El gran espectáculo secreto (24 page)

Read El gran espectáculo secreto Online

Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: El gran espectáculo secreto
12.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ésta es sólo una parte de la colección de Buddy —le informó Rochelle—; hay más en Nueva York. Tengo entendido que es la mayor colección privada que existe.

—No sabía que hubiese alguien que coleccionase cosas como éstas.

—Buddy decía que éste es el verdadero arte de Estados Unidos. Tal vez tuviera razón, lo que, por cierto, sería significativo…

Siguió divagando, y era evidente que aquel desfile de estridencias no le decía nada. La expresión que se imprimía en su rostro, tan libre de cualquier error artístico, tenía una fuerza tanto más angustiosa.

—Dispersará usted la colección, me imagino —dijo Grillo.

—Depende del testamento —repuso ella—; a lo mejor resulta que no es mía.

—No se siente unida sentimentalmente a ella, ¿verdad?

—Pienso que esa pregunta entra en el apartado de la intimidad —fue la respuesta.

—Sí, quizá tiene razón.

—Pero estoy convencida de que la obsesión de Buddy era bastante inofensiva.

Se levantó, oprimió un botón situado entre dos tableros de la fachada de una barraca de tren fantasma. En ese momento, luces multicolores se encendieron detrás de la pared de cristal del fondo de la habitación.

—Permítame que le muestre algo —dijo ella. Anduvo a lo largo de la habitación y se metió en la sopa de colores.

Allí se amontonaban las piezas de la colección que eran demasiado grandes para la casa. Un rostro tallado, de casi cuatro metros de altura, cuya boca abierta, armada de dientes de sierra, había servido de entrada a un tobogán. Un letrero iluminado que anunciaba
El Muro de la Muerte.
Una locomotora en relieve, de tamaño natural, conducida por esqueletos, a punto de entrar a toda velocidad en un túnel.

—Santo cielo —fue lo único que se le ocurrió decir a Grillo.

—Ahora comprenderá usted por qué lo abandoné.

—No lo sabía —replicó Grillo—, ¿no vivía usted aquí?

—Lo intenté —dijo ella—, pero fíjese qué casa tenía. Era como entrar en la mente de Buddy. Le gustaba causar impresión en todas partes, y a
todo el mundo.
Aquí no había sitio para mí. Por lo menos mientras no estuviese dispuesta a hacer las cosas como a él le gustaban.

Se quedó mirando la gigantesca boca.

—Fea, ¿no le parece?

—Yo de estas cosas no entiendo —respondió Grillo.

—¿Pero es que no le ofende?

—Hombre, si me cogiera con resaca…

—Él solía decirme que no tengo sentido del humor. Y todo porque no encuentro divertidas estas… cosas suyas. La verdad es que tampoco
él
me parecía muy divertido. Como amante, sí…, como amante era estupendo. Pero divertido, lo que se dice divertido, no, en absoluto.

—¿Es
off the record
todo esto?

—¿Le importaría mucho si le dijera a usted que sí? Ya he tenido bastante mala publicidad en mi vida y sé perfectamente que a los periodistas les tiene sin cuidado la intimidad de las personas.

—Pero usted es quien me cuenta estas cosas.

Ella dejó de observar la gigantesca boca para mirar a Grillo.

—Sí, justo, yo lo cuento —dijo. Y añadió, después de una pausa—: Tengo frío. —Volvió al interior de la estancia, donde Ellen les servía ya el café.

—Déjalo —dijo Rochelle—, yo me encargo.

La vietnamita permaneció en la estancia el tiempo necesario para que su actitud no pudiera ser considerada como servil, después salió.

—De modo que ahí tiene usted la historia de Buddy Vance —dijo Rochelle—. Esposas, dinero y carnaval. Nada que se pueda llamar realmente nuevo, me temo.

—¿Sabe usted si sospechaba lo que iba a ocurrirle? —preguntó Grillo cuando los dos se hubieron acomodado de nuevo.

—¿Su muerte? Lo dudo. No era de los que piensan de esa manera. ¿Crema?

—Sí, por favor. Y azúcar.

—Sírvase. ¿Son esas las noticias que les gustan a sus lectores? ¿Que Buddy vio venir a su muerte en sueños?

—Cosas más extrañas han ocurrido —dijo Grillo, y sus pensamientos, inevitablemente, volvieron a la grieta, y a los que escaparon por ella.

—No, no lo creo —replicó Rochelle—, yo, la verdad, es que no veo muchos milagros por ahí. —Apagó las luces del otro lado de la pared de cristal—. Cuando yo era una niña, mi abuelo me enseñó a influir en otros pequeños.

—¿Y cómo?

—Muy sencillo, con la voluntad. Era una cosa que él había hecho toda su vida. Y me la enseñó a mí. No resultaba difícil. Yo, con mi voluntad, conseguía que los niños dejaran caer sus helados al suelo. Les hacía reír sin que supieran por qué: y a mí me parecía lo más fácil del mundo. Entonces sí que había milagros a la vuelta de cada esquina. Pero ya no sé hacerlo. De mayores se nos olvidan esas cosas. Todo cambia, pero a peor.

—Su vida no puede ser tan mala —dijo Grillo—. Sé muy bien que está angustiada por…

—Que le den por el culo a mi angustia —repuso Rochelle de pronto—. Buddy ha muerto, y yo estoy aquí, esperando a ver quién ríe el último.

—¿Se refiere al testamento?

—Sí, eso es, al testamento. A sus mujeres. A los bastardos que van a surgir por todas partes. Y ya ve, hasta ha conseguido hacerme caer en uno de sus túneles misteriosos. —Sus palabras estaban cargadas de sentimiento, pero las decía con mucha serenidad—. Bien, ya puede irse a su casa y convertir en prosa inmortal todo esto que le he dicho.

—Pienso seguir aquí, en la ciudad hasta que encuentren el cuerpo de su marido.

—No lo encontrarán —dijo Rochelle—; han renunciado a buscarlo.

—¿Cómo?

—Eso es lo que Spilmont vino a explicarme. Han perdido cinco hombres ya. Al parecer, de todas formas, las posibilidades de encontrarle son remotas, de modo que no vale la pena arriesgarse.

—¿Y eso la preocupa?

—¿No tener un cuerpo que enterrar? Pues, no, la verdad. Es mejor recordarle sonriente que saliendo de un hoyo. De modo que, ya ve, su historia termina aquí. El funeral se celebrará en Hollywood; al menos eso supongo. El resto, como dicen, es pura historia televisiva. —Entonces, se levantó, con lo que puso fin a la entrevista.

Grillo tenía abundancia de preguntas por hacer, casi todas sobre el único tema del que Rochelle se había declarado dispuesta a hablar, y que, sin embargo, seguía sin mencionar todavía: la vida profesional de su marido. Había unas pocas lagunas que Tesla no sería capaz de llenar, de eso Grillo estaba convencido de ello. Mejor que seguir acosando a la viuda de Vance hasta hacerla perder la paciencia, prefirió renunciar a las preguntas. Ya había conseguido más información de la que esperaba.

—Gracias por recibirme —dijo, estrechando su mano. Tenía los dedos finos como ramitas—. Ha sido usted muy amable.

—Ellen le acompañará hasta la puerta —dijo ella.

—Gracias.

La vietnamita lo esperaba en el pasillo. Y, cuando abrió la puerta de la calle, tocó en el brazo a Grillo. Éste la miró. Ella lo observó con ojos que pedían silencio y le puso un pedazo de papel en la mano. Sin decir una sola palabra, lo acompañó hasta fuera y luego cerró la puerta.

Grillo esperó hasta salir del alcance de la vigilante cámara para desdoblar el papel. Tenía escrito un nombre de mujer: Ellen Nguyen, y una dirección del barrio de Deerdell. Buddy Vance podría estar entenado, pero se diría que su historia aún trataba de salir a la luz. Las historias tienen una habilidad especial para eso, le decía su experiencia a Grillo. Él estaba convencido de que nada, lo que se dice
nada,
podía permanecer mucho tiempo en secreto, por mucho poder que tuvieran las fuerzas interesadas en imponer silencio. Los conspiradores conspirarían todo lo que quisieran, los matones tratarían de apretar bien sus mordazas, pero la verdad, o, por lo menos, algo parecido a la verdad, acabaría por salir a la luz, tarde o temprano, y, con mucha frecuencia, de la manera más insólita. Era raro que los datos concretos y específicos revelasen la vida que late detrás de la vida. Con frecuencia eran los rumores, las pintadas, las tiras cómicas, las canciones de amor lo que la revelaban. Lo que la gente contaba entre hipidos cuando se emborrachaba, o entre dos polvos, o lo que se leía en la pared del retrete.

El arte subterráneo, como las figuras que había entrevisto en el chorro de agua, era lo que cambiaba el mundo.

II

Jo-Beth estaba echada en la cama, en la oscuridad, atenta a la brisa que ahuecaba las cortinas, atrayéndolas hacia la noche. Había ido al cuarto de su madre en cuanto volvió a casa para decirle que no pensaba ver más a Howie. Era una promesa que hacía sin meditarla bien, pero le pareció que su madre ni siquiera la escuchaba. Tenía expresión de angustia; se paseaba por la habitación, retorciéndose las manos y rezando en voz baja. Las oraciones recordaron a Jo-Beth su promesa de avisar al pastor, pero no había llamado. Se serenó lo mejor que pudo, bajó la escalera y telefoneó a la iglesia. El pastor John no estaba allí, había ido a consolar a Angelie Datlow, cuyo marido. Bruce, acababa de morir en la búsqueda del cadáver de Buddy Vance. Ésa fue la primera noticia de la tragedia que Jo-Beth oía. Cortó la conversación y colgó el teléfono, tembloroso. No necesitaba ninguna descripción detallada de aquellas muertes. Las había visto, y también Howie. Su sueño compartido había sido interrumpido por un informe en directo desde el pozo donde Datlow y sus colegas habían muerto.

Se sentó en la cocina: la nevera zumbaba, los pájaros y los escarabajos del patio hacían música ligera, y Jo-Beth trató de dar un sentido a lo insensato. Quizá su visión del mundo era demasiado optimista; pero, hasta entontes, olla había creído que podría enfrentarse personalmente con las cosas de su entorno, sin ayuda ajena. Y pensar eso le tranquilizaba. Pero ahora ya no estaba tan segura. Si le contara a alguien de la iglesia —que eran los que componían su círculo habitual de amistades— lo que había ocurrido en el motel (el sueño del agua, el sueño de la muerte), pensarían lo mismo que su madre: que era cosa del demonio. Cuando se lo contó a Howie, éste le aseguró que no lo creía, y tenía razón. Y si eso era una tontería, entonces también lo era todo lo demás que le habían enseñado.

Incapaz de pensar claro entre tantas confusiones, y demasiado fatigada para tratar de intimidarlas, Jo-Beth se fue a su habitación a echarse. No tenía ganas de dormir, con el trauma de su último sueño aún tan reciente, pero la fatiga acabó con su resistencia. Un collar de escenas, en blanco y negro y con un relucir nacarado, apareció ante sus ojos en el momento mismo de caer en la cama. Howie en el restaurante, Howie en la Alameda, cara a cara con Tommy-Ray, su rostro contra la almohada, y ella le había creído muerto. De pronto, el collar se rompió y las perlas se dispersaron. Jo-Beth se sumió en el sueño.

El reloj marcaba las ocho y media cuando despertó. La casa permanecería en completo silencio. Se levantó, moviéndose con sigilo para evitar que su madre la llamase. Una vez abajo se preparó un bocadillo y se lo subió a su cuarto, donde —una vez consumido el ligero refrigerio—, estaba echada, viendo las cortinas plegarse a la voluntad del viento.

La luz del atardecer había sido suave como crema de albaricoque, pero ya no lo era. La oscuridad estaba casi encima. Jo-Beth notaba su proximidad —anulando distancia, silenciando vida— y se sentía angustiada como nunca. En casas no lejos de la suya había familias que estarían de luto. Mujeres sin marido, niños sin padre, enfrentándose con su primer día de dolor. En otras, la tristeza que había estado guardada debería volver a salir del cajón, para examinarla y llorar sobre ella. Jo-Beth tenía ahora algo muy propio, algo que la transformaba en una parte viva de ese dolor mayor, porque también ella había sufrido una pérdida, y la oscuridad —que tanto quitaba al mundo y tan poco le devolvía— nunca volvería a ser la misma.

A Tommy-Ray le despertó el ruido que hacía la ventana, como una carraca. Se incorporó en la cama. El día había pasado en una fiebre por él mismo creada. La mañana le parecía a más de una docena de horas de distancia, y, sin embargo, ¿qué había hecho en todo este tiempo? Dormir, sólo dormir, y sudar, y esperar una señal.

¿Tal vez era eso lo que oía en ese momento: el charloteo metálico de la ventana, como los dientes de un hombre agonizante? Apartó la sábana. Durante la noche, no sabía a ciencia cierta cuándo, se había desnudado. Su cuerpo quedó reflejado en el espejo, y era delgado, escueto, reluciente. Distraído por la admiración, tropezó, y, al intentar levantarse, se dio cuenta de que había perdido todo contacto con la habitación, la cual, de pronto, se le volvía extraña, tan extraña como él mismo a ella. El suelo se inclinaba como nunca; el armario ropero había quedado reducido al tamaño de una maleta, o, por el contrario, había crecido hasta volverse de un grotesco volumen. Sintió náuseas y alargó la mano en busca de algo sólido por lo que orientarse. Quiso tocar el suelo, pero su mano, o la habitación, contravino esa intención, y fue el marco de la ventana lo que alcanzó. Se quedó quieto, asido a la madera, hasta que se le pasaron las náuseas. Esperando, sintió el movimiento, casi imperceptible, del marco, que le penetraba por los huesos de los dedos hasta las muñecas y los brazos, y, de allí, por los hombros, hasta la espina dorsal. Ese avance le repercutía en la médula de los huesos, lo cual le pareció incomprensible hasta que lo sintió en las vértebras más altas, golpeándole en el cráneo. Y allí, el movimiento, que había sido como un chasquido contra cristal, se convirtió otra vez en sonido: una sucesión de clics y matraqueos que a sus oídos tenían el sentido de un requerimiento.

Tommy-Ray no necesitó que la llamada se repitiese. Soltó el marco de la ventana, volvió, mareado, hacia la puerta. Sus pies tropezaron con la ropa de la que se había despojado durante el sueño. Recogió la camisa de manga corta y los pantalones vaqueros, con el pensamiento vago de que debía vestirse antes de salir de casa, pero sin que hiciera otra cosa que coger la ropa caída por el suelo del cuarto, bajar la escalera y salir a la oscuridad de la parte trasera de la casa.

El patio era grande, y un verdadero caos después de muchos años de abandono. La valla estaba muy caída, y los arbustos plantados para proteger el patio de las acechanzas de la carretera se habían convertido en un macizo muro de follaje. Tommy-Ray se dirigió hacia esa pequeña jungla, guiado por el contador géiger de su cerebro, que se volvía más y más estentóreo a cada paso que daba.

Jo-Beth alzó la cabeza de la almohada aquejada de dolor de muelas. Se tocó con cautela el lado dolorido del rostro y lo sintió muy sensible; casi, se diría, magullado. Se levantó y bajó al vestíbulo para dirigirse al baño. Observó que la puerta del dormitorio de Tommy-Ray estaba abierta, cuando antes la había visto cerrada. Pero si Tommy-Ray se encontraba dentro, ella no lo veía. Tenía las cortinas corridas, de modo que el interior permanecía a oscuras.

Other books

John Lutz Bundle by John Lutz
Balance of Trade by Sharon Lee, Steve Miller
Until We Meet Once More by Lanyon, Josh
Breaking the Chain by Maggie Makepeace
The Haunting by E.M. MacCallum
End of the Century by Chris Roberson
Unchained by C.J. Barry