Read El fin de la infancia Online
Authors: Arthur C. Clarke
Los superseñores habían solucionado el problema de la fatiga en los museos. No había necesidad de caminar.
Habrían viajado así varios kilómetros, cuando el guía de Jan lo tomó nuevamente entre sus brazos y con un impulso de sus grandes alas lo arrebató a esa fuerza que estaba arrastrándolos. Ante ellos se extendía un vasto vestíbulo semivacío, bañado por una luz familiar que Jan no había visto desde su salida de la Tierra. Era muy débil, de modo que no podía lastimar los sensibles ojos de los superseñores, pero era, sin duda alguna, la luz del sol terrestre. Jan nunca hubiese creído que algo tan simple y común hubiera podido despertar en él tanta nostalgia.
Así que éste era el pabellón de la Tierra. Caminaron unos pocos metros, pasaron ante un hermoso modelo de París, ante los tesoros artísticos de doce siglos incongruentemente agrupados, ante modernas máquinas calculadoras y hachas paleolíticas, ante receptores de televisión y la turbina de vapor de Hero de Alejandría. Una gran puerta se abrió ante ellos. Se encontraban en la oficina del conservador del museo de la Tierra.
¿Estaría viendo, este superseñor, por primera vez a un ser humano? se preguntó Jan. ¿Habría estado alguna vez en la Tierra, o sería ese planeta uno de los tantos que estaban a su cargo y de cuya posición no estaba quizá seguro? Por lo menos no hablaba ni entendía inglés y Vindarten tuvo que servir de intérprete.
Jan se pasó allí varias horas hablando ante un aparato grabador mientras los superseñores le presentaban varios objetos terrestres. Muchos de ellos, descubrió avergonzado, le eran totalmente desconocidos. Su ignorancia acerca de su propia raza y sus obras era enorme. Se preguntó si los superseñores, con todas sus extraordinarias dotes mentales, serían realmente capaces de aprehender todo el conjunto de la cultura humana.
Vindarten lo sacó del museo por una ruta distinta. Una vez más flotaron sin esfuerzo a través de grandes corredores abovedados, pero en esta ocasión pasaban ante las obras de la Naturaleza, no ante productos del esfuerzo consciente. Sullivan, pensó Jan, hubiese dado su vida por estar aquí, por ver las maravillas creadas por la evolución en un centenar de mundos. Pero Sullivan, recordó, probablemente ya estaba muerto...
De pronto, se encontraron en una galería, en lo alto de una cámara circular de unos cien metros de diámetro. No había, como de costumbre, parapeto protector, y durante un momento Jan dudó en acercarse al borde. Pero Vindarten estaba de pie en la misma orilla, mirando serenamente hacia abajo, y Jan se le acercó prudentemente.
El piso estaba a unos veinte metros, demasiado, demasiado cerca. Jan comprendió, después, que su guía no había intentado sorprenderlo, y que no había esperado, de ningún modo, esa reacción. Pues Jan había lanzado un grito terrible, alejándose de un salto del borde de la galería, en un esfuerzo involuntario por ocultar lo que había allá abajo. Sólo cuando los apagados ecos de su alarido se perdieron en la densa atmósfera, se atrevió Jan a adelantarse otra vez.
No tenía vida, por supuesto; no estaba, como había creído en el primer momento de terror, mirándolo fijamente. Llenaba casi todo el gran espacio circular, y la luz rojiza brillaba y temblaba en sus abismos cristalinos.
Era un ojo solitario y gigantesco.
—¿Por qué hizo ese ruido? —preguntó Vindarten.
—Me asusté —respondió Jan humildemente.
—¿Pero por qué? No pensará que aquí puede haber algún peligro.
Jan se preguntó si podría explicarle lo que era una acción refleja, pero decidió no intentarlo.
—Todo lo inesperado es terrible. Mientras no se lo analiza se puede siempre presumir lo peor.
El corazón le latía aún con violencia mientras miraba una vez más aquel ojo monstruoso. Era indudable, tenía que ser un modelo, enormemente ampliado, como los microbios y los insectos que solían verse en los museos de la Tierra. Sin embargo, mientras se lo preguntaba a Vindarten, Jan supo, con enfermiza certeza, que el ojo era de tamaño natural.
Vindarten no pudo decirle mucho; ésta no era su especialidad y nunca había sido particularmente curioso. De su descripción Jan sacó en claro la imagen de una bestia ciclópea que vivía en los asteroides de un sol distante, con un crecimiento limitado por la gravedad y que dependía para su alimentación existencia del alcance y el poder de su ojo único.
No parecía haber nada que, bajo ciertas condiciones, la Naturaleza no pudiese llevar a cabo, y Jan sintió una alegría irracional al descubrir algo que los superseñores no se atrevían a hacer. Habían traído de la Tierra una ballena de tamaño natural, pero no habían querido completar esto.
Y en una ocasión Jan subió, subió sin descanso, hasta que las paredes del ascensor se hicieron más y más opalescentes y adquirieron la transparencia del cristal. Se encontraba ahora, parecía, sostenido en el aire, entre las más elevadas cimas de la ciudad, sin que nada lo protegiese del abismo. Pero no sentía más vértigo que si estuviese en un aeroplano, pues no había ninguna sensación de contacto con el suelo distante.
Estaba entre las nubes, compartiendo el cielo con unas pocas agujas de metal o de piedra. Allá abajo, perezosamente, la capa de nubes fluía como un mar rojizo. En el cielo se veían dos pálidas lunitas, no lejos del sol oscuro. Cerca del centro de ese hinchado disco rojo había una sombra pequeña, perfectamente redonda. Podía ser una mancha solar, u otra luna en tránsito.
Jan recorrió lentamente con los ojos la línea del horizonte. El manto de nubes se extendía casi hasta los bordes del enorme planeta, pero en un sitio, a una insospechada distancia, se alzaba una sombra moteada que podía ser las torres de una ciudad. Jan la miró durante un rato y luego continuó su examen.
Había dado casi media vuelta cuando vio la montaña. No estaba en el horizonte, sino más allá. Era un único pico de borde dentado que asomaba en la orilla del mundo, con las laderas escondidas como el cuerpo de un témpano de hielo bajo la línea del agua. Trató de calcular su tamaño, pero era imposible. Aun en un planeta de tan escasa gravedad, parecía increíble que pudiese haber una montaña semejante. ¿Jugarían los superseñores, se preguntó, en sus laderas, y se moverían como águilas alrededor de las inmensas estribaciones?
Y entonces, despacio, la montaña comenzó a cambiar. Cuando la había visto por primera vez, era de un oscuro color rojo, casi siniestro, con unas pocas débiles marcas cerca de la cúspide que Jan no pudo distinguir claramente. Estaba tratando de verlas mejor, cuando advirtió que se movían.
En un principio no pudo creerlo. Luego se obligó a sí mismo a recordar que todas sus preconcebidas ideas eran aquí totalmente inútiles; no tenía que permitir que la mente rechazara los mensajes enviados por los sentidos a las escondidas cámaras del cerebro. No tenía que tratar de entender; sólo tenía que observar. La comprensión llegaría más tarde, o no llegaría.
La montaña —pensaba todavía que era una montaña, pues no había otro término adecuado— parecía estar viva. Recordó aquel ojo monstruoso encerrado en su bóveda... pero no, era inconcebible. No era vida orgánica lo que estaba observando; no era tampoco, sospechó, la materia familiar.
El rojo sombrío estaba cambiando y era ahora de un tinte colérico. De pronto aparecieron unas rayas de vívido amarillo. Por un instante Jan pensó que estaba observando un volcán y unas corrientes de lava que bajaban por las laderas. Pero estas corrientes, como lo demostraban ciertas motas y chispas ocasionales, se movían hacia arriba.
Ahora algo más comenzaba a elevarse desde las nubes rojizas, en la base de la montaña. Era un enorme anillo, perfectamente horizontal y perfectamente redondo, y tenía el color de algo que Jan había dejado allá lejos, aunque los cielos de la Tierra no eran de un azul tan hermoso. En ninguna otra parte, en este mundo de los superseñores, había visto matices semejantes, y Jan sintió soledad y nostalgia ante esos colores.
El anillo se hacía más grande a medida que ascendía. Estaba sobre la montaña ahora, y su arco más cercano estaba acercándose con rapidez hacia Jan. Seguramente, pensó Jan, debe de ser alguna especie de torbellino, un anillo de humo de varios kilómetros de diámetro. Pero no se veía ningún movimiento de rotación y el anillo, al aumentar de tamaño, no parecía menos sólido.
La sombra se acercó rápidamente antes que el anillo mismo pasase por encima de la cabeza de Jan, elevándose todavía más en el espacio. Jan continuó mirándolo hasta que el anillo fue sólo un hilo azul, difícil de ver en ese cielo rojo. Cuando al fin se desvaneció, ya debía de encontrarse a muchos miles de kilómetros de altura. Y seguía creciendo.
Jan miró otra vez la montaña. Era de oro y no se veía en ella ninguna señal. Quizá se engañaba —ya podía creer cualquier cosa— pero parecía más alta y más estrecha, y giraba, aparentemente, como el embudo de un ciclón. Sólo entonces, todavía aturdido, y con la razón en suspenso, recordó Jan su cámara. Elevó el aparato al nivel de los ojos y enfocó el imposible y estremecedor enigma.
Vindarten se movió rápidamente ocultándole la escena. Con implacable firmeza las manazas cubrieron el lente y lo obligaron a bajar la cámara. Jan no se resistió, hubiese sido inútil; pero sintió un terror repentino por aquello que se alzaba en las márgenes del mundo, y no quiso volver a mirarlo.
No hubo ninguna otra cosa, a lo largo de esos viajes, que no le dejaran fotografiar. Vindarten no le dio explicaciones. En cambio dejó que Jan le contara, una y otra vez, y con todos sus detalles lo que había observado.
Al fin Jan comprendió que los ojos de Vindarten habían visto algo totalmente distinto, y sospechó, por primera vez, que los superseñores también tenían amos.
Ahora Jan estaba volviendo al hogar, y todas las maravillas, terrores y misterios quedaban atrás. Era la misma nave, creía, aunque no quizá la misma tripulación. Por más largas que fueran sus vidas, era difícil creer que los superseñores dejasen voluntariamente la patria. El viaje interestelar consumía varias décadas.
El efecto de la dilatación del tiempo se manifestaba en ambos sentidos, naturalmente. Los superseñores tardarían sólo cuatro meses en hacer el viaje de ida y vuelta, pero se encontrarían al regresar con unos amigos ochenta años más viejos.
Hubiera podido quedarse allá, sin duda alguna, por el resto de sus días. Pero Vindarten le advirtió que pasarían varios años antes que otra nave volviese a la Tierra, y que sería mejor que aprovechara esta ocasión. Quizá los superseñores advirtieron que aun en este tiempo relativamente corto la mente de Jan había llegado casi al límite de sus recursos. O se había convertido simplemente en una molestia, y ya no podían atenderlo.
Todo eso no tenía importancia ahora, pues la Tierra estaba muy cerca. La había visto así, desde lo alto, un centenar de veces, pero siempre a través del ojo remoto y mecánico de la cámara de televisión. Ahora, al fin, él mismo estaba aquí, en el espacio, mientras caía el telón sobre el último acto del drama, y la Tierra giraba a sus pies, siguiendo una órbita eterna.
El enorme creciente verdeazulado estaba en su primera fase; y más de la mitad del disco se perdía en la sombra. Las nubes eran escasas; sólo unas pocas franjas a lo largo de la línea de los vientos. La capa de los hielos árticos brillaba intensamente, pero parecía apagada al lado del reflejo del sol sobre las aguas del norte del Pacífico.
Se hubiese podido pensar que era un mundo de agua; el hemisferio estaba casi desprovisto de tierra. Australia era el único continente visible: una niebla oscura envuelta en el resplandor atmosférico que cubría el limbo del astro.
La nave se estaba acercando hacia el extenso cono de sombra; el luminoso creciente disminuyó, se encogió en un ardiente arco de fuego, y se hundió en la oscuridad. Allá abajo reinaba la noche. El mundo dormía.
Sólo entonces comprendió Jan qué era lo que estaba mal. Había tierra allá abajo, ¿pero dónde estaban los collares de luz, las resplandecientes espirales que habían sido las ciudades del hombre? En todo este sombrío hemisferio, ni una sola chispa interrumpía las sombras. Los millones de kilovatios que habían salpicado descuidadamente las estrellas, habían desaparecido. Jan pensó que podía estar mirando la Tierra antes del advenimiento del hombre.
No era éste el regreso que había esperado. No podía hacer nada sino mirar y aguardar, mientras sentía el temor de lo desconocido. Algo había pasado, algo inimaginable. Y la nave seguía descendiendo a lo largo de una curva que la llevaba otra vez al hemisferio iluminado.
No vio nada del lugar de aterrizaje, pues la imagen de la Tierra desapareció de pronto y fue reemplazada por esas líneas y luces incomprensibles. Cuando la pantalla se aclaró, estaban en tierra. A lo lejos se veían unos grandes edificios, unas cuantas máquinas y un grupo de superseñores que estaban observándolo.
En alguna parte rugió el aire que uniformaba la presión; luego se oyó el sonido con que se abrían las grandes puertas. Jan no quiso esperar. Los silenciosos gigantes lo miraron con tolerancia o indiferencia mientras salía corriendo del cuarto de controles.
Estaba en su hogar, mirando otra vez la chispeante luz de su propio sol, respirando aquel aire, el primero que había entrado en sus pulmones. Ya habían bajado la rampa, pero Jan tuvo que aguardar un momento hasta que los ojos se le acostumbraran a aquel resplandor.
Karellen estaba de pie, un poco apartado de sus compañeros, junto a un gran vehículo de transporte cargado de canastos. Jan no se preguntó cómo había reconocido al superseñor, ni se sorprendió al ver que no había cambiado en absoluto. Sólo esto se parecía a lo que había imaginado.
—He estado esperándolo —dijo Karellen.
—En los primeros días —dijo Karellen— podíamos andar entre ellos. Pero ya no nos necesitan; nuestra tarea terminó cuando los reunimos y les entregamos un continente. Mire.
La pared situada ante Jan desapareció. Estaba mirando un valle hermosamente arbolado desde una altura de unos pocos centenares de metros. La ilusión era tan perfecta que sufrió un vértigo momentáneo.
—Han pasado cinco años y se ha iniciado la segunda fase.
Había unas móviles figuras allá abajo, y la cámara descendió hacia ellas como un pájaro de presa.
—Sentirá usted cierta angustia —dijo Karellen—, pero recuerde que no puede aplicar aquí sus normas mentales. No está viendo a niños humanos.