—¿Howie? —dijo Tesla.
Lo era. Y, junto a él, Jo-Beth. Tesla vio que algo les había ocurrido. Sus rostros y sus cuerpos eran un conjunto de excrecencias, como si en su piel hubieran germinado flores aviesas. Tesla arrastró la oleada siguiente de éter para ir junto a ellos, gritando sus nombres mientras andaba. Fue Jo-Beth la que miró en primer lugar. Llevando a Howie de la mano, buscó a Tesla.
—Tenéis que salir del agujero…
El éter contaminado producía pesadillas. Los dos estaban impacientes por ser vistos, pero sólo Jo-Beth parecía capaz de pensar lo suficiente para coordinar una sencilla pregunta.
—¿Dónde estamos?
No había una respuesta sencilla.
—Grillo os lo contará todo —dijo Tesla—. Más tarde.
¡Grillo!
Él estaba allí, y volvía a tener la misma expresión de angustia que Tesla le había visto a la puerta de «Coney Eye».
—Niños —dijo Grillo—, ¿por qué tienen que ser siempre niños?
—No sé de qué estás hablando —le contestó Tesla—. Escúchame, Grillo.
—Te… escucho —replicó Grillo.
—Querías salir de aquí. Y te he dicho por dónde se sale. ¿Lo recuerdas?
—A través de la ciudad.
—Eso es. Y saliendo al otro lado.
—Exacto.
—Llévate a Howie y a Jo-Beth contigo. A lo mejor tenéis tiempo aún, y os salváis.
—¿Nos salvamos de qué? —preguntó Howie, levantando un poco la cabeza con dificultad, tanto le pesaban sus monstruosas excrecencias.
—De los Iad, o de la bomba —respondió Tesla. Miró a Howie—. Elige. ¿Podéis correr?
—Podemos intentarlo —dijo Jo-Beth. Miró a Howie—. Podemos intentarlo.
—Entonces, salid de aquí. Todos.
—Aún… no veo… —comenzó Grillo, cuya voz denunciaba la influencia de los Iad.
—…por qué tengo yo que quedarme.
—Sí.
—Es muy sencillo —dijo Tesla—. Ésta es la prueba final. Lo mismo para todo el mundo. ¿Te acuerdas?
—Una completa tontería —dijo Grillo, sosteniéndole la mirada, como si ver a Tesla le ayudase a mantener a raya la locura.
—Y tanto…
—Muchas cosas… —prosiguió Grillo.
—¿Cómo?
—Tantas cosas que no te he dicho.
—No tenías porqué. Y supongo que tampoco yo a ti.
—Tenías razón.
—Menos en una cosa. Algo que sí debí haberte contado.
—¿Y qué es?
—Tendría que haberte dicho… —comenzó Tesla. Y, de pronto, sonrió de oreja a oreja, era una sonrisa casi extática que no tenía necesidad de fingir, porque surgía de algún lugar de ella que estaba lleno de contento; y con la sonrisa terminó su frase, igual que había terminado tantas llamadas telefónicas entre ellos, alejándose luego en dirección a la siguiente ola del abismo, donde ella sabía que Grillo no podría seguirla.
Alguien se deslizaba por el agua; otro nadador, arrojado a la playa por el mar de los sueños.
Tommy-Ray, el Chico de la Muerte. Los cambios operados en Jo-Beth y en Howie eran profundos, pero carecían de importancia en comparación con los sufridos por Tommy-Ray. Sus cabellos eran oro puro todavía, y su rostro conservaba aún la sonrisa que en otro tiempo había puesto a sus pies a la gente de Palomo Grove. Pero sus dientes eran lo único que brillaba en él. La Esencia había descolorido su carne hasta tal punto que parecía hueso. Cejas y mejillas estaban hinchadas; los ojos, hundidos. Parecía una cala vera viviente. Se enjuagó un hilillo de saliva de la barbilla con el revés de la mano; su mirada pasó por encima de Tesla, en busca de su hermana.
—Jo-Beth… —dijo, moviéndose entre la onda de aire oscuro.
Tesla vio a Jo-Beth mirarle a su vez, y luego apartarse de Howie, como dispuesta a abandonarle. Aunque tenía asuntos urgentes que solventar, Tesla no pudo evitar detenerse a observar cómo Tommy-Ray se acercaba a reclamar a su hermana. El amor que se había encendido entre Howie y Jo-Beth había dado comienzo a toda aquella historia, o, por lo menos, a su capítulo más reciente. ¿Sería posible que la Esencia hubiera acabado con ese amor?
Tesla tuvo la respuesta unos segundos después, cuando Jo-Beth dio otro paso, que la separó más de Howie hasta quedar los dos a un brazo de distancia el uno del otro. La mano derecha de Jo-Beth seguía cogida aún a la izquierda de Howie. Con un estremecimiento de comprensión, Tesla vio lo que Jo-Beth estaba mostrando a su hermano. Ella y Howie Katz no se daban la mano,
estaban unidos.
La Esencia los había fundido en uno solo, sus dedos entrelazados se habían convertido en un nudo de formas que les sujetaban unidos.
No hicieron falta palabras. Tommy-Ray exhaló un grito de asco y se detuvo en seco. Tesla no pudo ver la expresión de su rostro. Lo más probable era que no mostrase ninguna. Las calaveras son sólo capaces de un gesto; lo opuesto fundido en una sola expresión. Pero sí vio el rostro de Jo-Beth, a pesar de toda la basura que lo cubría. Se leía en él muy poco de lástima. El resto era desapasionamiento.
Tesla vio que Grillo hablaba para alejarse de allí con los amantes. Los tres se fueron de inmediato, sin que Tommy-Ray tratase siquiera de seguirles.
—Chico de la Muerte —llamó Tesla.
Tommy-Ray la miró. Todavía la calavera era capaz de derramar lágrimas. Manaban a raudales del borde de las cuencas.
—¿A cuánta distancia están de ti? —preguntó—. ¿Los Iad?
—¿Iad? —preguntó Tommy-Ray.
—Los gigantes.
—No hay gigantes, sólo oscuridad.
—¿A que distancia?
—Muy cerca.
Cuando Tesla se volvió para mirar al abismo, comprendió lo que la palabra oscuridad significaba para Tommy-Ray. Grumos de oscuridad, del tamaño de lanchas, cabalgaban las olas como tarugos de alquitrán; luego se elevaban por el aire, sobre el desierto. Tenían alguna especie de vida, pues se impulsaban con movimientos rítmicos que se transmitían a las docenas de miembros que salían de sus flancos. Filamentos de materia tan oscura como sus cuerpos colgaban debajo de ellos, como serpentinas de tripas putrefactas. Tesla sabía que no eran los Iad. propiamente dichos, pero que éstos no podían estar muy lejos.
Apartó la vista de aquel espectáculo, para dirigirla a la torre de acero y a la plataforma que se levantaba sobre ella. La bomba era la última cretinez de la especie humana, pero quizá pudiera justificar su existencia si era rápida en la explosión. Sin embargo, no se percibía chispa alguna en la plataforma. La bomba colgaba de su cuna como un recién nacido envuelto en pañales que se niega a despertar.
Kisson seguía vivo; demorando el momento. Tesla volvió sobre sus pasos, hacia los escombros. Tenía la esperanza de encontrarle allí, y con el deseo, más atenuado de poner fin a su vida con sus propias manos. Mientras se acercaba, observó que los grumos de oscuridad tenían un propósito en sus movimientos. Se congregaban en capas, y, entonces sus filamentos se anudaban entre sí para formar una vasta cortina, que ya medía unos nueve metros de longitud, flotando en el aire. Cada ola transportaba más grumos, y su número crecía a medida que el abismo se abría.
Tesla buscó en el remolino alguna huella de Kissoon, y lo encontró, con Jaffe, en el extremo más lejano de la capa de escombros que en un tiempo fueron habitaciones. Estaban en pie, cara a cara, agarrándose recíprocamente el cuello con ambas manos. Jaffe todavía empuñaba el cuchillo, pero Kissoon lo alejaba de sí con la otra mano. Así y todo, aquel cuchillo había trabajado bien. Lo que había sido el cuerpo de Raúl estaba acribillado a cuchilladas, de las que manaba sangre a raudales. Esas heridas no parecían haber mermado la fuerza de Kissoon. En el momento en que Tesla los vio, el brujo estaba tirando del cuello de Jaffe, desgarrando de él trozos de carne. Kissoon no cejaba, y apenas hecho un desgarrón iba a por más, abriendo la herida más y más. Tesla le distrajo de su ataque con un grito.
—
¡Kissoon!
El brujo se volvió a mirarla.
—Demasiado tarde —dijo—, los Iad están casi aquí.
Tesla trató de encontrar consuelo en aquel
casi.
—Los dos habéis perdido —siguió Kissoon, que propinó un gran golpe a Jaffe, hasta hacerle perder el equilibrio y tirarle por tierra. El cuerpo frágil, escuálido, no hizo ruido al caer; era demasiado ligero. Pero rodó un buen trecho, y soltó el cuchillo. Kissoon dedicó una mirada de desdén a su enemigo; luego, rompió a reír.
—Pobre zorra —dijo—. ¿Que esperabas?, ¿una tregua?, ¿un relámpago cegador que lo borrase todo? Olvídalo. Eso es imposible. El momento sólo está aplazado.
Mientras hablaba, se iba acercando a ella. Sus pasos, por causa de las heridas, eran más lentos de lo que hubiera cabido esperar.
—Querías una revelación —prosiguió—, y ahora ya la tienes. Casi está aquí. Pienso que debieras demostrarle tu devoción. Es pura justicia. Venga, déjame ver tu carne.
Kissoon alzó las manos, que estaban ensangrentadas, de la misma manera que las había alzado en la cabaña cuando oyó la palabra Trinidad por primera vez, y Tesla le vio un instante manchado con la sangre de Mary Muralles.
—Los pechos —dijo—, a ver, enséñame los pechos.
Muy lejos, detrás de Kissoon, Tesla vio que Jaffe comenzaba a levantarse. Kissoon no lo captó. Sólo tenía ojos para Tesla.
—Creó que los desnudaré yo por ti —dijo Kissoon—. Permíteme esa amabilidad.
Ella no se movió ni opuso resistencia alguna. Lo que hizo fue borrar toda expresión de su rostro, sabiendo lo mucho que gustaba la docilidad a Kissoon. Sus ensangrentadas manos resultaban repugnantes; su polla, tiesa, hincada en la tela empapada de los pantalones, era más repulsiva todavía. A pesar de todo, consiguió ocultar su repugnancia.
—Buena chica —murmuró Kissoon—. Buena chica. —Puso la mano sobre sus senos—. ¿Qué me dices de joder por el milenio? —propuso.
Tesla no pudo contener del todo el escalofrío que la recorrió sólo de pensarlo.
—¿No te hace gracia? —dijo Kissoon, receloso de pronto. Sus ojos se volvieron a la izquierda, al comprender el complot, y un brillo de miedo relució en ellos. Echó a correr. Jaffe, que estaba a dos metros de él, se le acercaba.
El brillo de la hoja del cuchillo, alzado por encima de su cabeza era como un reflejo de los ojos de Kissoon. Los dos brillos necesitaban juntarse.
—No… —comenzó Kissoon. Pero el cuchillo osó descender antes de que él pudiera impedirlo, penetrándole en el ojo derecho.
Kissoon no gritó esta vez, pero exhaló aliento como un largo gemido. Jaffe sacó el cuchillo de la cuenca y asestó el segundo golpe, tan certero como el primero, en el otro ojo. Hincó la hoja hasta la empuñadura, y la sacó. Kissoon vaciló, se agitó; sus gemidos se volvieron lamentos, cayó de rodillas. Con ambas manos aferradas al mango del cuchillo, Jaffe le asestó un tercer golpe en el cráneo, y siguió apuñalándole, sin parar; la fuerza de los golpes le abría una herida tras otra.
Los lamentos de Kissoon cesaron tan de repente como habían comenzado. Sus manos, que se agitaban sobre su cabeza en un vano intento de protegérsela contra nuevos cortes, cayeron a sus costados. Su cuerpo siguió en pie durante unos segundos. Luego, cayó de bruces.
Tesla sintió un escalofrío de placer que no se distinguía en nada del placer más intenso. Deseó que la bomba hiciese explosión en aquel mismo instante, como remate final de su misión y a la de ella. Kissoon estaba muerto, y no sería mala cosa morir en ese momento, a sabiendas de que el Iad sería barrido con ella en el mismo instante.
—
Salta
—le dijo a la bomba, tratando de mantener la sensación de felicidad hasta que su carne se consumiese y dejase sus huesos pelados—.
Salta, haz el favor. ¡Salta!
Pero no se produjo explosión alguna, y Tesla comenzó a notar que la sensación de placer se desvanecía y en su lugar aparecía el convencimiento de que había perdido algún elemento vital en todo aquello. ¿Acaso, con la muerte de Kissoon, no tendría que desencadenarse todo lo que él tanto se había esforzado en aplazar? Ahora, con retraso. Mas no ocurría nada. La torre de acero seguía allí, solitaria.
«¿Qué es lo que me he perdido? —se preguntó—. ¿Qué me habré perdido, por Dios bendito?» Miró a Jaffe, que seguía con los ojos fijos en el cadáver de Kissoon.
—Sincronicidad —murmuró él.
—¿Cómo dices?
—Que lo he matado.
—Pues no parece haber resuelto el problema.
—¿Qué problema?
—Estamos en Punto Cero. Hay una bomba en espera de hacer explosión. Y él aplazaba el momento.
—¿Quién?
—
¡Kissoon!,
¿es que no salta a la vista?
«No, chica —se dijo Tesla—. ¡Qué va a saltar! ¡Por supuesto que no salta!» De pronto, sus ideas se aclararon: Kissoon había abandonado la Curva en el cuerpo de Raúl, aunque resuelto a volver a la Curva para recuperar el suyo. Una vez en el Cosmos, Kissoon no había podido seguir aplazando el momento. Alguien tenía que hacerlo por él. Y ese alguien, o mejor dicho, ese
espíritu,
seguía haciéndolo.
—¿A dónde vas? —quiso saber Jaffe cuando la vio alejarse en dirección al páramo que se extendía al otro lado de la torre.
«¿Seré capaz de encontrar la cabaña?», pensó Tesla, mientras Jaffe la seguía, sin dejar de hacer preguntas.
—¿Cómo nos has traído hasta aquí?
—Lo comí todo y luego lo escupí.
—¿Como yo con mis manos?
—No, no como tú con tus manos, en absoluto.
El sol seguía oculto tras el velo de grumos de oscuridad, la luz se filtraba sólo en algunos trechos.
—¿A dónde vas? —repitió Jaffe.
—A la cabaña. A la cabaña de Kissoon.
—¿Por qué?
—Ven conmigo. Necesitaré tu ayuda.
Un grito procedente de la oscuridad, los detuvo un momento.
—
¿Papá?
Tesla miró a su alrededor y vio a Tommy-Ray, que salía de las sombras, y penetraba en la luz. El sol se mostró insólitamente amable con él, ya que su infinita claridad ocultaba los peores detalles de la transformación sufrida por el muchacho.
—¿Papá?
Jaffe dejó de seguir a Tesla.
—Ven —le instó ella, aunque se dio cuenta de que lo había perdido una vez más, pues se iría con Tommy-Ray.
La primera vez se le había ido tras los pensamientos de Tommy-Ray, y ahora se le iba tras su presencia física.
El Chico de la Muerte se acercó a su padre, tambaleándose.
—Ayúdame, papá —pidió.
Jaffe abrió los brazos, sin decir nada; aunque tampoco era necesario. Tommy-Ray cayó en ellos, y se abrazó a Jaffe.