El gran espectáculo secreto (21 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
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5

Abernethy era la única persona que llamaba a Grillo por su nombre de pila. Para Saralyn, él había sido siempre Grillo, desde el día en que se conocieron hasta la noche en que se marchó, y lo mismo ocurría con todos sus colegas y amigos, pero para sus enemigos (¿y qué periodista, sobre todo si ha caído en la ignominia, no tiene enemigos?), Grillo era unas veces el jodido Grillo, o Grillo el justo, pero siempre Grillo.

Sólo Abernethy se atrevía a llamarle así:

—¡Nathan!

—¿Qué quieres?

Grillo acababa de salir de la ducha, pero el sonido de la voz de Abernethy era suficiente para darle ganas de volver a restregarse de pies a cabeza.

—¿Qué estás haciendo en tu casa?

—Trabajo —mintió Grillo—. Ayer me acosté muy tarde. El asunto de la contaminación. ¿Recuerdas?

—Olvídalo. Ha sucedido algo y quiero que te ocupes de ello. Buddy Vance, el comediante, ha desaparecido.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.

—¿Dónde?

—En Palomo Grove. Lo conoces, ¿no?

—Es un nombre que hay en una señalización de la autopista.

—Están tratando de sacarle. Ahora son las doce. ¿En cuánto tiempo podrías estar allí?

—Pues… en una hora. Noventa minutos, quizá. Pero ¿qué interés tiene eso?

—Eres demasiado joven para recordar el
Show de Buddy Vance.

—He visto reposiciones.

—Déjame que te diga una cosa, Nathan, muchacho. —De todas las modas de Abernethy, la que Grillo más odiaba era la de dárselas de tío suyo—. Hubo un tiempo en que el
Show de Buddy Vance
vaciaba los bares. Fue un gran hombre, y un gran estadounidense.

—Vaya, de modo que quieres un reportaje llorón.

—¡No, cojones! Lo que quiero es noticias sobre sus mujeres, el alcohol, por qué terminó sus días en el Condado de Ventura, cuando lo que le gustaba era pavonearse por Burbank en una limusina tan larga como tres manzanas de casas.

—O sea, lo que quieres es que saque a relucir toda la mierda.

—Bueno, y también hay algo de drogas en ese asunto, Nathan —dijo Abernethy. Grillo se imaginó la expresión de seudosinceridad en el rostro de Abernethy: campeón de los derechos del lector de periódicos—, y qué diablos, nuestros lectores necesitan saberlo.

—Ellos lo que quieren es basura, igual que tú —repuso Grillo.

—Bien, pues si te da gustirrinín, vas y me pones pleito —zanjó Abernethy—, pero ahora lo que tienes que hacer es salir zumbando.

—De modo que ni siquiera sabemos dónde está. Imagínate que ha ido a pasar unos días por ahí, entonces, ¿qué?

—Y tanto que sabernos dónde se encuentra —dijo Abernethy —, como que están tratando de sacar el cadáver a la superficie en cosa de horas.

—¿Sacarlo, dices? ¿O sea que se ha ahogado?

—Lo que quiero decir es que se ha caído en un agujero.

«Comediantes
—pensó Grillo—. Siempre están dispuestos a lo que sea con tal de hacer reír.»

Pero eso, la verdad, no era muy divertido. Cuando se unió a la feliz pandilla de Abernethy, tras la debacle de Boston, había sido como un descanso de sus trabajos de periodismo investigador en los que había alcanzado fama, y en los que habían acabado por sacarle ventaja. La idea de trabajar en un periódico sensacionalista, de pequeña tirada, como el
County Reporter
le había parecido un descanso. Abernethy era un bufón hipócrita, perteneciente a la secta cristiana de los vueltos a nacer, para el que perdón era una palabrota. Las historias que mandaba cubrir a Grillo eran muy fáciles de investigar y más fáciles todavía de contar, dado que los lectores del
Reporter
pedían una sola cosa a sus noticias: el perfeccionamiento de la envidia. Ellos querían historias de dolor entre los famosos, la otra cara de la fama. Abernethy conocía bien a su congregación. Llegaba incluso a utilizar su propia historia, mencionando constantemente en sus artículos de fondo su conversión, de alcohólico que había sido, a la ortodoxia cristiana fundamentalista. Le gustaba decir de sí mismo que estaba a «solas con el Señor», y que ese estado de sobria perfección le permitía ser pregonero del estiércol que publicaba con una beatífica sonrisa, y a sus lectores les permitía encenagarse en él sin sentirse culpables. Eran historias sobre el precio del pecado, ¿qué podía ser más cristiano que eso?

Para Grillo, la broma se avinagró hacía tiempo. Ya había pensado muchas veces decirle a Abernethy que se fuera a tomar por el culo, pero ¿dónde iba a encontrar trabajo de reportero sensacionalista tan fácil como el que tenía en el
Reporter
? También había pensado dedicarse a otras actividades, pero no tenía ni deseo ni aptitud para nada que no fuese el periodismo. Desde que tenía recuerdo siempre había querido informar al mundo sobre el mundo, y no le era posible imaginarse ninguna otra ocupación. El mundo no se conocía muy bien a sí mismo, y necesitaba gente dispuesta a contarle su historia todos los días, porque, si no, ¿como iba a aprender de sus propios errores? Grillo había tenido gran éxito con uno de estos errores —un caso de corrupción en el Senado— cuando descubrió (todavía se le revolvía el estómago sólo de recordar aquel momento) que eran los enemigos de sus víctimas los que habían dado todas las facilidades. Su situación de fiscal en la Prensa había sido utilizada para ensuciar la fama de gente inocente. Él, entonces, se había disculpado humillado, y había dimitido. El asunto se olvidó en seguida, en cuanto gran número de otros casos sensacionales ocupó la atención del público. Los políticos, como los escorpiones y las cucarachas, seguirían al pie del cañón cuando la cabeza nuclear de un misil arrasase la civilización, pero los periodistas eran frágiles: un error de cálculo, y su reputación se ensombrecía. Grillo se fue al Oeste, a la costa del Pacífico, y hasta pensó tirarse a él; pero, a fin de cuentas, optó por trabajar con Abernethy, aunque esa decisión cada día que pasaba, le parecía más desafortunada. «Mira el lado brillante del asunto —se decía Grillo todos los días—. Desde donde estás ahora ya no tienes más salida que hacia arriba.»

Grove le sorprendió. Tenía todas las características de una ciudad hecha sobre un plano: la Alameda central, los barrios de los cuatro puntos cardinales, el orden exacto de las calles; pero había una agradable diversidad en los estilos de los edificios y —quizá por estar construida sobre una colina— una sensación de que podía tener secretos atractivos.

Si el bosque encerrara algún secreto especial, la multitud llegada a ver la exhumación lo hubiera arrasado sin duda. Grillo mostró su documentación profesional e hizo un par de preguntas a uno de los guardias que le cerraban el paso. No, no era probable que se sacase el cuerpo pronto; todavía no había sido localizado. Grillo tampoco pudo hablar con ninguno de los encargados de la operación. Vuelva más tarde, fue lo que le aconsejaron. Parecía un buen consejo. Se notaba muy poca actividad en tomo a la fisura. A pesar de que por el suelo había artilugios de todas clases, nadie parecía hacer uso de ellos. Grillo decidió realizar un par de llamadas y fue hacia la Alameda, en busca de una cabina telefónica. Primero telefoneó a Abernethy, para informarle de que había llegado y preguntarle si había mandado a un fotógrafo. Abernethy no estaba en su despacho, y Grillo dejó el recado. Con su segunda llamada tuvo más suerte. El contestador automático comenzó a dar su mensaje de siempre.

—Hola, somos Tesla y
Butch.
Si quiere hablar con la perra, lo siento, he salido. Si es a
Butch
al que necesita…

La voz de Tesla interrumpió el mensaje:

—¿Sí?

—Soy Grillo.

—¿Grillo? ¡Calla,
Butch,
haz el puñetero favor! Perdona, Grillo, está intentando… —El auricular se cayó, se oyó mucho ruido; por fin, Tesla, jadeante, volvió a cogerlo—. A ver, ¡qué animal éste! ¿Por qué se me ocurriría quedarme con él? ¡Grillo!

—Pues porque es el único macho dispuesto a vivir contigo.

—Anda, vete a joder.

—Te tomo la palabra.

—¿He dicho eso?

—Y tanto que sí.

—Pues será que me he vuelto loca. Tengo buenas noticias, Grillo. Debo desarrollar una idea para uno de los guiones. ¿Recuerdas aquella película de náufragos que escribí el año pasado? Bien, ahora quieren que la reescriba, pero ambientándola en el espacio.

—¿Y vas a hacerlo?

—¿Y por qué no? Necesito realizar algo que se filme. Nadie me dará trabajo serio hasta que tenga por lo menos un éxito. Que se joda el arte. Voy a ser tan bruta que se correrán en los pantalones cuando la vean. Y antes de que me vengas con eso de la integridad te diré que por mí te la puedes meter donde te quepa. Una tiene que comer de algo.

—Sí, sí, lo sé.

—Bien —dijo Tesla—, ¿qué hay de nuevo?

Esa pregunta tenía muchas contestaciones. Por ejemplo: que su peluquero, con una mano llena de cabellos rubios como la paja, le había informado, con una gran sonrisa, que pronto tendría calva la coronilla; o que aquella mañana, mirándose al espejo, había comprobado que sus alargados y asténicos rasgos que él había esperado siempre que, con la madurez, irradiarían una heroica melancolía, estaban adquiriendo un aspecto más bien llorón; o que seguía teniendo esos malditos sueños de ascensor, en los que se veía atrapado entre dos pisos con Abernethy y una cabra, y que Abernethy lo miraba con expresión de estar esperando un beso. Pero prefirió guardarse los datos autobiográficos y se limitó a decir:

—Necesito ayuda.

—Me lo esperaba.

—¿Qué sabes de Buddy Vance?

—Ha hecho un montón de cosas. Estuvo en televisión.

—No, me refiero a la historia de su vida.

—Es para Abernethy, ¿no?

—Justo.

—Entonces lo que él quiere es la basura.

—Pues dímela de una vez.

—De acuerdo, aunque los comediantes no son mi punto fuerte. Me gradué en diosas del sexo. Pero leí algo sobre Vance cuando oí la noticia. Casado seis veces, una de ellas con una chica de diecisiete años. Ese matrimonio duró cuarenta y dos días. Su segunda mujer murió de una sobredosis…

Como Grillo había pensado, Tesla lo sabía todo sobre la vida y el tiempo perdido de Buddy Vance (cuyo verdadero apellido, por mentira que parezca, era Valentino). Su obsesión por las mujeres, las drogas y la fama. El serial televisivo. Las películas. La caída en desgracia.

—Sobre todo esto puedes escribir con mucha «sentimentalina», Grillo.

—Gracias por nada.

—Si te quiero es porque te hago daño. ¿O es al revés?

—Je, je, je, muy graciosilla. Y, a propósito…, ¿era…?

—¿Era, qué?

—Divertido.

—¿Vance? Bueno, sí, supongo, que lo era, a su manera. ¿No le viste nunca?

—Sí, me figuro que sí, lo que ocurre es que no me acuerdo.

—Tenía el rostro como si fuese de goma. En cuanto lo mirabas te echabas a reír. Y luego su extraña personalidad…, algo siniestra. Medio idiota, medio baboso.

—¿Y cómo es que tenía tanto éxito con las mujeres?

—¿Quieres que te cuente la basura?

—Pues claro.

—Su enorme apéndice.

—¿Hablas en serio?

—Tenía la polla más grande de la televisión. Me he enterado de una fuente absolutamente irrecusable.

—¿Qué fuente?

—¡
Por favor,
Grillo! —exclamó Tesla, horrorizada—. ¿Es que me has tomado por una cotilla?

Grillo rompió a reír.

—Gracias por la información. Te debo una cena.

—Hecho. Esta noche.

—Me parece que esta noche estaré aquí todavía.

—Voy a buscarte.

—Mañana, si sigo aquí, te llamaré.

—Si no lo haces, te mato.

—Te he dicho que te llamaré. Tu vuelve a tus náufragos del espacio.

—No se te ocurra hacer nada que yo no haría. Ah, y otra cosa, Grillo…

—¿Sí? —Pero Tesla colgó sin contestar, ganando así por tercera vez consecutiva el juego de quién deja a quién con la palabra en la boca, al que jugaban siempre desde que, en pleno sopor de una noche de borrachera, Grillo le había confesado que las despedidas le horrorizaban.

IV
1

—¿Sí, mamá?

Estaba sentada junto a la ventana, como de costumbre.

—El pastor John no vino anoche, Jo-Beth. ¿De verdad que le avisaste, como me prometiste? —Escrutó el rostro de su hija—. No, no le avisaste —dijo—, ¿cómo pudiste hacer una cosa así?

—Perdona, mamá.

—Sabes cuánto dependo de él. Tengo buenas razones para ello, Jo-Beth. Ya sé que tú no piensas así, pero yo, sí.

—No, no, si te creo. Luego lo llamo. Primero…, primero he de hablar contigo.

—¿No tendrías que estar ya en la tienda? —preguntó Joyce—. Anoche volviste enferma, ¿no? Oí a Tommy-Ray…

—Mamá, escúchame. Tengo que preguntarte algo muy importante.

De inmediato, Joyce pareció preocupada.

—No puedo hablar ahora —dijo—, quiero que venga el pastor.

—Más tarde. Primero quiero que me hables de una amiga tuya.

Joyce no dijo nada, pero su rostro dio sensación de fragilidad. Jo-Beth había visto esa expresión con demasiada frecuencia, y no se dejó impresionar por ella.

—Anoche conocí a un chico, mamá —dijo Jo-Beth, decidida a hablar con toda franqueza—. Se llama Howard Katz. Su madre era Trudi Katz.

El rostro de Joyce perdió toda su delicadeza. En su lugar, una expresión misteriosa apareció en él, como de satisfacción.

—¿No te lo decía yo? —murmuró, como si hablara consigo misma, mientras se volvía hacia la ventana.

—¿No decías tú, qué?

—Que aquello no podía haber terminado, no podía haber terminado para siempre.

—Mamá, haz el favor de explicarte.

—No fue casualidad. Todos sabemos que no fue por casualidad. Ellos tenían sus razones.

—¿Quiénes eran los que tenían sus razones?

—Necesito que el pastor venga.


¿Quiénes
eran los que tenían sus razones?

Joyce se levantó sin contestar.

—¿Dónde está? —dijo, con voz repentinamente profunda. Se dirigió hacia la puerta—. Tengo que verle.

—¡Bien, mamá, muy bien, de acuerdo, anda, cálmate!

Ya en la puerta, Joyce se volvió hacia Jo-Beth. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—No puedes acercarte siquiera al hijo de Trudi —dijo—. ¿Me oyes? No puedes verle, hablarle, ni pensar en él siquiera. Prométemelo.

—No puedo prometer una tontería como ésa.

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