Las amigas también se reían.
—¿Y qué importancia tiene que dos novios se besen delante de la gente? —le dijo una.
—Ninguna, pero es que era la primera vez.
Las amigas se rieron alborotando y en sus risas había un dejo nervioso de insatisfacción.
Ruipérez volvió al servicio y fue destinado a una oficina. La guerra, momentáneamente, se había acabado para él. Se dedicaba a rellenar salvoconductos. Se escribía frecuentemente con Felisa porque estaba en la capital y no en el pueblo. Logró, por fin, que lo destinasen al pueblo.
No habían variado mucho las cosas, las personas. Al principio, cuando preguntaba por alguno, temía la respuesta: «Lo mataron en tal sitio», y lo decían precisando el lugar, describiendo el accidente del terreno que lo caracterizaba, porque lo habían escuchado a alguien que lo había visto morir y que sabía dónde, cómo y cuándo cayó. Siempre con el gesto triste, decía: «Era un buen muchacho; lástima que…» Y por lo oído en el hospital a los compañeros podía precisar: «Sí, en esa parte hubo mucha lucha o fue muy duro todo.»
Durante el mes de enero del año treinta y nueve, los asuntos de la familia de Juan Martín se complicaron. Del hijo mayor nada se sabía. Uno de los pequeños estuvo mucho tiempo enfermo. El médico que le fue a visitar dijo que la enfermedad era grave —unas manchas en el pulmón—, que necesitaba ser aislado y un régimen de alimentación especial. Felisa apenas podía atender a todos los problemas que la casa planteaba. El hermano enfermo tenía todos sus cuidados, pero de cuidados estaban también necesitados el padre y los demás hermanos, y aun más que todos ella misma, el dinero se gastaba fácilmente, aunque costaba mucho esfuerzo ganarlo, y la hermana tuvo que entrar en un taller de costura como chica de recados.
Con el dinero que ganaba la hermana pequeña se compraba el pan de cada día. El pan, que era en la casa el manjar pedido más insistentemente.
Felisa quería retrasar su boda hasta que los problemas desapareciesen, pero Juan la convenció de que las cosas podían ir mejorando aunque los problemas continuaran en plena vigencia durante toda la vida.
—Ya crecerán todos —dijo—, y comenzarán a ganar dinero. No debes preocuparte, viviremos como hasta ahora y quién sabe si mejoraremos. Además, tú siempre puedes venir a echar una mano a la casa, porque ha habido suerte con el destino de Regino y en una larga temporada no le cambiarán.
Pero Juan Martín se equivocaba con respecto al destino de Ruipérez.
Se equivocaba. En cuanto la guerra terminó, lo destinaron fuera del pueblo.
Un destino que para el que lo ordena no tiene importancia, constituye tal vez para una familia un estremecido desconcierto hasta que la vida vuelve a sedimentarse. Le decía Ruipérez a su suegro:
—Nosotros los militares somos como los cómicos; un día aquí, otro allá, no se le puede coger cariño a ningún pueblo, porque en cuanto se le coge ya lo están a usted cambiando.
Había lilas cuando Felisa Martín y Regino Ruipérez se casaron. Había lilas y estaba terminando la guerra. El cielo azul hacía que blanqueasen más los pelotones de nubes, que rápidamente pasaban impulsados por un viento fuerte y fresco que venía de la montaña. El sol asomaba y desaparecía entre las nubes. En el pórtico de la iglesia esperaban los escasos invitados a la boda los últimos trámites de la ceremonia en la sacristía. La sombra y la luz se alternaban. Hacía frío y calor, según el sol estuviese cubierto o no. Marzo con lilas, con nubes locas, con viento fuerte, con la primera cigüeña en la torre de la iglesia, con los regateos bullidores de la nieve fundente atravesando los campos, con la yerba verdeando, levantaba la alegría, como un vaho iridiscente de la tierra.
Juan Martín había logrado un traje nuevo para la boda de su hija. El traje suponía muchos sacrificios. Concertó pagarlo a plazos. Juan estaba muy orgulloso de presentarse a la ceremonia con un traje nuevo. El traje nuevo; la camisa de cuello duro, molesto, que sentía se le iba a saltar de un instante a otro, en cuanto él volviese la cabeza con violencia; la corbata, que lo ahogaba; los zapatos, relucientes, le daban empaque de padrino serio. Juan se emocionó durante la boda y creyó recordar la suya; pero no, su propia boda la recordó más tarde, ya en casa, cuando los recién casados salieron en viaje de bodas hacia Valladolid.
Ruipérez y Felisa fueron a vivir a un pueblo castellano, a la orilla de una carretera general. Tenían en la casa cuartel un piso muy bonito. Les habían concedido una parcelilla de tierra que ellos transformaron en huerto. La comida estaba barata. Alguna vez que Felisa hizo un viaje para visitar a la familia llevó alimentos. Los alimentos humildes que daba la humilde tierra: garbanzos, alubias, un poco de aceite en unas botellas. Empezaban los tiempos malos. Y Felisa estaba embarazada. Sufría mucho con el embarazo, pero no dejaba de trabajar. Las advertencias de Ruipérez eran inútiles.
En el pueblo fermentaban ya las grandes fortunas de la posguerra. En septiembre comenzaron a llegar camiones que se llevaban el trigo y las legumbres. Camiones de dueños desconocidos, con rutas desconocidas. Había órdenes, pero no servían: los camiones llevaban sus guías en regla. Por lo tanto, podían salir cargados de trigo y de legumbres. Ruipérez le decía muchas veces a Felisa:
—Mal van ahora las cosas. Se llevan el trigo, se llevan todo. Son como una plaga. Habrá hambre, habrá mucha necesidad.
Felisa tuvo un hijo, en Navidades. Ruipérez estaba aquel día de servicio. Por la mañana había preguntado a su mujer. Felisa sonrió:
—No has de preocuparte. Sal, que éste espera —y se palmeó el vientre voluminoso.
El chico no había esperado. Ruipérez, advertido por una vecina, subió la escalera a grandes trancos. Se emocionó al entrar en la habitación. El primer hijo.
A los otros se fue acostumbrando. Uno, dos, tres y cuatro. Los cuatro varones. Y uno que vino mal y que acaso hubiera podido ser hembra. Felisa se había aviejado, desgastado. Cuatro hijos y una mujer gastada en los partos. Felisa seguía trabajando como antaño. Aquel antaño que en el recuerdo de Ruipérez se nublaba tras la desesperanza, porque entonces había esperanza de mejorar y ahora no había más que deseo de seguir.
Pasaron seis años. Juan Martín murió en un accidente de trabajo. Siempre le había tenido miedo a la alta tensión, y lo mató una descarga en la fábrica donde trabajaba. Felisa marchó al pueblo cuando recibió la noticia. Ruipérez tuvo que quedarse en el puesto. El permiso llegó tarde y no pudo ir a ver al viejo. A aquel viejo al que tenía un cariño extraño y al que admiraba, porque era respetuoso con todo el mundo y hablaba de las cosas objetivamente. ¡Cómo lo recordaba! Él no exageraba nunca. Si hablaba de la guerra, hablaba ya como si él estuviera fuera del tiempo. Sin odios, sin rencores. Valorándolo todo de una forma… de una forma como a nadie había oído.
Habían aprendido Felisa y Ruipérez a callar. Les parecía que las palabras para explicarse sus vidas no eran necesarias. Compartían la casa, la comida y el lecho, en silencio. Vivían y amaban en silencio. Si hablaban era por los hijos, de los hijos. Ellos tenían pocas cosas que decirse de palabra. Y para estas pocas cosas los gestos, mejor, las actitudes, servían tan bien como las palabras. Felisa entendía a Ruipérez nada más mirarle a la cara. Un gesto, una arruga, no observada normalmente, querían decir tanto como un torrente de palabras. El desánimo, la tristeza, la enfermedad, la preocupación, los mil matices del disgusto los captaban los dos mirándose. Luego, cuando ya se habían comprendido, hablaban de los hijos. Las charlas eran cortas. La enfermedad, el porvenir, la educación, el cuidado. Los dos convergían en los hijos, que llenaban sus existencias con un rocío de esperanza dulce o con una gota de preocupación amarga.
La muerte de Juan Martín rompió la ligazón con la familia de Felisa. Algunas veces se recibían cartas que se tardaba mucho tiempo en contestar. Felisa escribía la carta de respuesta; las faltas de ortografía se las corregía Ruipérez porque, como decía, las cosas bien hechas bien parecen. El sobre lo llenaba Ruipérez con su letra perfilada y pedagógica. Cuando terminaba, después de haber puesto el nombre del pueblo con mucho esmero y de haber subrayado la provincia, secaba el plumín y comentaba: «Así no hay miedo de que se pierda.» Felisa pensaba que su marido tenía razón; una carta escrita por su marido era imposible que se perdiese.
Cuando a Ruipérez le tocaba servicio en el campo, Felisa rezaba la noche anterior, al acostarse, una avemaria más. A su regreso daba las gracias con otra avemaria. Una avemaria era para Felisa un centinela que guardaba y custodiaba los pasos de su marido. En tiempo de ferias, la rezaba para que no hubiese disgustos serios en los que fuera necesaria la intervención de Ruipérez; en el verano, por el calor, para que no le diese un calentón a la cabeza; en el invierno, por el frío, para que no tomase un aire por los húmedos caminos o un baldamiento o un temblor.
Ruipérez era para su mujer como un árbol gigante en el que ella se refugiaba. Refugio para Felisa, en el que al sentirse protegida comenzaba a temer. Porque Felisa, que había sido capaz de luchar contra todas las desventuras en su adolescencia y en el comienzo de la juventud, estaba ya cansada. Y su cansancio no era solamente físico, sino moral, de tal forma que la falta del marido podía ser tal vez la única forma de que ella se alzase de su cansancio con fuerzas suficientes para continuar la lucha en la vida. Lucha última por los hijos y busca de refugio, a la postre, en ellos, cuando aquéllos creciesen.
Por lo pronto, estaba Ruipérez, amado refugio para su cansancio. Descansaba de su fatigoso temor con su sola presencia, y, a veces, cuando regresaba del campo, sentía como una íntima congoja que la impulsaba a llorar nada más verle sano, como había partido. Un día se lo contó al marido y éste le dio el parecer de que aquello era algo morboso que había que alejar. Algo morboso que nacía de un intuitivo temer la soledad frente al mundo, porque para Felisa la soledad era una condena que rebasaba lo humano para llegar hasta lo infernal. La soledad frente al mundo era un problema de cobijo. De cobijar la mirada en alguien capaz de ofrecer un refugio amoroso, de cobijar sonrisa, el gesto, la preocupación, la enfermedad.
En el invierno de 1948 fueron destinados al castillo. Llegaron a cubrir una baja. Acababan de matar a un guardia. Lo habían atropellado con un camión. Las parejas de guardias en las carreteras tenían órdenes de examinar las cargas de los camiones que circulasen. Los guardias dieron el alto a un camión, que sin hacer caso de la advertencia aumentó la velocidad, echándose sobre ellos inesperadamente. Uno de los guardias no tuvo tiempo de hacerse a un lado y las ruedas le aplastaron el pecho. Murió en el acto. El compañero lo contaba después:
—Nos echaron el camión de repente cuando creíamos que iba a aminorar la velocidad; al pobre Encarnación no le dio tiempo de apartarse. Le pasaron todas las ruedas de su lado por encima. Hizo un ruido que no se me olvidará jamás. Me eché el fusil a la cara y la emprendí a tiros. Nada. Menos mal que le había cogido la matrícula, porque si me dejan con el compañero muerto y sin saber lo que ha sido del camión, ya me hubiera podido preparar. Encarnación había hecho un charco de sangre como yo no he visto en la guerra, y eso que he visto de largo. ¿Veis lo que es una caja de cerillas vacía cuando se la aplasta con el pie? Pues hizo ese ruido, mucho mayor. Me impresioné tanto que estuve un rato después de los tiros que no sabía qué hacer. El fusil de Encarnación estaba partido.
Felisa y Ruipérez ocuparon en el castillo la casa que había dejado vacía la familia de Encarnación. Las casas estaban construidas del verano anterior y todavía estaban las paredes húmedas. Hacía frío. Las heladas durante la noche eran muy fuertes. Los dos chicos mayores iban a la escuela del pueblo. Bajaban con los otros hijos de los guardias muy temprano, a cuerpo, envueltos en grandes bufandas de las llamadas tapabocas de arrieros. Sabían leer y escribir, y las lecciones de Geografía e Historia se las tomaba a la noche el padre antes de que se fueran a acostar.
Ruipérez era muy cuidadoso con la Historia. El Dos de Mayo se lo explicaba a sus hijos con mucha suerte de detalles: «Los buenos españoles —decía— estaban contra la francesada, que quería que todos los españoles fueran esclavos del emperador Napoleón y que dejaran de creer en sus reyes y en su religión. En Madrid el pueblo español les dio una buena paliza a los orgullosos soldados del emperador de los franceses. Hubo un tal Malasaña, que de vivir ahora le hubieran dado la laureada de San Fernando, que se tiró desde un balcón con un cuchillo contra los franceses, y los atravesó.»
Los hijos de Ruipérez quedaban admirados de los relatos de su padre. En cuanto terminaban las lecciones le preguntaban por la guerra de la Independencia, y el guardia les seguía contando cosas a su manera, unas veces decoradas por su imaginación y otras fieles a los textos que él recordaba. La guerra de la Independencia fue durante todo el invierno el sucedáneo de las historias que los niños gustan de escuchar, de los lobos negros que bajan de la montaña a devorar ovejas en los pueblos durante la noche, a llamar con sus uñas afiladísimas en las puertas de los vecinos y a aullar en las calles sin que nadie se atreva a salir, hasta que un mozo o un viejo, héroes en el anonimato de la progresiva transformación de la historia, salían con una escopeta de caza o con la garrota y los mataban. Los matadores volvían con el pelo erizado, porque la presencia del lobo eriza los cabellos y hace que el corazón se acelere ante su aspecto de fiera nacida en el séptimo infierno.
Pero donde de verdad estaba el fuerte de Ruipérez era en la caligrafía. Cogía las manos de sus niños y las colocaba sobre el papel rengloneado. «Agarra la pluma —les decía—; fuera esa giba, el dedo no debe hacer giba; el dedo recto, aunque duela y te parezca que lo tienes agarrotado; si el dedo no está derecho, mal tiene que salir la letra.» Como Ruipérez se colocaba a espaldas de sus hijos y abalanzaba el cuerpo sobre la mesa, las espaldas de los chiquillos se cansaban, acababan doloridos y a medida que el tiempo pasaba empeoraban la letra. «No servía para nada, una buena letra es necesaria en el mundo para cualquier cosa que se haga.» Y precisaba a continuación: «Una buena letra y una limpia presentación.»
La estación fue avanzando. Llegó la primavera. Trasladaron a dos de los guardias. Llegaron dos nuevas familias. Llegaron María Ruiz y Carmen. Los primeros días María trataba a Felisa con muchas fórmulas de buena educación. Le daba las gracias siempre que le pedía cualquier favor pequeño, insignificante. Hartaba a Felisa tan severo formalismo, llevado a extremos molestos. «Si a ti no te causa extorsión —decía María—, con tu permiso voy a hacer tal cosa.»