El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (40 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—Bastaría con algo muy pequeño. Di lo primero que se te ocurra. Y reflexionaremos los dos juntos sobre ello. Me gustaría poder ayudarte.

Asentí y, una vez más, intenté remover los recuerdos de mi viejo mundo, enterrados, todos juntos, en mi conciencia. Pero la losa de piedra pesaba demasiado y, por más que lo intenté, apenas conseguí desplazarla. La cabeza empezó a dolerme de nuevo. Posiblemente, en el instante de separarme de mi sombra, había perdido irremisiblemente mi propio yo. Y ahora lo único que me quedaba era un corazón inseguro e incoherente. Que iba cerrándose más y más debido al frío del invierno.

Ella posó las palmas de las manos en mis sienes.

—Déjalo correr. Ya pensaremos otro día. Es posible que se te ocurra algo mientras tanto.

—Antes de irme, voy a leer otro sueño.

—Estás muy cansado. ¿No deberías dejarlo para mañana? No intentes forzarte. Los viejos sueños te esperarán el tiempo que haga falta.

—No, la verdad es que me resulta más cómodo leer otro viejo sueño que no hacer nada. Mientras leo, al menos no pienso.

Me miró unos instantes con fijeza, pero enseguida asintió, se apartó de la mesa y desapareció en la biblioteca. Con la mejilla apoyada en la palma de la mano, cerré los ojos y dejé que mi cuerpo se diluyera en la oscuridad. ¿Cuánto tiempo duraría el invierno? El anciano había dicho que sería largo y duro. Además, apenas acababa de empezar. ¿Lograría mi sombra sobrevivir a aquel largo invierno? ¿Y yo? ¿Podría superarlo yo, con la confusión e inseguridad que dominaban mi corazón?

Ella dejó un cráneo sobre la mesa y, tras sacarle el polvo con un trapo húmedo, lo secó con otro. Yo, aún con la mejilla en la palma de la mano, observaba cómo se movían sus dedos.

—¿Puedo hacer algo por ti? —me dijo alzando de repente la cabeza.

—Tú ya haces mucho por mí —contesté.

Dejó de limpiar el cráneo, se sentó en una silla y me miró a los ojos.

—Me refiero a otra cosa. A algo más especial. A acostarme contigo, por ejemplo.

Sacudí la cabeza.

—No, no quiero acostarme contigo. Pero estoy contento de que me lo hayas dicho.

—¿Y por qué no quieres acostarte conmigo? Tú siempre dices que me necesitas, ¿no?

—Y te necesito. Pero ahora no puedo acostarme contigo. Eso no tiene nada que ver con que te necesite o no.

Ella caviló unos instantes, pero al poco volvió a frotar el cráneo lentamente. Mientras tanto, alcé la cabeza y contemplé la lámpara amarillenta que pendía del techo. Por más que se endureciera mi corazón, por más presión que ejerciese el invierno sobre mí, no podía acostarme con ella, allí, en aquel momento. Si lo hiciera, la confusión de mi corazón aumentaría y el sentimiento de pérdida se intensificaría aún más. Tenía la impresión de que la ciudad deseaba que me acostase con ella, porque, de esa forma, a ellos les sería más fácil adueñarse de mi corazón.

Ella puso frente a mí el cráneo que acababa de limpiar, pero yo no lo toqué, sino que me quedé mirando sus dedos sobre la mesa. Intenté que esos dedos me dijeran algo, pero fue inútil. No eran más que diez dedos delicados.

—Me gustaría que me contaras cosas de tu madre —dije.

—¿Qué cosas?

—Lo que sea.

—Verás —dijo mientras toqueteaba el cráneo que había dejado encima de la mesa—, me da la impresión de que yo sentía por mi madre algo especial, diferente a lo que sentía por los demás. Ya sé que de eso hace mucho tiempo y que apenas lo recuerdo, pero esa impresión tengo. La de que no sentía lo mismo por mi padre y mis hermanas. Pero no sé por qué.

—El corazón tiene esas cosas. Que nunca siente igual. Es como la corriente de un río. Según la configuración del terreno, fluye de una manera o de otra.

Sonrió.

—Pero eso es muy injusto.

—Ya. Pero es así —dije—. ¿Y todavía la quieres?

—No lo sé.

Ella cambió la posición del cráneo y lo contempló desde diferentes ángulos.

—Mi pregunta es demasiado vaga, ¿verdad?

—Sí, creo que sí.

—Hablemos entonces de otra cosa —dije—. ¿Te acuerdas de qué cosas le gustaban a tu madre?

—Sí, lo recuerdo muy bien. Le gustaba el sol, pasear, divertirse en el agua en verano. Y también le gustaba estar con las bestias. Cuando hacía buen tiempo, salíamos a menudo de paseo. La gente de la ciudad no pasea, ¿sabes? A ti también te gusta, ¿verdad?

—Sí —dije—. Y también me gusta el sol. Y jugar en el agua. ¿Te acuerdas de algo más?

—Pues de que mi madre, en casa, hablaba mucho consigo misma. No sé si le gustaba o no, pero solía hacerlo.

—¿Y de qué hablaba?

—No me acuerdo. Pero no era como un monólogo. No sé explicarlo bien, pero creo que, para mi madre, aquello tenía un sentido especial.

—¿Especial?

—Sí. Modulaba la voz de un modo muy extraño y alargaba las palabras, o las acortaba. A veces su voz sonaba alta y, a veces, baja, como el viento.

Mientras miraba el cráneo bajo su mano, repasé de nuevo mis vagos recuerdos. Esta vez, algo me conmocionó.

—Eran canciones —dije.

—¿Tú también sabes hablar de esa manera?

—No es hablar. Las canciones se cantan.

—Canta entonces —pidió.

Respiré hondo y me dispuse a cantar algo, pero no se me ocurrió ninguna melodía. Todas las canciones habían desaparecido de mi cuerpo. Con los ojos cerrados, suspiré.

—Imposible. No se me ocurre ninguna —dije.

—¿Y qué podrías hacer para acordarte?

—Con un disco y un tocadiscos lo conseguiría. Pero no, aquí eso no es posible. Aunque también serviría un instrumento musical. Con un instrumento, podría tocar música y así seguro que lograría recordar al menos una canción.

—¿Y qué forma tiene un instrumento musical?

—Hay cientos de instrumentos diferentes, no te lo puedo explicar en cuatro palabras. Cada instrumento se toca de una manera distinta y emite un sonido distinto. Hay algunos que, para moverlos, se necesitan cuatro personas, y otros que caben en la palma de la mano. Todos tienen un tamaño y una forma diferentes.

Tras pronunciar estas palabras, me di cuenta de que el ovillo de los recuerdos se desembrollaba poco a poco en mi interior. Tal vez las cosas avanzaran en la buena dirección.

—Quizá haya una cosa de ésas en el archivo que hay al fondo del edificio. Aunque se llame así, está lleno de trastos viejos y yo apenas he mirado lo que hay dentro. ¿Qué te parece, buscamos allí?

—Vamos a echar una ojeada. De todas formas, hoy no creo que pueda leer más sueños.

Cruzamos el amplio almacén donde se alineaban los cráneos, salimos a otro pasillo y abrimos una puerta con cristal esmerilado, igual a la que daba acceso a la biblioteca. El pomo de latón estaba cubierto por una fina capa de polvo, pero la puerta no estaba cerrada con llave. Cuando ella dio la vuelta al interruptor, una luz amarilla y polvorienta alumbró aquel cuarto largo y estrecho, y proyectó sobre las paredes blancas las sombras de los diversos objetos amontonados en el suelo.

Eran, en su mayoría, maletas o maletines. También había una máquina de escribir guardada en su funda o alguna raqueta de tenis, pero eran una excepción y la mayor parte del cuarto lo ocupaban maletas de diversos tamaños. Habría unas cien. Y todas estaban cubiertas por capas y más capas de polvo. Ignoraba en qué circunstancias habrían llegado allí esas maletas; en cualquier caso, abrirlas una por una habría requerido mucho tiempo.

Me acuclillé y aparté la funda de la máquina de escribir. Una nube de polvo blanco danzó por el aire como la nieve pulverizada de un alud. Era un viejo modelo, grande como una caja registradora, con las teclas redondas. Parecía muy usada y el esmalte negro tenía desconchones.

—¿Sabes qué es esto?

—No —reconoció ella, de pie a mi lado con los brazos cruzados—. Nunca lo había visto. ¿Es un instrumento musical?

—No, es una máquina de escribir. Sirve para imprimir letras. Es muy vieja.

La enfundé de nuevo y, a continuación, abrí una canasta de mimbre que había al lado. Contenía una vajilla para ir de excursión: cuchillos, tenedores, platos, tazas y unas servilletas blancas que amarilleaban, todo escrupulosamente ordenado. También esto pertenecía a una época pretérita. Desde la aparición de los platos de aluminio y los vasos de papel, nadie acarreaba aquellos trastos consigo en una excursión.

Había una maleta grande de piel de cerdo llena de ropa: trajes, camisas, corbatas, calcetines, ropa interior... La mayoría de las prendas estaban tan apolilladas que daba pena verlas. Entre la ropa había un neceser y una petaca plana de whisky. También había un cepillo de dientes y una brocha de afeitar, ambos con las cerdas tiesas y endurecidas. Destapé la petaca y vi que no olía a nada. No había nada más. Ni libros, ni libretas, ni agendas.

Abrí unos cuantos maletines y maletas de viaje. Contenían prácticamente lo mismo. Ropa y unos efectos personales mínimos, como si hubiesen salido de viaje a toda prisa y los hubieran embutido en la maleta sin pensar mucho. En todas ellas se echaban de menos objetos que la gente suele llevar consigo, y les faltaba naturalidad, espontaneidad. Nadie emprende un viaje llevándose sólo la ropa y el neceser. En resumen, que en la maleta no había ni un solo objeto que hablara de la personalidad o de la vida de su propietario.

Incluso la ropa era anodina. No era ni muy elegante ni mísera. Sí indicaba un estilo marcado por la época, la estación, el sexo y la edad del propietario, pero ninguna prenda dejaba una impresión especial. Incluso el olor era casi idéntico. La mayoría estaban apolilladas. Y ninguna tenía etiqueta. Parecía que alguien hubiera querido arrebatar el nombre y la personalidad a cada una de las maletas. Y lo único que quedaba era un poso anónimo, producto inevitable de cualquier época.

Tras abrir cinco o seis maletas, desistí. Estaban demasiado polvorientas y no parecía que ninguna de ellas fuera a contener un instrumento musical. Tenía la sensación de que, si había alguno en la ciudad, no se encontraba allí, sino en un lugar muy distinto.

—Salgamos de aquí —dije—. Con este polvo, me duelen mucho los ojos.

—¿Te ha decepcionado no encontrar ningún instrumento musical?

—Un poco. Pero ya buscaremos en otro sitio —dije.

Cuando, tras separarme de ella, estaba subiendo la Colina del Oeste, a mis espaldas el viento invernal soplaba con violencia, como si deseara adelantarme, y el agudo silbido que producía al pasar entre los árboles parecía rasgar el aire. Al darme la vuelta, vi una media luna que flotaba solitaria por encima de la torre del reloj y, a su alrededor, unos gruesos nubarrones que se deslizaban por el cielo. Bajo la luz de la luna, la superficie del río era negra como si hubiesen arrojado alquitrán.

De repente me acordé de una bufanda, que parecía muy cálida, que había descubierto en una maleta del archivo. Estaba comida por las polillas, pero, enrollada alrededor del cuello, me protegería del frío. Pensé que si le preguntaba al guardián, me enteraría de muchas cosas. Sabría a quién pertenecían las maletas y si podía usar lo que contenían. Azotado por el viento, sin bufanda, las orejas me dolían como si me las cortaran con un cuchillo. Decidí ir a ver al guardián a la mañana siguiente. También necesitaba saber cómo estaba mi sombra.

Di de nuevo la espalda a la ciudad y subí la cuesta helada camino de la Residencia Oficial.

23
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Agujeros. Sanguijuelas. Torre

—No es ningún terremoto —dijo—. Es algo mucho peor.

—¿Qué, por ejemplo?

Ella respiró hondo, como si se dispusiera a decir algo, pero cambió inmediatamente de idea y sacudió la cabeza.

—No, ahora no tenemos tiempo. Avanza tan deprisa como puedas. Sólo así lograremos escapar. Quizá te duela la herida, pero peor sería morir, ¿no?

—Sí, supongo que sí —dije.

Todavía enlazados con la cuerda, echamos a correr con todas nuestras fuerzas por el interior del canal. La linterna grande que ella sostenía en la mano se balanceaba arriba y abajo al compás de la carrera, proyectando en las altas paredes que se erguían a ambos lados unos dibujos en zigzag similares a las líneas de un gráfico. El contenido de la mochila traqueteaba sobre mis espaldas: las latas de conserva, la cantimplora, la botella de whisky y todo lo demás. Habría querido quedarme sólo con lo necesario y arrojar el resto a un lado del camino, pero no podía detenerme. Ni siquiera disponía de tiempo para pensar en el dolor de la herida mientras corría como alma que lleva el diablo. Enlazado como estaba a la joven, no podía aminorar a mi antojo la velocidad. Sus jadeos y el entrechocar de objetos de la mochila resonaban a un ritmo regular entre las tinieblas largas y estrechas, pero pronto se les superpuso un sordo retumbar de la tierra de intensidad creciente.

Conforme avanzábamos, el rumor ganaba en potencia y claridad. Se debía a que nos precipitábamos en línea recta hacia el lugar de donde surgía el sonido y a que éste iba subiendo poco a poco de volumen. Ese rugido, que al principio parecía proceder del centro de la Tierra, pronto se convirtió en una especie de estertor emitido por una gigantesca garganta; parecía que el aliento expulsado por los pulmones se ahogara en esa garganta sin llegar a convertirse en voz. Y, acto seguido, como si persiguieran al jadeo, las rocas empezaron a producir un prolongado chirrido y el suelo temblaba a intervalos. Ignoraba de qué se trataba, pero algo siniestro avanzaba bajo nuestros pies y se disponía a engullirnos de un momento a otro.

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