El fin del mundo cae en jueves (28 page)

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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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Y ya está. Abro la puerta, la cierro con llave y corro al salón para echarme al coleto su botella de vino. Ya puestos a estar curda, mejor que sea por algún motivo.

44

Casa Madre, residencia del Presidente de los Estados Únicos, 23 h

En la gran sala de baile giran unas cincuenta muchachas en doble ejemplar. El juego consiste en adivinar cuáles son hologramas y cuáles son reales. Los candidatos entran uno tras otro, sin haber tenido tiempo de divisar su presa, y disponen de treinta segundos para elegir adecuadamente. No tienen derecho a equivocarse: si abrazan el vacío, han perdido y regresan a su casa. Si cogen a una muchacha real, tienen derecho a consumirla en el primer piso. Y el servicio de prensa le dobla a ella su caché de bailarina. Brenda no tiene suerte; hasta ahora, el hijo del Presidente, los ministros y los periodistas invitados sólo han magreado su holograma.

Le toca a Olivier Nox entrar en la sala de baile. Se detiene ante la gigantesca foto de Boris Vigor, a quien está dedicada la velada. Al Boris que ganaba siempre, pero nunca consumía; desde la muerte de su hija, devolvía su ganancia a la comunidad. Su sucesor en el Ministerio de Energía se inclina ante el cartel cruzado por una franja negra, hace el signo de la Rueda, luego se lanza a la pista.

El vals fúnebre, los cuerpos de mujeres medio desnudas bajo los velos de seda y los juegos de luz me llevan del deseo a la náusea. Ahí estoy, invisible y mirón, fuera de alcance y prisionero, incapaz de mirar hacia otra parte, obligado a presenciarr con mórbida excitación lo que tanto temo ver.

Rodeando cuidadosamente una decena de danzarinas, Olivier Nox se dirige con su aspecto atractivo, sin pizca de vacilación, hacia una de las dos Brendas. ¿La virtual o la buena? Sus manos se cierran sobre la curva de sus caderas y la arrastra hacia la escalera, entre los aplausos del dueño de la casa.

Sujeto al trono por un cinturón de seguridad, flanqueado a la diestra por un soporte nutricional y a la izquierda por una bombona de oxígeno, Oswald Narkos III, Presidente vitalicio de los Estados Únicos, asiste solo al espectáculo. Chocheando desde hace tres años, babea entre su collarín y el tubo del respirador. No sale ya del palacio, pero asegura la perennidad del Estado.

—Está bien que descubras todas estas realidades, Thomas —dice Olivier Nox.

El joven de los ojos verdes ha ofrecido la muchacha al ministro de Seguridad, luego se ha plantado ante el gran espejo de la escalera de donde parte mi campo visual.

—Es tu primera noche alcoholizada, ¿no es cierto? Estoy orgulloso de ti. Da a tu sueño una especial calidad, una vibración que te permite escuchar cosas importantes. Cosas que van a establecerse entre nosotros, en las profundidades de tu inconsciente, vínculos definitivos. Esta vez estás listo, Thomas Drimm. Comienzo la última fase de tu iniciación.

Lanza un suspiro de satisfacción, apartándose de su reflejo para contemplarme mejor.

—Ha sido muy bueno conocerte en carne y hueso, hace un rato. No me has decepcionado. Estás a la altura de todas las esperanzas que deposité en ti desde tu nacimiento. ¿Sabes?, el Mal necesita al Bien para regenerarse, de lo contrario llega el declive, el desencanto, la rutina… Mira ese mundo podrido que nos rodea. Ha perdido todo su interés, es demasiado fácil de gobernar. Me aburre. Se acabó la oposición, la locura, la fe, la generosidad, se acabaron los sueños… Tú vas a enderezarnos todo eso, muchacho, ¿no es cierto?

Apoya su dedo en el espejo, dibuja el contorno de mi rostro en una caricia de vaho.

—Eres el Elegido. Mi Elegido. Thomas, necesitaba un adversario para fortalecerme. Como la energía de Cristo se reactiva ante la amenaza del Anticristo, el Diablo necesita un Antidiablo para estimular su poder. Privadas de las Fuerzas de la Luz, las Potencias de la Noche acaban extinguiéndose… Y sería una lástima.

Saca de su bolsillo un fular negro, bordado de verde, limpia el espejo como para mejorar mi visión.

—Tu destino será apasionante, ¿sabes? El gran dilema de tu vida nunca tendrá fin: debes combatirme, a riesgo de fortalecerme siempre, o, en otro caso, aliarte con el Mal para que el Bien triunfe.

Se recoge los largos cabellos en una coleta.

—Realmente me has tomado por un pardillo, con lo del chip de tu Fiso. Pero era un placer verte mentir tan bien. Un placer muy enriquecedor, para mí.

De pronto, sus rasgos se enturbian y su rostro se recompone alrededor de sus ojos verdes.

—También para mí —precisa la voz de Lily Noctis.

—Para ambos —prosigue la de Olivier Nox.

Incrédulo, miro al hermanastro y la hermanastra tomando, sucesivamente, el uno la apariencia de la otra.

—Hombre y mujer, Yin y Yang —dicen a coro, en un mismo cuerpo que cambia a ojos vista, que pasa en un instante de un sexo a otro—. Comprenderás más tarde que ése es el secreto del verdadero poder.

—De nuestro poder sobre ti, en todo caso —dice ella.

—Pero somos por completo dependientes de ese poder —afirma él.

—Necesitamos que nos ames y nos odies.

—Y seguiremos trabajando, con ese objetivo, tus sueños y tu realidad.

—Hasta muy pronto, pues, querido Thomas. Te queda un día para salvar el mundo.

MIÉRCOLES

¿SALVO EL MUNDO O LO DESTRUYO?

45

Caen chuzos de punta, y tengo ganas de colgarme. Me ha caído encima tanta tristeza, al despertar… Sin embargo, todo va bien. Todo me sonríe, como suele decirse. He tenido unos soberbios sueños eróticos con Lily Noctis y, al despertar, he encontrado en mi móvil dieciocho mensajes de Brenda pidiéndome valor, perdón, preguntándome si todo va bien, si he recuperado a mi padre, qué ha sido de Pictone, cómo puede ayudarnos, por qué no le respondo, de qué modo debe decirme que está loca de inquietud, cómo le toca las narices devanarse los sesos por un Tetom de apenas trece años y a qué viene hacerse el muerto cuando el ministro de Seguridad le ha asegurado, esta noche, que nos había liberado, a mi padre y a mí, y al regresar ella ha visto luz en mi ventana. Si eso es amor, está muy bien imitado. Y, bajo mi puerta, tenía una nota de mi madre.

Querido mío:

¡Tu padre ha regresado! Lo he encontrado delante de la puerta. Le han soltado, creo que ha regado en exceso el final de la pesadilla, es normal. No recuerda nada, pero me siento tan tranquilizada… Déjanos dormir un poco, si puedes, para recuperarnos de nuestras emociones. Y le daremos la sorpresa de tu metamorfosis: ¡no va a creerse lo de ese régimen milagroso!

Tu mamá que te quiere

Llego a la conclusión de que estaba trompa cuando regresó. No es grave. Además, si se reprocha haberle engañado, eso la hará humana. Son las siete de la mañana. Bajo de puntillas para enterarme de algo.

Sorprendido, descubro a mi padre en la habitación, atravesado en la cama, roncando como un bebé. Es ella la que se ha acostado en el sofá del salón, doblada en dos bajo la manta, ciñéndose con los brazos, llorando en una duermevela. Me contraría pero, por otra parte, me consuela ver que el amor también es complicado para los adultos.

Me pongo la cazadora y salgo discretamente a la calle. La basura ha pasado. Al menos, los cabrones de los otros suburbios que nos lanzan por la portezuela sus bolsas de desechos en un revoltijo, para evitar la tarea de la recogida selectiva.

Rodeo la basura diseminada por los neumáticos y voy a echar una ojeada al jardín del vecino. Bajo su paraguas, está exprimiendo una lechuga podrida en un embudo, para intentar poner en marcha el lamentable Trashette que compró para imitar a mi padre. Debió de decirse que le daría suerte, como parado de larga duración, circular en el mismo modelo que un profe de colegio. Le doy los buenos días y le pregunto, cortes-mente, si no ha visto un paquete-regalo. Señala con el dedo hacia atrás, del lado de la caseta del perro muerto que sirve de cubeta para el compost. Cruzo con autorización el huerto corroído por las lluvias ácidas, y voy a recuperar mi oso hecho pedazos, preparándome para una cascada de merecidas injurias.

La caja está vacía. Una ramita mojada en barro ha escrito en el cartón:

Estoy en casa de Brenda.

Con un suspiro, cruzo la calle y subo a llamar a la puerta de la ex mujer de mi vida. Abre de inmediato, en braguitas y un grueso jersey. Cierra los ojos con expresión de alivio, me estrecha contra sí, me aparta enseguida, me suelta un bofetón.

—¡Gracias por las noticias que me has dado! ¡Y gracias por lo que me he visto obligada a hacer, esta noche, para obtener tu liberación, que ya se había producido!

—Lo siento mucho.

—¡No eres el único!

Me lanza hacia el profesor Pictone, sujeto a un colgador puesto en el pomo de la ventana. Procuro aguantar la mirada de plástico. Pregunto:

—¿Todo bien?

Responde:

—Estoy secándome.

Brenda me indica con la misma frialdad que lo ha remendado.

En efecto, la pata y la oreja han recuperado, aproximadamente, su ángulo original. Al hombro derecho, en cambio, le falta algo de relleno. Pregunto a Brenda cómo ha entrado.

—Me ha llamado él.

—¿Llamado?

—Mi timbre queda demasiado alto. Y golpear una puerta con una pata de gomaespuma no podía despertar el barrio.

Repito, atónito:

—Te ha llamado… ¿y tú le has oído?

—Le he oído, sí —responde, crispada.

—Pero… ¡es la primera vez! ¿Cómo es posible?

El oso se adelanta a su respuesta:

—Se sentía inquieta por mí… ella.

La miro mientras saca de un armario un vestido de noche, un echarpe negro y un traje de Mog, doblándolo cuidadosamente en una maleta. En tono relajado, le pregunto adónde va.

—Vamos al congreso de Sudville —responde el oso—. Es inútil que nos acompañes: tienes otras cosas que hacer y tu presencia sería inútil. Un niño nos molestaría más que otra cosa.

Los miro alternativamente, sofocado. Ella cierra la maleta, se pone unos tejanos. ¿Pero qué les pasa? ¿Qué les he hecho yo? Una patada en un paquete-regalo y los mensajes de mi móvil, que olvidé consultar, de acuerdo, pero hay circunstancias atenuantes, ¿no? Sin duda me ocultan alguna cosa.

—Ahí está el coche —dice Pictone echando una mirada a la calle, por encima del colgador.

Brenda lo descuelga y le da una pasada de secador, me agradece el único aspecto positivo de nuestra relación: la gratuidad de los taxis. Levanto la voz por encima del ruido del aparato, exigiendo saber qué ocurre. Ella me indica que vaya a ver el cuadro que hay en el caballete. Voy, y me pasmo ante el gran roble que pintó, la noche del lunes al martes, con Iris Vigor cayendo de la rama más alta. La niña ha desaparecido, como devorada por los pigmentos de color. En su lugar, ya sólo hay diez centímetros cuadrados de tela de yute grapada a una tabla del bastidor.

Me vuelvo, pregunto a Brenda si ha hecho algún movimiento en falso. Del tipo del cubilete de ácido que se vierte cuando el pie de uno tropieza en la alfombra.

—Ha ocurrido sin más, Thomas —responde apagando el secador—. ¡Sin más! Es una llamada de socorro.

—Lo confirmo —dice el oso metiéndose en la bolsa-canguro, que Brenda se echa de inmediato a la espalda—. La pequeña no tiene otro modo de manifestarse que destruir su imagen.

—Juré a su padre que no la abandonaría —recuerda Bren-da empuñando la maleta.

—Nos quedan veinticuatro horas de congreso para convencer a mis colegas físicos de que destruyan el Escudo.

—Y tengo los argumentos necesarios —dice Brenda en el umbral, volviéndose hacia mí.

Con un nudo en la garganta, pregunto:

—¿Cuáles?

—No te gustarían. Cierra la puerta cuando salgas.

Quedo inmóvil un instante, en el eco de sus tacones sobre los peldaños. Comprendo lo que siente. No es una cólera de compañera a quien no se ha dado noticias: es una reacción de mujer celosa. Pictone ha debido de comerle el coco con lo de Lily Noctis. Pero ¿por qué? ¿Para expulsarme, para quedarse a solas con ella? Tras haberme puesto en guardia, sucesivamente, contra Brenda y contra Lily, diríase que ahora desconfía de mí.

Cuando llego a la acera, el taxi ya está volviendo la esquina. Debería estar hecho polvo, furioso, pero ni siquiera. A fin de cuentas, no es cosa mía, no es de mi edad y está condenado al fracaso. No sé qué es más desagradable en lo que siento, si la decepción, el rencor o el alivio. ¡Pero qué lástima, a fin de cuentas! Todos esos esfuerzos, esos peligros, esas mentiras, esa excitación para nada… Ya sólo soy un adolescente ordinario bajo la lluvia, con unos sueños que se largan y la realidad que se queda.

Un escozor en el antebrazo me obliga a arremangarme. El número de teléfono arañado en mi piel por Lily Noctis es visible aún. Tengo, incluso, la impresión de que se ha avivado. Bajo de nuevo mi manga. Dejémonos de ilusiones, ¿de acuerdo? Si ya me duele que me haya dejado una top model prejubilada, que se alquila para orgías, ¿qué iba a pasar con una ministra?

Regreso a casa con la cabeza gacha. Mis padres están en la cocina. Desayuno de perfil. Siento entre ellos una verdadera tensión, pero no la misma que de costumbre.

—¿No notas nada? —pregunta ella en tono áspero, apartando su taza.

—¿Qué debo notar?

—¡Pero bueno, Robert! ¿Es que no ves que tu hijo ya no es obeso?

Fríamente, él responde:

—Nunca le vi obeso.

Y se vuelve hacia mí, me abre un brazo. Me estrecho contra él.

—¿Te hizo adelgazar la preocupación por mí, muchacho? Lo siento mucho. Vamos —añade tendiéndome su rebanada untada de mantequilla—. Recupera fuerzas.

—¿Lo haces adrede, o qué? —suelta mi madre.

Sale dando un portazo. Sostengo la fatigada mirada de mi padre. Estoy mejor. En el fondo, no está mal recuperar los puntos de orientación.

—Papá… tengo que hacerte una confidencia.

Ya no puedo ocultar mi secreto al ser humano del que me siento más cercano; un secreto que le han hecho pagar caro. Aparta los ojos.

—También yo, Thomas, he de hacerte una confidencia… He decidido dejar de beber. Será duro para tu madre y para ti, lo sé, pero no quiero ya haceros vivir esas pruebas.

—¿Qué pruebas?

—Nada, nada… ¡Todo! Mi desaparición, esos dos días de los que no tengo recuerdo alguno… —¡Eso no es el alcohol, papá! Su mano cae sobre la mesa.

—¡Deja ya de ser mi cómplice, Thomas! ¡Deja de cerrar los ojos ante lo que me he convertido! ¡Ayúdame a cambiar, mierda!

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