Read El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas Online
Authors: Haruki Murakami
Tags: #Novela
La idea de que nos abalanzábamos directamente hacia el origen de aquel ronco jadeo me daba escalofríos, pero puesto que la joven había optado por tomar aquella dirección, a mí no me quedaba otra alternativa. Sólo podía avanzar tan deprisa como me era posible.
Por fortuna, el camino era liso como una pista de bolera, sin esquinas ni obstáculos de ninguna clase, así que podíamos correr y correr, libres de otras preocupaciones.
El jadeo empezó a oírse a intervalos cada vez más cortos. Parecía precipitarse hacia un punto fatídico mientras sacudía violentamente las tinieblas del subsuelo. De vez en cuando se le sumaba el sonido del roce de rocas gigantescas, impelidas unas contra otras por un poder colosal. Era como si todas las fuerzas constreñidas en las sombras se revolvieran, luchando desesperadamente para librarse de su yugo.
El sonido se dejó oír unos instantes y luego cesó de repente. Tras una pausa, un extraño silbido lo invadió todo, como si miles de ancianos inspiraran a la vez el aire a través de los resquicios de sus dientes. No se oía ningún otro ruido. Ni el retumbar de la tierra, ni el jadeo, ni el roce de las rocas, ni el crujido: todos habían cesado. Sólo el áspero silbido seguía resonando entre las negras tinieblas. «Fiu, fiu, fiu.» Sonaba como el cauto aliento regocijado de una bestia que estuviese agazapada esperando a que se aproximara su presa, o como si innumerables gusanos de las profundidades de la tierra, azuzados por algún presentimiento, dilataran y contrajeran como acordeones sus cuerpos siniestros. En todo caso, era un sonido espeluznante, lleno de violencia y maldad, que yo jamás había oído antes.
Lo más horripilante de aquel sonido era que, más que rechazarnos, parecía que nos invitara. Ellos sabían que nos estábamos aproximando y nos esperaban con el corazón vibrante de júbilo malévolo. Al pensar en eso, me asaltó un terror tan grande que me paralizó la columna vertebral. Sin duda, aquello no era un terremoto. Tal como ella había dicho, era algo mucho peor. Pero yo no tenía la menor idea de lo que podía ser. Hacía tiempo que aquello había excedido los límites de mi imaginación, que había alcanzado los confines de mi conciencia.
Era incapaz de figurarme cómo era aquello. Sólo podía agotar mis fuerzas físicas en esa carrera e ir sorteando, una tras otra, aquellas grietas sin fondo que se abrían entre mi imaginación y las circunstancias. Era mucho mejor esto que no hacer nada.
Me daba la sensación de que llevábamos mucho tiempo corriendo, pero no podía asegurarlo. Tan pronto tenía la impresión de que eran tres o cuatro minutos como que eran treinta o cuarenta. El pánico y la confusión que la situación conllevaba habían paralizado mi percepción del tiempo. Por más que corriese, no experimentaba cansancio alguno, el dolor de la herida lo había desterrado a un rincón de la conciencia. Sentía una extraña rigidez en los codos, pero ésta era mi única percepción física. Ni siquiera era consciente de que estaba corriendo. Las piernas proseguían su avance mecánicamente, golpeando el suelo. Corría y corría hacia delante como si una densa masa de aire me empujara desde atrás.
En aquel instante yo no lo sabía, pero creo que la rigidez de los codos tenía su origen en mis oídos. Al concentrar todos mis nervios en aquel espeluznante silbido, tensaba automáticamente los músculos de las orejas y la rigidez de los hombros se extendía a los brazos. Me di cuenta de ello cuando choqué violentamente contra el hombro de la joven, la derribé y rodé sobre ella hasta caer al suelo, a sus pies. Sus gritos de advertencia no llegaron a mis oídos. Creí oír algo, pero el circuito que unía los sonidos perceptibles por el oído con la facultad de dotarlos de un significado concreto estaba bloqueado, de modo que no entendí que aquello era una advertencia.
Lo primero que se me ocurrió en el instante en que mi cabeza chocó contra el duro suelo fue que había regulado mi percepción auditiva de manera inconsciente. Y me pregunté si aquello sería lo mismo que la eliminación del sonido. En una situación límite, la conciencia humana despliega múltiples capacidades. O quizá era que yo estaba evolucionando, poco a poco.
A continuación —aunque sería más exacto hablar de escenas cinematográficas encadenadas— sentí un dolor abrumador en ambos lados de la cabeza. Ante mis ojos las tinieblas se rasgaron en mil pedazos, el tiempo se detuvo, se apoderó de mí la impresión de que mi cuerpo estaba atrapado en una distorsión espacio-temporal. El dolor era tan violento que pensé que mi cráneo se había partido, agrietado, quizá hundido. O que tal vez había estallado y mi cerebro había salido volando por los aires. Yo debía de estar muerto, sólo mi conciencia se retorcía de dolor al revivir un recuerdo fragmentado en pequeños pedazos, como colas de lagartija.
Sin embargo, pasado aquel instante, comprendí que seguía con vida. Vivía y respiraba: por eso podía percibir aquel dolor tan espantoso. Noté cómo las lágrimas afloraban a mis ojos y me humedecían el rostro. Resbalaban por mis mejillas, caían hacia la dura plataforma rocosa, fluían hasta las comisuras de mis labios. Jamás había experimentado un dolor de cabeza tan inhumano.
Pensé que iba a desmayarme, pero algo me mantuvo unido al dolor y al mundo de las tinieblas. Era un impreciso fragmento de recuerdo que me decía que, en aquellos momentos, estaba realizando algo. Sí... Yo hacía algo. Corría, había tropezado y me había caído. Huía. No podía quedarme dormido allí. Era un jirón de recuerdo tan impreciso que daba lástima, pero me aferraba a él con todas mis fuerzas, con ambas manos.
Realmente, estaba aferrado a él. Pero poco después, conforme recuperaba la conciencia, caí en la cuenta de que no me aferraba a un simple fragmento de memoria. Me aferraba a una cuerda de nailon. Por un instante me vi convertido en una pesada prenda de ropa que ondeaba al viento. El viento, la gravedad y aun otras fuerzas pretendían derribarme, pero yo, pese a todo, me esforzaba en cumplir mi cometido como ropa tendida. ¿Cómo se me ocurría pensar algo así? Ni siquiera yo lo entendía. Quizá hubiera adquirido la costumbre de buscar analogías y dar formas concretas a las circunstancias en que me hallaba.
Acto seguido, percibí algo muy real: la mitad superior e inferior de mi cuerpo se encontraban en situaciones muy distintas. Para ser más exactos, la mitad inferior de mi cuerpo carecía casi por completo de sensibilidad. Sin embargo, percibía vívidamente las sensaciones de la mitad superior. La cabeza me dolía, mi mejilla y mis labios estaban aplastados contra el frío y duro suelo, mis manos se aferraban a la cuerda, mi estómago parecía haber ascendido hasta la garganta, mi pecho estaba prendido en un saliente. Hasta ahí lo percibía todo, pero no tenía la menor idea de qué había sucedido con la parte inferior de mi cuerpo.
Me dije que tal vez hubiese desaparecido. Que, debido al violento golpe, mi cuerpo tal vez se hubiese desgajado en dos por la zona de la herida y que la mitad inferior hubiese salido proyectada hacia alguna otra parte. Mis piernas —eso pensé—, las puntas de mis pies, mi vientre, mi pene, mis testículos, mi... No, pensándolo bien, aquello no era lógico. Aunque hubiese perdido toda mi mitad inferior, el dolor no tendría por qué acabar allí.
Me propuse analizar la situación con mayor frialdad. Mi parte inferior existía, sólo que, por las circunstancias en que me hallaba, no podía sentirla. Cerré los ojos con fuerza, dejé pasar los ramalazos de dolor que afluían, uno tras otro, como oleadas, y me concentré por entero en la mitad inferior de mi cuerpo. El esfuerzo por concentrarme en aquella parte, tan falta de sensibilidad que había llegado a cuestionar su existencia, era equivalente al que había realizado horas antes para lograr una erección en mi pene mientras éste se resistía a ello. Era como empujar el vacío.
Entonces me acordé de la chica del pelo largo y la dilatación gástrica que trabajaba en la biblioteca. Me pregunté por qué no habría conseguido una erección cuando me había acostado con ella. A partir de aquel momento, las cosas habían empezado a torcerse. Pero no podía quedarme pensando indefinidamente en ello. Usar el pene con eficacia no era el único objetivo de la vida humana. Al menos a esa conclusión había llegado muchos años atrás al leer
La cartuja de Parma,
de Stendhal. Ahuyenté de mi cabeza cualquier idea relacionada con la erección.
La mitad inferior de mi cuerpo parecía hallarse en una situación ambigua. Era como si estuviese suspendida en el aire y... Sí, eso era. La mitad inferior de mi cuerpo pendía del borde del suelo rocoso mientras que la mitad superior trataba de impedir, a duras penas, que me cayera al abismo. Por eso me agarraba con todas mis fuerzas a la cuerda.
Al abrir los ojos, me deslumbró una luz cegadora. Era la joven gorda, que dirigía hacia mí el haz de luz de su linterna.
Agarrándome con todas mis fuerzas a la cuerda, intenté aupar la parte inferior de mi cuerpo hasta el suelo rocoso.
—¡Rápido! —me gritó—. Si no nos damos prisa, no saldremos vivos de ésta.
Yo intentaba subir los pies a la superficie rocosa, pero no era fácil. Para empezar, no tenía ningún punto de apoyo. No me quedó más remedio que soltar la cuerda a la que me aferraba con ambas manos, clavar los codos en el suelo e intentar izar todo el cuerpo, como un peso muerto. Mi cuerpo pesaba un quintal, el suelo resbalaba como si estuviese cubierto de sangre. No sabía por qué estaba tan resbaladizo, pero no tenía tiempo de preocuparme por ello. La herida del vientre, al rozar contra la roca, me dolía como si me hubiesen vuelto a rajar con la navaja. Me sentía como si alguien me pisoteara salvajemente. Alguien que quisiera destrozarme, reducir a polvo mi cuerpo, mi conciencia y todo mi ser.
No obstante, estaba consiguiendo subir mi cuerpo, centímetro a centímetro. El cinturón alcanzó el borde del suelo, y en ese instante comprendí que la cuerda de nailon que llevaba anudada a la cintura estaba tirando de mí. Pero eso, en vez de ayudarme, intensificaba aún más el dolor de la herida y me desconcentraba.
—¡No tires de la cuerda! —grité en dirección a la luz—. ¡Ya subiré solo, deja de tirar!
—¿Podrás?
—Sí. Ya me las apaño solo.
Con la hebilla del cinturón prendida a la superficie rocosa, sacando fuerzas de flaqueza, subí una pierna y, finalmente, logré salir de aquel negro e inesperado pozo. Después de cerciorarme de que había logrado salir indemne del agujero, ella se acercó y me palpó el cuerpo con ambas manos para asegurarse de que estaba entero.
—Siento mucho no haber podido subirte tirando de la cuerda —dijo—. Tenía que agarrarme a esa roca de ahí con todas mis fuerzas para evitar que cayéramos los dos en el agujero.
—No importa. Pero ¿por qué no me has avisado de que había un agujero?
—No me ha dado tiempo. Por eso te he gritado: «¡Detente!».
—No te he oído.
—Sea como sea, tenemos que salir de aquí pitando —dijo la joven—. En esta zona hay muchos agujeros y tendremos que avanzar con mucho cuidado. Después, nos faltará poco para llegar. Pero si no nos apresuramos, nos chuparán la sangre, nos dormiremos y moriremos.
—¿Que nos chuparán la sangre?
Dirigió la linterna hacia el interior del agujero donde había estado a punto de precipitarme. La boca del pozo, un círculo tan perfecto que parecía trazado con compás, tenía alrededor de un metro de diámetro. Cuando barrió los alrededores con la luz de la linterna, vi que, en el suelo, se sucedían, en lo que alcanzaba la vista, una serie de agujeros del mismo tamaño. Recordaba un enorme panal.
Las paredes que flanqueaban el camino habían desaparecido y ante nuestros ojos se extendía una explanada rocosa llena de innumerables pozos. Se adivinaba un camino entre los agujeros. Era un pasaje peligroso, de un metro en el punto de mayor anchura, de unos treinta centímetros en el más angosto, practicable si caminábamos con precaución.
El problema era que algo parecía temblar y retorcerse en el suelo. Era una visión fascinante. Daba la sensación de que el suelo rocoso, que se suponía firme y duro, oscilaba y serpenteaba como las arenas movedizas. Al principio creí que el fuerte golpe que me había dado en la cabeza me había afectado al nervio óptico. De modo que me iluminé la mano con la linterna. Mi mano no oscilaba ni serpenteaba. Era mi mano de siempre. Es decir, que mi nervio óptico no había sufrido daño alguno. Era el suelo lo que se movía.
—Son sanguijuelas —explicó—. Una legión de sanguijuelas que han reptado fuera del agujero. Como nos entretengamos, nos chuparán toda la sangre y acabaremos como mudas de insecto vacías.
—¡Pues sí que estamos bien! —exclamé—. ¿Esto es aquello tan terrible de que hablabas?
—¡Qué va! Las sanguijuelas no son más que un preámbulo. Lo verdaderamente terrible viene después. ¡Date prisa!
Todavía enlazados con la cuerda, pisamos el suelo infestado de sanguijuelas. Noté que por mis piernas, hasta alcanzar la espalda, reptaba una viscosidad idéntica a la de las incontables sanguijuelas aplastadas bajo mis suelas de goma.
—¡Ten cuidado! Si caes en un agujero, estás muerto. Están llenos a rebosar de esos bichos —dijo.
Ella me agarró con fuerza del codo, yo me aferré a los bajos de su chaqueta. Era arduo el avance por aquel sendero rocoso, de escasos treinta centímetros de anchura, viscoso y resbaladizo. La fangosa textura de las sanguijuelas aplastadas se adhería a nuestras suelas formando una gruesa capa similar a la gelatina e impidiendo que pisáramos con firmeza. Ahora percibía con toda claridad cómo las sanguijuelas que, al caer, se me habían pegado a la ropa me chupaban la sangre de las orejas y de la nuca, pero no podía librarme de ellas. Asía la linterna con la mano izquierda y me aferraba a los bajos de la chaqueta de ella con la mano derecha, y no podía soltar ninguna de las dos cosas. Como caminaba enfocando el suelo con la linterna, me veía obligado, por más que me repugnara, a mantener la vista clavada en aquella legión de sanguijuelas. Había tantas que daba vértigo. Y un número infinito de sanguijuelas seguía surgiendo de los negros agujeros.
—Deben de ser los agujeros donde los antiguos tinieblos arrojaban a las víctimas de los sacrificios —aventuré.
—Exacto. ¡Qué listo eres! —dijo.
—Hasta ahí llego —dije.
—Creían que las sanguijuelas eran las mensajeras del pez del que antes te hablaba. En resumen, que eran sus subordinadas. Por eso les ofrecían sacrificios también a ellas. Víctimas frescas, carnosas y llenas de sangre. Por lo general, sacrificaban a seres humanos que capturaban en la superficie.