos, agitándose, tiraron por tierra varias de ellas. Un segundo tirón, esta vez a la estantería misma, fue igual de infructuoso. Como estaba hecha para sostener gatitos enjaulados, tanto la estantería como su cargamento cayeron sobre Hotchkiss, que se desplomó bajo su peso. De no haber sido por las jaulas, habría sido asesinado allí mismo, pero aquéllas retardaron el avance de los lixes que caían sobre él de todas partes. Eso le concedió diez segundos de tregua, mientras ellos trataban de abrirse camino por entre las jaulas, Hotchkiss las apartaba y se esforzaba por ponerse en pie, pero el Lix que tenía cogido a la pierna puso fin a sus esperanzas, al hincarle sus mandíbulas en la cadera. El dolor ocupó toda su atención durante un momento, y cuando volvió a concentrarla en las otras bestias, Hotchkiss vio que ya las tenía encima. Sintió una de ellas en su nuca, otra se le había enroscado en el torso. Comenzó a gritar, pidiendo ayuda, hasta que el apretón lo dejó sin aliento.