El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (35 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—¿Y después de introducir viejos sueños en el interior de los cráneos, los alinean en las estanterías de la biblioteca? —le pregunté, todavía con los ojos cerrados—, Pero ¿por qué? ¿Por qué los cráneos?

El anciano no contestó. Sólo se oyó el crujido de las tablas de madera bajo sus pies. El crujido se fue alejando lentamente de la cama y se detuvo junto a la ventana. Después, el silencio se prolongó unos instantes más.

—Eso lo sabrás el día en que comprendas qué es un viejo sueño —dijo el anciano—. Por qué los viejos sueños están dentro de los cráneos. Yo no puedo decírtelo. Tú eres el lector de sueños. Tienes que encontrar la respuesta por ti mismo.

Tras enjugarme las lágrimas con la toalla, abrí los ojos. Junto a la ventana vislumbré, borrosa, la silueta del anciano.

—El invierno perfila todas las cosas —prosiguió—. Es así, lo queramos o no. La nieve seguirá cayendo, las bestias continuarán muriendo. Nadie puede detenerlo. Al mediodía verás una columna de humo gris alzándose de la hoguera donde incineran a las bestias. Durante el invierno, se repetirá un día tras otro. La blanca nieve y el humo gris.

21
EL DESPIADADO PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Brazaletes. Ben Johnson. Diablo

En el armario reinaba la misma oscuridad que la primera vez que entré en él, pero ahora que conocía la existencia de los tinieblos, las sombras me parecieron aún más compactas y gélidas que antes. Imposible encontrar una oscuridad más densa que aquélla. Antes de que las ciudades eliminaran por completo la oscuridad de la faz de la Tierra mediante farolas, luces de neón y escaparates, en el mundo debían de reinar tinieblas tan profundas como aquéllas, tanto que cortaban la respiración.

Ella bajó la escalera primero. Con el dispositivo para ahuyentar a los tinieblos en el fondo del bolsillo, una gran linterna colgada en bandolera y haciendo chirriar la suela de goma de sus botas, la joven descendió con presteza hacia lo más profundo de las sombras. Poco después, mezclada con el rugido de la corriente, oí su voz que me llamaba desde el fondo:

—¡Vale! Ya puedes bajar.

Vi una luz amarillenta que temblaba a lo lejos. El abismo era mucho más profundo de lo que recordaba. Me embutí la linterna en el bolsillo y empecé a bajar la escalera. Los peldaños seguían tan mojados como antes y, si no se prestaba atención, era muy fácil perder pie y caerse. Mientras bajaba me acordé de la pareja del Skyline y de la música de Duran Duran. Ellos no lo sabían. No sabían que yo estaba descendiendo hacia el fondo de las tinieblas con una herida en el abdomen y con una linterna y un cuchillo grande en el bolsillo. Ellos sólo pensaban en la cifra que marcaba el velocímetro, en sus expectativas de sexo, en los recuerdos y en las insípidas canciones pop que subían y bajaban en el ranking musical. Claro que yo no podía criticarlos. Lo único que pasaba era que ellos no lo sabían. Sólo eso.

Yo mismo, de ignorar la situación, me ahorraría todo aquello. Me imaginé al volante del Skyline, con aquella chica a mi lado, recorriendo la ciudad envueltos en la música de Duran Duran. La chica, cuando hacía el amor, ¿se quitaría aquel par de delgados brazaletes de plata de la muñeca? «¡Ojalá no!», me dije. Si, una vez desnuda, los conservaba, debía de parecer que los dos brazaletes de plata formaban parte de su cuerpo.

Pero, muy probablemente, se desprendería de ellos. Porque las chicas, cuando se duchan, acostumbran a quitárselo todo. Vamos, que tenía que hacer el amor con ella antes de que se duchara. ¿Y si le pidiese que no se quitara los brazaletes? No sabía cuál de las dos opciones escoger; en todo caso, debía intentar hacer el amor con ella con los brazaletes puestos. Era esencial.

Me imaginé haciendo el amor con ella con los brazaletes puestos. Como no lograba recordar su rostro, opté por bajar la intensidad de la luz de la habitación. Estábamos a oscuras y no distinguía sus facciones. Una vez que le hubiese quitado la fina y elegante ropa interior de color lila, blanco o azul celeste, los brazaletes se convertirían en su único atuendo. Y lanzarían blancos destellos bajo la luz tenue, y dejarían oír su agradable tintineo sobre las sábanas, y...

Absorto en estas fantasías, sentí cómo mi pene se endurecía bajo el impermeable. «¡Esto es el colmo!», me dije. ¿Por qué tenía una erección precisamente en ese momento, en un lugar como aquél? ¿Por qué no lo había conseguido en la cama, con la bibliotecaria —la chica de la dilatación gástrica—, y sí colgado de una escalera absurda? ¿Sólo por un par de brazaletes de plata? Y, para colmo, cuando el mundo estaba a punto de llegar a su fin.

Cuando mis pies se posaron sobre la plataforma rocosa, ella dirigió el haz de luz de la linterna hacia las sombras.

—¡Anda! Pues es verdad que los tinieblos merodean por aquí —dijo—. Se oye el ruido.

—¿El ruido? —repetí.

—Una especie de golpecitos. Como si unas branquias dieran contra el suelo. Es muy débil, pero se oye. Y, además, está el olor.

Agucé el oído, husmeé en el aire, pero no capté nada.

—Si no estás habituado, se te pasa por alto —dijo—. Pero cuando te habitúas, incluso llegas a distinguir sus voces. Bueno, más que voces, son ondas sonoras. Como las de los murciélagos, ¿sabes? Aunque, a diferencia de las de los murciélagos, una parte de esas ondas son audibles para el ser humano y, por lo tanto, no es imposible comunicarse con ellos.

—Pero, si dices que no hablan, ¿cómo han logrado los semióticos ponerse en contacto con ellos?

—Si se quiere, se pueden construir máquinas. Unos aparatos que conviertan sus ondas sonoras en palabras y las voces de los seres humanos en ondas sonoras. Tal vez los semióticos hayan construido una máquina así. Mi abuelo, de haberlo querido, hubiese podido construir una sin problemas. Pero ni siquiera lo intentó.

—¿Por qué?

—Porque no quería hablar con ellos. Los tinieblos son criaturas perversas y dicen maldades. Sólo comen carne descompuesta y basura putrefacta, y beben agua corrompida. Antiguamente, vivían debajo de los cementerios y se alimentaban de la carne pútrida de los cadáveres. Antes de que se empezara a incinerar a los muertos, claro.

—Entonces, ¿no se comen a los vivos?

—Cuando atrapan a una persona viva, la tienen metida muchos días en agua y se la van comiendo conforme se va descomponiendo.

—¡Lo que me faltaba por oír! —dije lanzando un suspiro—. Me están entrando ganas de volverme a casa.

No obstante, proseguimos nuestro camino río arriba. Ella me precedía. Al dirigir el haz de luz a su espalda, veía cómo sus pendientes de oro, del tamaño de un sello, relucían vivamente.

—Esos pendientes, ¿no son un poco pesados para llevarlos siempre puestos? —le dije, dirigiéndome a su espalda.

—Estoy acostumbrada —respondió—, ¿Y el pene? ¿Has sentido tú alguna vez que te pese el pene?

—La verdad es que no. Nunca.

—Pues es lo mismo.

Seguimos andando, sin añadir nada más. Ella parecía conocer muy bien el terreno y avanzaba a buen ritmo mientras barría los alrededores con la luz de la linterna. Yo la seguía a duras penas, dando un paso tras otro con precaución.

—Oye, cuando te duchas o te bañas, ¿te quitas los pendientes? —le pregunté para no quedarme atrás. Porque, cuando hablaba, ella aminoraba un poco la marcha.

—No —respondió—. Aunque esté desnuda, me los dejo puestos. ¿No crees que así es más sexy?

—Pues... —respondí, atolondrado , ahora que lo dices, quizá sí.

—Y el amor, ¿tú siempre lo haces por delante? ¿Frente a frente?

—Normalmente, sí.

—Pero también lo harás a veces por detrás, ¿no?

—A veces.

—Además de ésas, hay un montón de posiciones diferentes, ¿verdad? Desde abajo, sentados, en una silla...

—Es que hay diferentes tipos de personas, y también circunstancias diferentes.

—Yo de sexo no sé mucho, ¿sabes? —confesó—. No he visto nunca cómo se hace, y tampoco lo he hecho nunca. A mí nadie me ha enseñado nada sobre eso.

—Esas cosas no se enseñan, uno las descubre por sí mismo —dije—. Cuando tengas novio y te acuestes con él, irás aprendiendo muchas cosas de forma natural.

—Esa idea no me entusiasma, la verdad —dijo—. A mí me gustan las cosas, ¿cómo lo diría?..., más intensas. Que me lo hagan de una manera más intensa, aceptarlo de una manera más intensa. No ese «irás aprendiendo muchas cosas» o ese «de forma natural» de los que hablas.

—Mira, has vivido demasiado tiempo con una persona mucho mayor que tú. Un hombre genial, con una personalidad muy fuerte. Pero no todo el mundo es así. La mayoría de la gente son seres normales y corrientes que andan a tientas en la oscuridad. Como yo.

—Tú eres diferente. Contigo estaría muy bien. Ya te lo dije el otro día, ¿no?

En todo caso, decidí alejar de mi mente todas las imágenes sexuales. Mi pene seguía erecto y, entre aquellas negras sombras del subterráneo, la verdad es que estaba un poco fuera de lugar. Sobre todo porque era difícil caminar de aquella manera.

—O sea, que ese aparato emite unas ondas sonoras que los tinieblos detestan —dije para cambiar de tema.

—Sí. Mientras sigamos emitiéndolas, no se nos acercarán en un radio de quince metros. O sea, que tú no te alejes más de quince metros de mí. A no ser que quieras que te cojan, te lleven a su guarida, te cuelguen en un pozo y te vayan comiendo a medida que te vayas pudriendo. Juraría que tú empezarías a descomponerte por la herida de la barriga. Ellos tienen unos dientes y unas uñas muy afilados, ¿sabes? Igual que una hilera de taladros gruesos.

Al oírla, me pegué corriendo a su espalda.

—¿Todavía te duele la herida? —me preguntó.

—Gracias a los calmantes, el dolor es soportable. Al hacer movimientos bruscos, noto pinchazos, pero me duele menos que antes —respondí.

—Si logramos encontrar a mi abuelo, él hará que te desaparezca el dolor.

—¿Tu abuelo? ¿Y cómo?

—Es muy fácil. A mí me lo ha hecho varias veces, cuando me dolía mucho la cabeza. Envía unas señales a la mente para que ésta se olvide de sentir el dolor; en realidad, el dolor es un mensaje que envía el cuerpo. Pero es mejor no abusar de ese remedio. Aunque, en casos extremos, funciona.

—Pues se lo agradecería mucho.

—Eso si logramos encontrarlo, claro —dijo la chica.

Ella remontaba el curso de la corriente a paso seguro, balanceando la potente linterna de derecha a izquierda. Las paredes de ambos lados estaban llenas de una especie de hendiduras en la roca, y unos ramales, o cavernas siniestras, abrían sus bocas, unas junto a las otras. El agua rezumaba a través de las grietas rocosas formando pequeñas corrientes que desembocaban en el río. En los bordes del cauce principal crecía una tupida alfombra de musgo, viscosa y resbaladiza como el lodo. El musgo era de un color verde tan vivo que parecía artificial. Era incomprensible que un musgo de subsuelo, que no podía hacer la fotosíntesis, tuviera aquel color. Debía de tratarse de un fenómeno propio de las profundidades.

—Dime, ¿crees que los tinieblos saben que andamos por aquí?

—Por supuesto —contestó, impertérrita—. Este es su mundo. A ellos no se les escapa nada de lo que sucede en el subsuelo. Seguro que ahora mismo están a nuestro alrededor, acechándonos. Oigo desde hace rato una especie de siseo.

Dirigí el haz de luz de mi linterna hacia las paredes, pero lo único que vi fueron las rocas ásperas y deformes, y el musgo.

—Están escondidos en el fondo de las grutas o de los ramales, entre las sombras, allá donde no llega la luz —afirmó—. Además, sin duda tenemos a algunos a nuestras espaldas.

—¿Cuánto tiempo lleva el emisor encendido? —pregunté.

Tras consultar su reloj de pulsera, la joven dijo:

—Diez minutos. Diez minutos y veinte segundos. Dentro de cinco minutos llegaremos a la cascada. Tranquilo.

Exactamente cinco minutos después, llegamos a la cascada. El dispositivo de eliminación del sonido debía de funcionar todavía, porque el rugido de la cascada apenas se oía.

Nos calamos la capucha en la cabeza, nos apretamos fuertemente el cordón bajo la barbilla, nos pusimos las aparatosas gafas y atravesamos la cascada insonora.

—¡Qué raro! —se sorprendió la chica—. El dispositivo de eliminación del sonido funciona, lo que significa que el laboratorio no ha sido destruido. Y si lo hubiesen atacado los tinieblos, lo habrían arrasado. Odian el laboratorio con todas sus fuerzas.

El hecho de que la puerta del laboratorio estuviera cerrada con el código confirmó sus suposiciones. Si los tinieblos hubiesen entrado, seguro que no habrían cerrado al salir. Los asaltantes habían sido otros.

Invirtió bastante tiempo en marcar los números de la combinación de la cerradura. Finalmente, insertó la tarjeta electrónica y abrió la puerta. El laboratorio estaba a oscuras, hacía mucho frío, y un fuerte olor a café flotaba por la estancia. Cerró rápidamente la puerta y, tras comprobar que la puerta no podía abrirse desde fuera, le dio a un interruptor y encendió la luz de la habitación.

El laboratorio había sufrido una devastación tan completa como la del despacho de arriba o como mi propia casa. Habían dispersado los papeles por el suelo, volcado los muebles, roto la vajilla. Además, habían arrancado la moqueta del suelo y habían volcado la cantidad equivalente a un cubo de café por encima. ¿Por qué habría preparado el profesor tanto café? Era muy extraño. Por más que le gustara, era imposible que una persona sola pudiera beber tal cantidad.

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