El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (39 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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A decir verdad, ni siquiera era capaz de distinguir entre un alcanforero y un laurel.

—A mí me encanta contemplar los árboles. Me gustaba antes y me sigue gustando ahora. Cuando tengo tiempo, me siento debajo de un árbol y me paso un montón de horas, sin pensar en nada, acariciándole el tronco, mirando las ramas. El árbol que había en el jardín del hospital era un alcanforero enorme, magnífico. Y yo me pasaba los días contemplando las ramas del alcanforero y el cielo desde la cama. Al final, me conocía todas las ramas de memoria. Como un amante de los ferrocarriles se aprende el nombre de todas las líneas y de las estaciones.

»Además, muchos pájaros se acercaban al árbol. Pájaros de diferentes clases: gorriones, alcaudones, estorninos... Y otros de hermosos colores cuyo nombre desconocía. A veces también acudían palomas. Los pájaros se posaban en las ramas, descansaban un rato, alzaban el vuelo y se iban vete a saber adónde. Los pájaros son muy sensibles a la lluvia, ¿sabes?

—No, no lo sabía.

—Cuando llueve o está a punto de llover, los pájaros no se acercan nunca a los árboles. Pero, en cuanto escampa, vuelven, piando con todas sus fuerzas, como si celebraran que ha cesado de llover. No sé por qué. Quizá sea porque, después de la lluvia, salen muchos bichos a la superficie de la tierra. O tal vez sea porque detestan la lluvia. Sea como sea, mirándolos, podía saber qué tiempo hacía. Cuando no había pájaros a la vista, seguro que llovía y, cuando regresaban, seguro que había dejado de llover.

—¿Estuviste ingresada mucho tiempo?

—Sí, alrededor de un mes. De pequeña, tenía un problema en una válvula del corazón y tuvieron que operarme. La operación era muy complicada y mi familia ya casi había perdido las esperanzas de que me salvase. Muy extraño, ¿no te parece? Al final, yo sobreviví y ahora gozo de buena salud, mientras que todos ellos están muertos.

Enmudeció y siguió andando. Yo caminé pensando en su corazón, en el alcanforero y en los pájaros.

—El día en que ellos murieron, los pájaros armaban mucha bulla. Aquella lluvia casi imperceptible estuvo cayendo y dejando de caer durante todo el día, y los pájaros, adecuándose al tiempo, se posaban y echaban a volar una y otra vez. Era un día muy frío, preludio del invierno, y la calefacción de mi habitación estaba encendida, de modo que los cristales de la ventana empañaban enseguida y yo tenía que enjugarlos con una toalla. Me levantaba de la cama, los desempañaba y volvía a meterme en la cama. En realidad, no me permitían levantarme, pero yo quería contemplar los árboles, los pájaros, el cielo y la lluvia. Llevaba ya tanto tiempo en el hospital que para mí todas estas cosas eran como la vida misma, ¿sabes? ¿Has estado ingresado alguna vez?

—No —dije. Tengo tan buena salud como un oso en primavera.

—Había unos pájaros que tenían las alas rojas y la cabeza negra. Comparados con ellos, los estorninos eran tan serios que parecían empleados de banco. Pero todos, en cuanto dejaba de llover, se posaban en las ramas de los árboles, piando.

»Y entonces me dije: "¡Qué extraño es este mundo!". Pensé que en la tierra crecían cientos de millones, miles de millones de alcanforeros (no era necesario que se tratase de alcanforeros, claro está), y sobre cada uno de estos árboles, todos los días, lucía el sol o caía la lluvia y cientos, miles de millones de pájaros distintos se posaban en sus ramas o alzaban el vuelo. Al imaginarme esta escena, me invadió una tristeza inmensa.

—¿Por qué?

—Quizá fuese porque el mundo estaba lleno de innumerables árboles, de innumerables pájaros y de innumerables días de lluvia. Y, a pesar de ello, yo sólo tenía un único alcanforero y un único día de lluvia. Y siempre sería así. Era posible que los años pasaran y que yo muriera teniendo sólo un alcanforero y un día de lluvia. Al pensarlo, me sentí terriblemente sola y lloré. Mientras lloraba, deseaba con todas mis fuerzas que alguien me abrazara. Pero allí no había nadie. Y yo, completamente sola, lloré largo tiempo tendida sobre la cama.

»Mientras tanto, fue anocheciendo y los pájaros desaparecieron. Yo ya no podía saber si llovía o no llovía. Aquel atardecer murió toda mi familia. Aunque a mí me lo dijeron mucho después.

—Debió de ser muy doloroso, ¿verdad?

—No lo recuerdo bien. Tengo la sensación de que fui incapaz de sentir nada. Lo único que recuerdo es que, en aquella tarde lluviosa de otoño, nadie me abrazó. Y eso, para mí, fue como el fin del mundo. ¿Sabes lo que se siente cuando todo es oscuro, amargo, triste, y necesitas desesperadamente que alguien te abrace, pero no tienes a nadie que lo haga?

—Creo que sí —dije.

—¿Has perdido alguna vez a alguien a quien querías?

—Varias veces.

—Entonces, ¿ahora estás completamente solo?

—No —le dije pasando los dedos por la cuerda de nailon—. En este mundo nadie está completamente solo. Todos estamos unidos de una forma u otra. Llueve, los pájaros cantan. Te rajan la tripa, una chica te besa en la oscuridad.

—Pero si no tienes amor, es como si el mundo no existiera —afirmó la chica gorda—. Sin amor, la vida es como el viento que pasa por el otro lado de la ventana. No puedes tocar la mano de otro, no puedes percibir su olor. Por más mujeres que compres con dinero, por más desconocidas con las que te acuestes, no tienes nada verdadero. A ti tampoco te apretará nadie con fuerza entre sus brazos.

—No creas que me acuesto todos los días con prostitutas o con desconocidas —protesté.

—Es lo mismo —dijo.

Pensé que tal vez tuviera razón. A mí nadie me apretaba con fuerza entre sus brazos. Tampoco yo abrazaba a nadie. Y así habían ido pasando los años. Y así seguiría envejeciendo en la soledad más absoluta, como un cohombro de mar pegado a una roca del fondo marino.

Absorto en estas cavilaciones, no me di cuenta de que ella se había detenido de repente y choqué contra su blanda espalda.

—Perdona —dije.

—¡Shhhh! —dijo agarrándome del brazo—. He oído algo. ¡Escucha!

Plantados sobre nuestros pies, inmóviles, prestamos atención a un eco que procedía del fondo de las tinieblas. Surgía de un punto que habíamos dejado muy atrás. Era débil, casi imperceptible. Un tenue retumbar de la tierra, el roce de dos imponentes masas de metal friccionando entre sí. Pero, fuera lo que fuese, el sonido proseguía sin tregua, aumentando poco a poco de volumen. Tenía un tacto frío y tenebroso, como un enorme insecto que fuera trepando lentamente por nuestras espaldas. Una reverberación muy sorda, apenas audible para el oído humano.

Incluso el aire que nos rodeaba empezó a temblar por efecto de las ondas sonoras. Un viento espeso y pesado se desplazaba alrededor de nosotros, de delante hacia atrás, como el lodo arrastrado por la corriente del río. El aire, hinchado de agua, era húmedo y frío. El presentimiento de que iba a ocurrir algo se adueñó de todo.

—¿Será un terremoto? —aventuré.

—No —dijo la joven gorda—. Es algo mucho más terrible que eso.

22
EL FIN DEL MUNDO
La humareda gris

Tal como había anunciado el anciano, la columna de humo se alzó a diario. La humareda gris se elevaba entre los manzanos y se desvanecía en el cielo plomizo. Al fijar la vista, uno era presa de la ilusión de que las nubes nacían en el manzanar. El humo empezaba a alzarse a las tres en punto de la tarde y se extinguía a una hora que variaba en función del número de bestias muertas. Tras las noches de frío intenso o de ventisca, aquella gruesa columna de humo, que recordaba un volcán, podía alzarse durante largas horas.

A mí me costaba entender que no tomasen medidas para salvar a las bestias.

—¿Por qué no les construyen un establo en alguna parte? —le pregunté al anciano durante una partida de ajedrez—, ¿Por qué no las protegen de la nieve, del viento y del frío? Bastaría con algo sencillo, un tejado y una cerca, y se salvarían muchas bestias.

—No serviría de nada —repuso el anciano sin apartar la mirada del tablero—. Aunque les construyeras un establo, las bestias no entrarían. Duermen en el suelo desde hace muchos años. Y seguirán durmiendo a la intemperie aunque eso conlleve su muerte. Envueltas por la nieve, el viento y el frío.

El coronel me cerró el paso colocando el prior delante del rey. A ambos lados, en la línea de fuego, había dos cuernos. Luego se quedó esperando mi ofensiva.

—Por lo que usted dice, es como si las bestias buscaran el dolor y la muerte.

—Es que, en cierto sentido, es así. Para ellas eso es lo natural: el frío y el sufrimiento. Incluso es posible que eso represente su salvación.

El anciano enmudeció y yo aproveché para deslizar mi mono al lado de su torre. Era una invitación a que la moviera. El coronel estuvo a punto de hacerlo, pero cambió de opinión y, al final, hizo retroceder una casilla al caballero y redujo su espacio defensivo hasta hacerlo parecer una almohadilla llena de alfileres.

—Cada día eres más ladino, ¿eh? —me dijo el coronel riendo.

—Sí, pero aún no puedo igualarle —repuse, riendo a mi vez—, ¿A qué salvación se refiere?

—A la salvación que pueden alcanzar a través de la muerte. Las bestias mueren, cierto, pero, al llegar la primavera, renacen. En forma de crías.

—Y esas crías crecerán y luego volverán a sufrir y a morir de idéntica forma. ¿Por qué tienen que padecer tanto?

—Porque éste es su destino —dijo el anciano—. Te toca a ti. Si no te comes mi prior, la partida es mía.

Tras nevar de forma intermitente durante tres días, el clima experimentó una transformación radical. Después de mucho tiempo, la luz del sol inundó las blancas calles heladas y la ciudad se llenó del crujido de la nieve al fundirse y del brillo cegador de los rayos del sol. Por doquier resonaba el ruido que las masas de nieve acumuladas en las ramas de los árboles hacían al caer al suelo. A fin de huir de la luz, yo corría las cortinas de la ventana y me encerraba en mi cuarto. Pero, por más que intentara ocultarme tras aquellas gruesas cortinas que cubrían la ventana por completo, no conseguía escapar a los rayos del sol. La ciudad helada hacía reverberar la luz en todos sus ángulos, como si fuera una enorme piedra preciosa tallada con gran precisión, y enviaba a mi cuarto rayos extrañamente directos que laceraban mis ojos.

Aquellas tardes, yo permanecía tumbado en la cama, boca abajo, con la cabeza sepultada en la almohada, escuchando el canto de los pájaros. Diferentes clases de pájaros que trinaban de diversas formas se acercaban a mi ventana y, después, pasaban a otra. Sabían muy bien que los ancianos que vivían en la Residencia Oficial les esparcían migas de pan en el alféizar. También se oían las voces de los ancianos que charlaban sentados en un rincón soleado. Sólo yo estaba excluido de la bendición de la cálida luz del sol.

Al anochecer, dejaba la cama, me lavaba con agua fría los ojos hinchados, me ponía las gafas oscuras, descendía la ladera de la colina, donde se acumulaba la nieve, y llegaba a la biblioteca. Sin embargo, los días en que los ojos me dolían, heridos por la cegadora luz del sol, no podía leer tantos sueños como de costumbre. Tras descifrar uno o dos, la luz que emitían los viejos sueños me producía en los globos oculares el mismo dolor que si me clavaran alfileres. Notaba cierta pesadez en una zona imprecisa situada detrás de los ojos, como si estuviera llena de arena, al tiempo que las yemas de mis dedos perdían su fina sensibilidad.

En esas ocasiones, ella me traía una toalla empapada en agua fría y me la aplicaba sobre los ojos, o me los masajeaba, o me calentaba una sopa ligera, o leche, y me la ofrecía. Tanto la sopa como la leche tenían una curiosa textura áspera, que resultaba rasposa a la lengua, y un gusto un poco fuerte, pero, día tras día, me fui habituando a ellos y, al final, acabé apreciando aquel sabor tan peculiar.

Cuando se lo dije, ella sonrió contenta.

—Eso significa que te vas acostumbrando a la ciudad. La comida de aquí es un poco distinta a la de otros lugares. Nosotros cocinamos con muy pocos ingredientes. Ni lo que parece carne es carne, ni lo que parecen huevos son huevos, ni lo que parece café es café. Todo está hecho de modo que lo parezca. Esta sopa sienta muy bien. ¿Verdad que te ha caldeado el cuerpo y que te duele un poco menos la cabeza?

—Pues sí.

En efecto, me había entonado y la pesadez de detrás de los ojos era mucho más llevadera que antes. Le di las gracias por la sopa, cerré los ojos y relajé mi cuerpo y mi mente.

—Ahora necesitas algo, ¿verdad? —me preguntó.

—¿Yo? ¿Algo que no seas tú?

—No sé, pero de repente he tenido esta sensación. Quizá haya algo que te ayude a abrir, siquiera un poco, tu corazón endurecido por el invierno.

—Lo que necesito es la luz del sol —dije. Me quité las gafas oscuras y, tras enjugar los cristales con un trapo, volví a ponérmelas—, Pero es imposible. Mis ojos no pueden soportarla.

—No, seguro que se trata de algo más pequeño, algo insignificante que relaje un poco tu corazón. Seguro que hay un modo de desanudarlo, como cuando yo te masajeo los ojos con los dedos. ¿No logras acordarte? ¿No recuerdas lo que hacías en el mundo donde vivías cuando se te endureció el corazón?

Tomándome mi tiempo, fui repasando, uno tras otro, los escasos y fragmentarios recuerdos que me quedaban, pero no logré descubrir nada de lo que me pedía.

—Imposible. No me acuerdo de nada. He perdido la mayor parte de la memoria que debería retener.

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