Read El fin de la infancia Online
Authors: Arthur C. Clarke
Pero la mayor parte del tiempo, con esa tranquila resignación que comúnmente sólo se conoce al fin de una vida larga y activa, Jan se sentaba ante el teclado y poblaba el aire con el amado Bach. Quizá se estaba engañando a sí mismo, quizá era alguna misericordiosa trampa que le tendía la mente, pero le parecía ahora que esto era lo que siempre había deseado. La más secreta de las ambiciones se había atrevido al fin a salir a la luz.
Jan siempre había sido un buen pianista... y ahora era el mejor del mundo.
Fue Rashaverak quien trajo a Jan las noticias. Jan ya las había sospechado. Al comenzar la madrugada se había despertado en medio de una pesadilla y no había vuelto a dormirse. No podía recordar el sueño, lo que era muy raro, pues Jan creía que era posible acordarse de todos los sueños, por lo menos enseguida de despertar. Sólo recordaba que había vuelto a ser niño y que se encontraba en una vasta y desierta llanura, escuchando una voz potente que lo llamaba en un lenguaje desconocido.
El sueño lo había perturbado; se preguntó si no sería la primera embestida de la soledad. Salió impaciente de la villa y fue hacia los prados solitarios.
Una luna llena bañaba el campo con una luz dorada tan brillante que Jan podía ver sin dificultad. El inmenso y resplandeciente cilindro de la nave de Karellen descansaba entre los edificios de la base, alzándose por encima de ellos y reduciéndolos a proporciones humanas. Jan miró la nave tratando de recordar las emociones que le había despertado alguna vez. Tiempo atrás, esta nave le había parecido una meta inaccesible, un símbolo de lo que nunca llegaría a realizar. Y ahora no significaba nada.
¡Qué silenciosa y tranquila parecía! Los superseñores, naturalmente, estarían tan ocupados como de costumbre, pero por el momento no se advertía su presencia. Era como si Jan estuviese solo... Y lo estaba de veras, y en un sentido muy real. Alzó los ojos hacia la luna buscando algo conocido y amable.
Allá estaban los viejos y bien recordados mares. Había estado en el espacio, a cuarenta años luz de la Tierra, y nunca había pisado esas silenciosas y polvorientas llanuras situadas a menos de dos segundos luz. Durante un momento se entretuvo tratando de localizar el cráter Tycho. Cuando llegó a descubrirlo le asombró ver que aquella mancha brillante se encontraba lejos del centro de la Luna. Y notó entonces que faltaba el óvalo oscuro del Mare Crisium.
La cara que el satélite volvía ahora hacia la Tierra no era la que había mirado al mundo desde los comienzos de la vida. La Luna había comenzado a girar sobre su eje.
Eso sólo podía significar una cosa. En el otro extremo de la Tierra, en los campos a los que habían despojado tan rápidamente de toda vida, ellos estaban saliendo del trance. Así como un niño al despertar estira sus brazos para saludar el nuevo día, así ellos estaban también flexionando músculos y ensayando poderes recientemente descubiertos.
—Su suposición es correcta —dijo Rashaverak—. Es peligroso que sigamos aquí. Pueden ignorarnos un tiempo, pero no queremos arriesgarnos. Saldremos tan pronto como terminemos de cargar nuestro equipo, probablemente dentro de dos o tres horas.
Rashaverak miró el cielo como si temiese la aparición de un nuevo milagro. Pero todo estaba tranquilo. La luna se había puesto, y sólo unas pocas nubes rodaban impulsadas por el viento del oeste.
—No importa tanto si se meten sólo con la Luna —añadió Rashaverak—, pero suponga que comiencen a interferir con el Sol. Dejaremos unos instrumentos aquí, naturalmente; así podremos saber qué ocurre.
—Yo me quedaré —dijo Jan de pronto—. He visto bastante del universo. Ahora sólo me interesa una cosa: el destino de mi propio planeta.
El suelo se estremeció suavemente.
—Estaba esperando esto —continuó Jan—. Si alteran la rotación de la Luna el momentum angular cambiará de algún modo. La velocidad de la Tierra está disminuyendo. No sé qué me asombra más: si cómo lo hacen o por qué.
—Están todavía jugando —dijo Rashaverak—. ¿Qué lógica hay en la conducta de un niño? Y en cierto modo la entidad en que se ha convertido la raza humana es todavía un niño. No está preparada aún para unirse con la supermente. Pero lo estará muy pronto, y usted será entonces el único dueño de la Tierra...
Rashaverak no completó su frase, y Jan la terminó en su lugar.
—...si la Tierra, claro, existe todavía.
—¿Se da cuenta del peligro, y sin embargo quiere quedarse?
—Sí. Llevo en la Tierra cinco —¿o son seis?— años. Cualquier cosa que ocurra, no me quejaré.
—Hemos estado esperando —dijo Rashaverak con lentitud— que deseara quedarse. Hay algo que puede hacer por nosotros.
El resplandor del navío interestelar se apagó y murió, más allá de la órbita de Marte. Sólo él, pensó Jan, entre todos los billones de seres humanos que vivieron y murieron en la Tierra, había recorrido ese camino. Y ningún otro lo recorrería de nuevo.
El mundo era suyo. Todo lo que necesitaba, todos los bienes materiales que uno puede desear, estaban allí a su alcance. Pero Jan no tenía ningún interés. No temía la soledad del planeta desierto, ni la presencia del ser que estaba pasando aquí sus últimos instantes antes de ir en busca de su desconocido patrimonio. No creía que él o sus problemas sobreviviesen a la inconcebible conmoción que produciría esa partida.
Estaba bien así. Había hecho todo lo que había deseado hacer, y arrastrar una vida sin objeto en este mundo vacío hubiese sido un inconcebible anticlímax. Podía haberse ido con los superseñores, ¿pero para qué? Pues sabía, como ningún otro lo había sabido, que Karellen había dicho la verdad al afirmar que las estrellas no eran para el hombre.
Se volvió dejando la noche a sus espaldas y caminó a través de la vasta entrada de la base. El tamaño no lo afectaba; la inmensidad ya no tenía ningún poder sobre su mente. Las luces rojas estaban encendidas, alimentadas por energías que podrían no agotarse durante siglos. A cada lado, abandonadas por los superseñores, se alzaban las máquinas cuyos secretos Jan nunca comprendería. Pasó de largo y subió torpemente la escalinata que llevaba al cuarto de control.
El espíritu de los superseñores seguía allí: las máquinas estaban todavía vivas, ejecutando las tareas de unos amos ahora distantes. ¿Qué podría añadir él, se preguntó Jan, a la información que las máquinas lanzaban al espacio?
Se subió a la silla enorme y se instaló tan cómodamente como pudo. El micrófono, ya preparado, estaba esperándolo. Algo que era el equivalente de una cámara de televisión debía de estar observando la Tierra, pero Jan no pudo localizarla.
Más allá de los tableros y sus incomprensibles instrumentos, los grandes ventanales se abrían a la noche estrellada, mirando a un valle dormido bajo una luna convexa y a una distante cadena montañosa. Un río se retorcía a lo largo del valle, brillando aquí y allí, cuando la luz de la luna caía sobre las aguas revueltas. Todo parecía tan pacífico. Así podía haber sido el mundo al aparecer el hombre, como era ahora al llegar el fin.
Allá a quién sabe cuántos millones de kilómetros, Karellen esperaba. Era extraño pensar que la nave de los superseñores se alejaba de la Tierra casi con la rapidez con que la seguían las señales que él, Jan, enviaba. Casi... pero no la misma. Sería una larga persecución, pero esas palabras alcanzarían al supervisor y pagarían así aquella deuda.
¿Cuánto de todo esto, se preguntó Jan, había sido planeado por Karellen y cuánto era una obra maestra de improvisación? ¿Lo había dejado el supervisor entrar en el espacio hacía casi un siglo, para que pudiese representar este papel? No, era increíble. Pero Jan tenia la certeza de que Karellen estaba envuelto en un complot muy vasto y complicado. Aún mientras servía a la supermente seguía estudiándola con todos los instrumentos que tenía a su alcance. Jan sospechaba que no era sólo curiosidad científica lo que inspiraba al supervisor: quizá los superseñores tenían la esperanza de escapar un día a esos lazos singulares, cuando hubiesen aprendido bastante de los poderes que estaban sirviendo.
Era difícil creer que Jan pudiese añadir algo a ese conocimiento.
—Cuéntenos lo que vea —había dicho Rashaverak—. Las figuras que lleguen a sus ojos serán duplicadas por nuestras cámaras. Pero el mensaje que entre en su cerebro quizá sea muy diferente, y puede servirnos de mucho.
Bueno, trataría de hacerlo lo mejor posible.
—Nada que informar aún —comenzó—. Hace unos minutos vi la estela de la nave interestelar que desaparecía en el cielo. Hay casi luna llena y la mitad de la cara familiar del satélite ha comenzado a desaparecer. Pero supongo que ya saben esto.
Jan se detuvo, sintiéndose ligeramente tonto. Había algo incongruente, hasta casi absurdo, en lo que hacía. La historia había llegado a su clímax y aquí estaba él, como si fuese un comentarista de radio ante una carrera o ante un cuadrilátero de boxeo. Se encogió de hombros y dejó de lado esa idea. En todos los momentos de grandeza, sospechaba, lo sublime no está muy separado de lo ridículo, y por otra parte sólo él podía notarlo ahora.
—Ha habido tres ligeros terremotos en la última hora —continuó—. Controlan la rotación de la Tierra de un modo maravilloso, pero no perfecto... Sabe usted, Karellen, me parece muy difícil que pueda decirles algo que usted no sepa ya por sus instrumentos. Quizá habría sido mejor que me hubiesen dicho qué pasaría según ustedes y cuánto tiempo tendría yo que esperar. Si no ocurre nada, volveré a informar dentro de seis horas...
»¡Hola! Parece que hubiesen esperado a que ustedes se fueran. Algo ha comenzado. Las estrellas se han oscurecido. Como si una nube estuviese subiendo, muy rápidamente, hacia el cielo. Pero no es realmente una nube. Tiene aparentemente alguna estructura, puedo vislumbrar una borrosa red de líneas y franjas que cambian continuamente de posición. Es casi como si las estrellas estuviesen envueltas en una fantasmal tela de araña.
»La red está comenzando a brillar, encendiéndose y apagándose, como si estuviese viva. Y supongo que está realmente viva. ¿O se trata de algo que está tan lejos de la vida como de la materia?
»El resplandor parece moverse hacia una parte del cielo. Esperen mientras voy a la otra ventana.
»Si, debí de suponerlo. Es una gran columna ardiente, como un árbol de fuego, sobre el horizonte oriental. Está muy lejos; se alza desde el otro lado del mundo. Ya sé de dónde surge; están al fin en camino, para convertirse en parte de la supermente. El tiempo de prueba ha terminado: están dejando atrás los últimos restos de materia.
»A medida que los fuegos suben desde la tierra puedo ver que la red se hace más firme y menos borrosa. En algunos lugares parece casi sólida, sin embargo todavía puede verse el débil brillo de las estrellas.
»Acabo de darme cuenta. No es exactamente igual, pero aquello que vi surgir en el mundo de ustedes, Karellen, era algo parecido. ¿Una parte de la supermente? Supongo que me ocultaron la verdad, para que yo no tuviera ideas preconcebidas, para que fuese un observador objetivo. Desearía saber qué están mostrándoles a ustedes las cámaras para compararlo con lo que creo estar viendo.
»¿Es así como se le aparece a usted, Karellen, con estos colores y formas? Recuerdo las pantallas de su cuarto de navegación, y aquellas figuras que hablaban para ustedes algo así como un lenguaje visual.
»Ahora se parece a las cortinas de una aurora polar. Las cortinas bailan y se agitan contra los astros. Pero cómo es eso exactamente, estoy seguro: una tormenta eléctrica. El paisaje se ha iluminado... hay más luz que de día... rojos y dorados y verdes se persiguen unos a otros a través del cielo. Oh, no puedo describirlo, no está bien que sólo yo lo vea. Nunca imaginé colores semejantes.
»La tormenta cesa ya, pero esa red borrascosa está todavía ahí. Creo que la aurora era sólo un subproducto de esas energías, cualesquiera que sean, liberadas en las fronteras del espacio...
»Un minuto. He notado algo más. Mi peso está disminuyendo. ¿Qué significa esto? He dejado caer un lápiz... cae lentamente. Algo ocurre con la gravedad. Se está levantando un viento enorme. Puedo ver los árboles del valle, cómo inclinan sus cabezas.
»Naturalmente, la atmósfera escapa. Ramitas y piedras están subiendo hacia el cielo, casi como si la Tierra tratara también de salir al espacio. Una inmensa nube de polvo se levanta con el viento. Es difícil ver... Quizá aclare dentro de poco y pueda descubrir qué ocurre.
»Sí, ahora está mejor. Todo lo que se puede mover ha sido arrastrado fuera de la Tierra; las nubes de polvo se han desvanecido. Me pregunto cuánto aguantará esta casa. Y cuesta respirar ahora, tendré que hablar más despacio.
»Veo claro otra vez. La columna ardiente está todavía ahí, pero se está constriñendo, estrechando. Parece el embudo de un tornado, a punto de perderse en las nubes. Y... oh, es difícil de describir, pero me he sentido inundado por una enorme ola de emoción. No fue alegría ni pena; fue como si algo se realizase de pronto. ¿Lo he imaginado? ¿O me vino desde fuera? No lo sé.
»Y ahora —y esto no puede ser sólo imaginación— el mundo parece vacío. Totalmente vacío. De pronto enmudeció como una radio. Y el cielo ha vuelto a aclararse. ¿Cuál será el próximo mundo, Karellen? ¿Y estarán ustedes allí otra vez?
»Es raro. Todo a mi alrededor parece igual. No sé por qué, pero creí...
Jan se detuvo. Durante un momento le faltaron las palabras; luego cerró los ojos para recuperar el dominio de sí mismo. Ya no era momento de sentir pánico o miedo. Tenía que cumplir un deber... un deber para con el hombre, y para con Karellen.
Lentamente al principio, como alguien que despierta de un sueño, Jan comenzó a hablar.
—Los edificios de alrededor, el terreno, las montañas... todo es como vidrio. Puedo ver a través de las cosas. La Tierra se está disolviendo. Pierdo todo mi peso. Tenían razón. Los juegos terminaron.
—Sólo quedan unos pocos instantes. Allá van las montañas, como mechones de humo. Adiós, Karellen, Rashaverak. Lo siento por ustedes. Aunque no puedo entenderlo he visto en qué se ha convertido mi raza. Todo lo que hemos logrado se ha ido a las estrellas. Quizá esto es lo que trataban de decir las antiguas religiones. Pero todas estaban equivocadas; creían que la humanidad era algo tan importante; sin embargo nosotros somos sólo una raza en... ¿Saben ustedes en cuántas? Y nos hemos convertido en algo que ustedes nunca podrán ser.