Francisco Santos se paró junto al mojón del quilometraje. Comenzó a liar un cigarrillo.
—Tú, Guillermo, ¿quieres fumar?
La contestación fue negativa. Estuvieron un rato parados. El cabo estaba de buen humor.
—Mi padre era un tipo célebre. Ya no hay en los cuarteles tipos así. Estaba orgulloso de ser el jefe de la banda de cornetas y tambores y no tenía más que un odio en su vida: el comandante director de la banda de música. Siempre andaba diciendo que aquél ni era militar ni era nada. Un señor que es teniente por oposición no es teniente. Teniente se sale de la Academia o se llega a ser por años de servicio. Además, aunque luego haya ascendido, lo ha hecho por oposición también y eso está bien para ser notario, pero no para ser militar. Y lo peor de todo es que además es profesor de murga en el Conservatorio. ¡Valiente comandante! Te digo que era célebre. Cuando había bebido algo más de la cuenta pedía el vino en la cantina con música de corneta. Primero daba un toque de atención, cantaba con una letra inventada por él el toque de ataque y se reía, con una risa que a mí de pequeño me daba hasta miedo y que se le escapaba por los dientes que le quedaban sanos o medio sanos acompañada de un silbido muy extraño.
Francisco Santos miró su reloj:
—Nos queda todavía mucho tiempo. —Siguió chupando el cigarrillo—. Cuando teníamos que ensayar, lo hacíamos detrás de las tapias del cuartel y entonces se olvidaba de que yo era su hijo y en cuanto me confundía o hacía una pifia, la emprendía a gorrazos conmigo. Nos pegaba en las orejas para que tuviéramos oído. Era un sistema que daba buenos resultados. Yo, con los compañeros, cuando él estaba bebido y nos dábamos cuenta, nos reíamos a escondidas. Como él era el dueño de la banda nos mandaba al calabozo, pero no con los que estaban allí por haber hecho algo grave, sino en una habitación más pequeña que los oficiales llamaban el purgatorio de los chicos de don Satur; y nos tenía allí a pan y agua durante dos días. El coronel le dejaba hacer. Yo lo pasé bien en el cuartel. Casi todos los de la banda lo pasábamos bien. Mi padre me decía que tenía que tomar ejemplo de él. «Yo ya he llegado a la cúspide de mi carrera. A ver si tú llegas también.» Me enteré de que había muerto estando en el frente. Me dieron permiso para asistir al entierro, pero para cuando bajé ya lo habían enterrado.
La carretera se extendía blanca y gris entre el ocre de los campos. Los guardias caminaban lentamente. A sus espaldas se acercaba un hombre con dos mulas. La segunda atada a la cola de la primera por el ronzal. El sonido de los cascos de las caballerías era como un caer de gotas de agua grandes y pesadas sobre una plancha de cinc. Choc, choc, choc. Los guardias volvieron las cabezas. Saludaron al hombre.
—¿Qué, para la feria?
—Para la feria, vamos a ver si se hace algo.
Caminaron un rato juntos. Después el hombre y sus mulas les adelantaron.
Francisco Santos habló:
—Mi madre murió cuando yo nací. La atendieron mal. Cogió una infección que la mató. Se fue a parir al pueblo porque creía que iba a estar mejor atendida por su madre. Yo he visto algunas fotografías suyas y era una mujer bastante guapa. Mí padre decía que se parecía a una artista de teatro que todavía vive y que se casó con un torero. No nací en un cuartel por casualidad, pero toda mi vida me la he pasado en el cuartel. Hubiera llegado a brigada de banda si no es por la guerra, que me cambió.
Guillermo escuchaba en silencio, sin interrumpir al cabo con preguntas. No le interesaba demasiado la vida del cabo, pero sabía que cuando un hombre está de buen humor y tiene ganas de contar una cosa, lo mejor es escucharle sin interrumpir. A veces él también había contado, en las largas caminatas por el campo, un poco por entretenerse, otro poco por una nostalgia inexplicable, sus andanzas por la vida. Ocurría con alguna frecuencia que, agotados los temas generales del servicio, de las esperanzas dentro del Cuerpo en el que servían, hechos todos los comentarios posibles a la andadura por el campo, tirantes los silencios en el aburrido caminar, un compañero diese en contar hechos en los que había tomado parte, sucedidos de su vida. El tema inagotable había sido siempre la guerra. Se barajaban nombres de gentes desconocidas para todos, pero que ya iban formando parte de la vida en el servicio. Baldomero era el que contaba más cosas de la guerra. Contaba de un sargento al que llamaban el
Barbas
, en torno del cual se había tejido un anecdotario fabuloso. El
Barbas
era ya un compañero más en los caminos del que se hablaba y al que se aplicaban toda clase de andanzas. Si alguien contaba un chiste, siempre había quien replicaba: «Eso podía ser del
Barbas
.» Y el
Barbas
pasaba a acompañar fantasmalmente a las parejas de los guardias, caminando entre ellos por el centro de los caminos o de las carreteras.
Bajo el puente blanco, la acequia sin agua. En el puente blanco una parada, apoyando los fusiles en el pretil. En seguida la marcha hacia el pueblo ya cercano, del que llega un murmullo de actividad.
Los guardias entran en el pueblo. En la plaza, los campesinos charlan en grupos. La feria es en un teso a la salida del pueblo. El sol de la mañana dora los cristales de las ventanas del Ayuntamiento. Camisas blancas y trajes negros. Un olor animal que ahora, en la frescura mañanera, es ligero, suave y que ha de pesar a medida que vaya avanzando el día, en la plaza y en el teso. Los guardias cruzan la plaza. Los saludan. Hablan un momento con el cura, frente a la puerta del Ayuntamiento. El cura acaba de decir misa, está recién desayunado y fuma un cigarrillo dirigiendo la palabra de vez en cuando a alguno de los campesinos.
En el teso de la feria el ganado ha sido ordenado sin que medie ninguna prescripción. Al principio están las mulas, que examinan, formando grupos, los vendedores y compradores. Luego el ganado vacuno; después el de cerda; al final las ovejas, no muchas, porque los rebaños grandes están en los pastos y el comprador necesita ir a ellos para la previa labor de examen, antes de entrar en tratos.
Una mesa de madera blanca, mal cubierta con un hule, sirve para expender las bebidas de la pequeña industria de un tabernero de feria sin local. En un cubo, con agua ya grisácea, lava los vasos de los consumidores. Es la hora del aguardiente. Hasta las diez de la mañana los feriantes beben aguardiente, cierran los tratos con aguardiente. Después no hay unanimidad. Aguardiente, vino blanco, vino tinto con limón… De aperitivo, escabeche o sardinas en aceite, queso, chorizo, tocino de jamón… Y si los tratos han ido bien, jamón partido en trozos como un dedo pulgar.
Los guardias se niegan sistemáticamente a las primeras invitaciones.
—Cabo, ¿toma usted una copita?
—Más tarde, es temprano para nosotros.
—Luego le buscaré.
—Muchas gracias.
Cuando ellos pasan, los campesinos les abren paso.
Han subido a la feria los gitanos de Talavera, gitanos ricos y gitanos pobres. Los primeros por el negocio, los segundos por si se tercia alguna operación y, sobre todo, por asistir a la novillada de la tarde, en la que torea dos novillotes la esperanza de la familia Jiménez, que como acierte en dos o tres corridas hará su aparición en Madrid, en la Plaza de Vista Alegre, y puede que haga ricos a todos sus parientes, sacándolos de la miseria y llenándoles los bolsillos de pesetas para comprarse trajes nuevos y poder alternar como señorones en las tabernas de Talavera de la Reina. Algún gitano rico de los que se dedican al negocio de la trata, que se apoyan en bastones con los mangos cubiertos de cuero, sujetos por clavos dorados, da una orden a cualquiera de los que husmean por allí a la espera de una peseta o de una invitación.
—Tráete dos anises del
Maño
, para el señor y para mí. Tú tómate lo que quieras.
Le larga un duro. El señor es un campesino viejo que quiere vender dos mulas, pasadas de edad y de trabajo. El señor teme beber con el gitano porque teme el engaño. Los engaños empiezan con las copas. No es recomendable beber hasta que el trato está ya hecho en firme. Sin embargo, ve el negocio tan seguro que no quiere desairar al comprador.
—Una copita sola. Estoy viejo para meterme así de mañana todo lo que aguantan ustedes los jóvenes.
El gitano se sonríe:
—No tengo costumbre de beber —afirma cínicamente—, pero en los tratos va bien una copita para ir hablando, ¿no le parece?
El gitano arrastra las últimas vocales y canta las palabras. Les traen las copas de anís, naturalmente dobles. Es anís de garrafón, fuerte, seco. El portador del anís se queda esperando una nueva orden. El campesino mira a los dos gitanos recelosamente. Se acercan los guardias.
El gitano los saluda con mucho afecto.
—¡Cuánto bueno por aquí!
Francisco Santos y Guillermo Arenas le conocen. No gastan ninguna broma respecto del trato, porque puede estropearse. Se limitan a hacer preguntas sobre la novillada de la tarde.
—¿Quién es ese Jiménez de Talavera?
—Un chiquillo que promete un mundo. Algo nunca visto. El año pasado se destapó en Tomelloso con unos becerros que parecían camiones del pescado. Va para adelante, Esta tarde lo verán ustedes.
En la plaza del pueblo, los mozos están colocando los carros y las talanqueras que han de acortar el terreno para la corrida. No les cuesta demasiado trabajo. Saben ya la colocación perfectamente y hasta tienen numerados los carros de los vecinos. «El cabo está en el teso», han advertido a Baldomero y Cecilio, que acaban de llegar a la plaza. Baldomero y Cecilio han sido invitados en una casa, con ramo de olivo en la puerta. «¿Qué toman ustedes? ¿Resoli?» Han sacado una bandeja cubierta con un paño blanco sobre el que se posan las moscas, en el que hay unas tortitas doradas de harina y huevo con azúcar.
—A la salud de ustedes. —Baldomero bebe una copa y paladea—. Demonio, está esto como para beberse una botella.
—¿Otra copita?
Por el teso andaban dos gitanos haciendo locuras. Habían bebido durante toda la mañana y seguían tomando, a una velocidad de segura embriaguez, ante el tenderete del
Maño
.
—Que la vais a coger —les había dicho el
Maño
.
—Pues la cogemos.
—Que aún es temprano —insistía el
Maño
.
—Ni temprano ni nada, pon otras.
A un campesino le habían dado un empujón y estuvieron a punto de armar una bronca. Se les acercó otro gitano:
—Tened cuidado, que el cabo está dando vueltas por aquí; no seáis patas.
Uno de ellos era muy plantado:
—¿Y qué que esté el cabo? ¿Es que nos va a comer? Bebemos porque nos da la gana y a mí no me quita de beber lo que me da la gana ningún hijo de madre.
El
Maño
contemporizaba con los dos.
—Pero ¿todavía queréis otra? Anda ya, muchachos, que os vais a poner nuevos. Esta tarde os la vais a tener que pasar durmiendo la tajada.
Eran las diez aproximadamente. El
Maño
se acababa de agachar sobre el cubo a enjugar unos vasos. Uno de los gitanos le vertió el contenido de su copa en el cogote. El
Maño
era un hombre fuerte, cuarentón, que se había pasado la vida vendiendo vino y licores por las ferias de Castilla. El
Maño
sabía como tratar a la gente y evitar broncas, pero al
Maño
nunca le habían ofendido de una forma tan audaz. Alzó lentamente la cabeza. El anís le corría por el cuello, por el pecho, pegándosele al vello. Estaba pálido. El gitano golpeó suavemente con la copa en la mesa.
—Ponnos otras. —Era demasiado.
Francisco Santos y Guillermo Arenas se paseaban aburridamente cuando les avisaron. Había un revuelo de gente junto al tenderete del
Maño
. Cuando llegaron los guardias, el
Maño
, sangrando por una cortada en la cara, tenía cogido por el cuello a uno de los gitanos. El que había vertido el anís en el cogote, se había escapado. El
Maño
apretaba el cuello del gitano y le escupía a la cara. Les costó trabajo a los guardias quitárselo. El gitano estaba medio ahogado.
—¿Qué ha pasado aquí?
El
Maño
no podía explicarlo, no hablaba, producía sonidos extraños y palabrotas. Uno de los campesinos contó lo que sabía.
—Yo lo he visto; estaban los dos borrachos, le tiraron muy chulamente, el anís por el cuello. El que le echó el anís, partió la copa y se la metió en la cara. Si no vienen ustedes pronto, da al traste con este desgraciado.
—¿Para dónde ha salido el otro?
No se ponían de acuerdo, en el tumulto nadie podría precisar hacia dónde se había ido el agresor. El
Maño
iba recuperando la palabra. Jadeaba.
—Tenga usted cuidado, cabo, va armado. Le he visto el hierro en la cintura. Tenga usted cuidado, que ese hombre es capaz de cualquier cosa.
Francisco y Guillermo lo entendieron de inmediato. El hierro: la pistola. Era extraño. Un gitano con pistola. Luego se aclararía. Se trataba ahora de detenerlo.
—Guárdenme a éste hasta que venga la otra pareja, que no tardará en llegar. —Les avisaron que la pareja estaba ya en el pueblo—. Tanto mejor.
El
Maño
se secaba la sangre con una servilleta que usaba para enjugar los vasos. El gitano estaba sentado en el suelo, sin moverse, blanco de miedo. El
Maño
le dio un patadón:
—¡Arriba, que te voy a majar, cobarde!…
Las palabras del
Maño
se confundían en una fraseología de maldiciones y blasfemias.
Francisco Santos y Guillermo Arenas estaban ya en la plaza del pueblo. Se les unieron Baldomero y Cecilio.
—¿Ha pasado algo?
El cabo dijo:
—Tenéis a un tipo en el teso, que se ha emborrachado y ha armado un lío. Os lo traéis al Ayuntamiento, que lo enchiqueren, hasta que volvamos. Nosotros vamos por el compañero del tipo, que ha cortado la cara al
Maño
con una copa y que, según dicen, lleva armas. No creo que pase nada, pero si ocurre algo os salís del pueblo dando la vuelta por los cerros y siguiendo la acequia. Nos encontraremos, porque seguro que ha tirado para el campo alto, más arriba de la fuente seca. Si no estamos allí, tiráis más arriba; ya os dejaremos aviso por alguien. ¿Entendido?
El cabo y Guillermo salieron al campo. El cura del pueblo se enteró del incidente por Baldomero y Cecilio.