El fin de la infancia (25 page)

Read El fin de la infancia Online

Authors: Arthur C. Clarke

BOOK: El fin de la infancia
12.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

Jean no se sentía asustada, ni siquiera triste. Estaba rodeada como por las aguas profundas y calmas de un océano, más allá de toda emoción. Pero había algo que hacer, y faltaba muy poco.

Sin una palabra, George la siguió a través de la casa tranquila. Atravesaron el estudio iluminado por la luna, tan silenciosamente como sus sombras, y entraron en el cuarto vacío.

Todo estaba igual. Las figuras fluorescentes, pintadas por George con tanto cuidado, todavía brillaban en los muros. Y el sonajero que había pertenecido a Jennifer Anne aún yacía en el suelo, donde lo había dejado la niña cuando se volvió hacia aquellas lejanías desconocidas.

Ha abandonado sus juguetes, pensó George, pero nosotros no los dejaremos nunca. Pensó en los hijos de los faraones, enterrados hacía quince mil años con sus abalorios y sus muñecas. Así sería otra vez. Nadie, se dijo a sí mismo, volverá a amar nuestros tesoros.

Jean se volvió lentamente y puso la cabeza en el hombro de su marido. George la tomó por la cintura y el amor que había sentido en otro tiempo volvió a él, débil, pero claro, como el eco de una distante cadena de montañas. Ya no había por qué decir que Jean había sido la causa de todo, y George sintió un remordimiento que se debía no tanto a sus engaños como a su pasada indiferencia. Jean dijo entonces en voz baja:

—Adiós, querido mío —y se abrazó a George.

George no tuvo tiempo para contestar, pero aún en ese último instante se sintió brevemente asombrado mientras se preguntaba cómo había sabido Jean que había llegado el momento.

En lo profundo de las rocas, allá abajo, los segmentos de uranio comenzaron a moverse buscando la unión que nunca alcanzarían.

Y la isla subió al encuentro del alba.

22

La nave de los superseñores vino, dejando una brillante estela meteórica, desde el corazón de Carina había iniciado su tremenda deceleración al llegar a los planetas exteriores, pero al pasar junto a Marte aún poseía una apreciable fracción de la velocidad de la luz. Lentamente, los inmensos campos gravitatorios que rodeaban el Sol absorbieron las fuerzas creadas por la nave, mientras la energía dejada atrás, y por un millón de kilómetros, pintaba el firmamento con sus fuegos.

Jan Rodricks estaba regresando, seis meses más viejo, al mundo que había abandonado ochenta años atrás.

Esta vez ya no era un polizón, escondido en una cámara secreta. De pie, detrás de los tres pilotos (¿por qué, se preguntaba, necesitarían tantos?) observaba las figuras que iban y venían por la pantalla, con colores y formas que no tenían, para él, ningún sentido. Jan presumía que encerraban la información que en una nave diseñada por hombres hubiese requerido varios tableros de instrumentos. Pero a veces la pantalla mostraba los campos estelares más próximos, y Jan tenía la esperanza de que muy pronto apareciese allí la Tierra.

Estaba contento de volver a pesar del trabajo que le había costado salir. En estos pocos meses había cambiado mucho. Había visto muchas cosas, había recorrido distancias muy largas, y ahora sentía la nostalgia del viejo hogar. Comprendía ya por qué los superseñores habían cerrado a los hombres el camino de las estrellas,

Era posible —aunque se rehusaba a aceptarlo— que la humanidad nunca pudiese ser sino una especie inferior, preservada en un alejado parque zoológico donde los superseñores harían de guardianes. Quizá era eso lo que había querido decirle Vindarten cuando le advirtió ambiguamente, poco antes de su partida:

—Pueden haber pasado muchas cosas en la Tierra. Quizá no la reconozca.

Quizá no, reflexionó Jan. Había pasado mucho tiempo, y aunque era joven y adaptable, podía tardar en comprender todos los cambios. Pero de algo estaba seguro: los hombres querrían oír su historia, saber qué había visto en el mundo de los superseñores.

Lo habían tratado bien, tal como lo había esperado. Del viaje de ida había sabido muy poco. Cuando se desvanecieron los efectos de la inyección, la nave estaba entrando ya en el sistema de los superseñores. Había emergido de su fantástico escondite descubriendo con alivio que no necesitaba recurrir al aparato de oxígeno. El aire era denso y pesado, pero podía respirar sin dificultad. En la enorme bodega de la nave, iluminada de rojo, había otras innumerables cajas y todo el cargamento que era posible encontrar en un crucero del espacio o en un crucero marítimo. Había tardado casi una hora en encontrar el cuarto de navegación.

Los pilotos no demostraron ninguna sorpresa. Jan se asombró. Sabía que estos seres tenían aparentemente muy pocas emociones, pero había esperado alguna reacción. En cambio los tripulantes siguieron observando la extensa pantalla y moviendo las innumerables llaves de sus tableros. Fue entonces cuando Jan comprendió que estaban aterrizando, pues a veces la imagen de un planeta mayor en cada aparición brillaba en la pantalla. Sin embargo no se sentía el menor movimiento, ni ningún cambio de aceleración; sólo una gravedad perfectamente constante que Jan estimó unas cinco veces menor que la de la Tierra. Las inmensas fuerzas que gobernaban el navío tenían que estar compensadas con una perfección exquisita.

Y de pronto, y a la vez, los tres pilotos se levantaron de sus asientos y Jan comprendió que el viaje había terminado. No pronunciaron una sola palabra, y cuando uno de ellos le hizo una seña indicándole que los siguiera, Jan se dio cuenta de algo que tenía que haber pensado antes. Era posible que aquí, en el extremo de esta enormemente larga línea de abastecimientos, nadie entendiese una palabra de inglés.

Los tripulantes lo observaron gravemente mientras las grandes puertas se abrían ante los ojos ansiosos de Jan. Era éste el momento supremo de su vida: pronto iba a ser el primer ser humano que contemplase un mundo iluminado por otro sol. La luz de rubí de NGS 549672 entró en la nave, y allí, ante él, se extendió el planeta de los superseñores.

¿Qué había esperado? No estaba seguro. Vastos edificios, ciudades con torres que se perdían entre las nubes, máquinas que sobrepasaban toda imaginación. Todo esto no lo hubiese sorprendido. Pero sólo vio una llanura uniforme, que se extendía hasta un horizonte demasiado cercano, y rota únicamente por otras naves, a unos pocos kilómetros de distancia.

Durante un momento Jan se sintió decepcionado. Luego se encogió de hombros, comprendiendo que, después de todo, era natural que un aeródromo se encontrase en un desierto.

Hacía frío, aunque no mucho. La luz que venía del sol rojo, muy bajo en el horizonte, no era demasiado escasa; pero Jan se preguntó cuánto tiempo podría soportar la ausencia de verdes y azules. De pronto vio el enorme creciente, delgado como una oblea, que subía en el cielo como un arco colocado a un lado del sol. Jan lo miró durante un rato hasta que comprendió que su viaje no había concluido aún. Ese era el mundo de los superseñores. Este tenía que ser un satélite.

Lo llevaron a través de la llanura hasta una nave no más grande que un crucero terrestre. Sintiéndose un pigmeo, Jan se subió a uno de los grandes asientos para tratar de ver, a través de las ventanillas, el cercano planeta.

El viaje fue tan breve que poco pudo apreciar de ese globo que se alzaba ante él, cada vez más grande. Aun en las cercanías de su planeta los superseñores utilizaban alguna versión del navío interestelar, pues en el espacio de unos pocos minutos Jan se encontró descendiendo a través de una ancha y nublada atmósfera. Se abrieron las puertas de la nave y una rampa los llevó hasta una cámara abovedada El techo giró, quizá, cerrándose rápidamente, pues no se advertía ninguna otra entrada posible.

Pasaron dos días antes de que Jan dejara el edificio. Era un visitante inesperado, y no tenían dónde ponerlo. Para empeorar las cosas, ninguno de los superseñores sabía inglés. Toda comunicación era prácticamente imposible, y Jan comprendió amargamente que establecer contacto con una raza extraña no era tan fácil como a veces se decía en las novelas. El lenguaje de los signos demostró ser singularmente infructuoso, pues dependía en gran parte de todo un sistema de ademanes, expresiones y actitudes que los superseñores y la humanidad no tenían en común.

Sería realmente desalentador, pensó Jan, que de todos estos seres sólo los que se encontraban en la Tierra conociesen su idioma. No le quedaba más que aguardar, y esperar lo mejor. Seguramente algún especialista, algún entendido en razas extrañas, vendría a encargarse de él. ¿O era él, Jan, tan poco importante que nadie iba a molestarse?

No había modo de salir del edificio, pues las grandes puertas no tenían controles visibles. Cuando un superseñor se acercaba, las puertas se abrían, simplemente. Jan había tratado de repetir el mismo truco, había agitado en lo alto diversos objetos para interceptar algún rayo de luz, había hecho todas las cosas imaginables sin ningún resultado. Comprendió que un hombre de la Edad de Piedra, perdido en una ciudad o un edificio modernos, sentiría un desamparo semejante. En una ocasión trató de salir junto con uno de los superseñores, pero fue rechazado con mucha suavidad. Como no quería molestar a sus anfitriones, Jan no insistió.

Vindarten llegó antes que Jan comenzara a sentirse desesperado. El superseñor hablaba muy mal el inglés, con una rapidez excesiva, pero sus progresos fueron sorprendentes. Al cabo de unos días eran capaces de sostener, sin grandes dificultades, conversaciones sobre cualquier tema, siempre que no demandasen un vocabulario especializado.

Una vez que Vindarten se hizo cargo de Jan, éste no tuvo más preocupaciones. Tampoco pudo hacer lo que quería, pues se pasaba la mayor parte del tiempo entrevistándose con superseñores que parecían ansiosos por realizar unos oscuros experimentos con el auxilio de complicados aparatos. Jan se cansaba mucho con esas máquinas, y después de una sesión ante una especie de dispositivo hipnótico sintió un terrible dolor de cabeza que le duró varias horas. Estaba dispuesto a cooperar, pero no estaba seguro de que sus investigadores comprendiesen que él, Jan, tenía sus limitaciones, tanto mentales como físicas. Pasó en verdad mucho tiempo antes que pudiera convencerlos de que necesitaba dormir a intervalos regulares.

Entre estas investigaciones alcanzó a ver, a ratos, la ciudad, y advirtió enseguida cuántas dificultades y peligros encontraría allí un ser humano. Las calles prácticamente no existían, y en la superficie no se veía ningún medio de transporte. Vivían allí unas criaturas que gozaban de la propiedad del vuelo, y que no temían la gravedad. Era fácil encontrar, sin aviso previo, un vertiginoso precipicio de varios centenares de metros, o descubrir que la única entrada en una habitación era una ventana abierta en lo alto de una pared. De mil modos Jan comenzó a comprender que la psicología de una raza alada tenía que ser fundamentalmente distinta a la de unas criaturas atadas a la tierra.

Era raro ver cómo volaban los superseñores como grandes pájaros entre las torres de la ciudad, con lentos y poderosos aletazos. Y había aquí un problema científico. Este planeta era mayor que la Tierra. Sin embargo Su gravedad era escasa, y Jan se preguntó cómo tenía una atmósfera tan densa. Se lo dijo a Vindarten y éste le respondió lo que Jan casi había supuesto. Los superseñores no habían nacido en este planeta. Se habían desarrollado en un mundo mucho más pequeño y luego habían conquistado este otro, cambiando no sólo la atmósfera, sino también la gravedad.

La arquitectura de los superseñores era claramente funcional. Jan no vio ningún adorno, nada que no tuviera un propósito determinado, aunque éste no fuese muy comprensible. Si un hombre de la Edad Media hubiese visto esta ciudad, bañada por una luz roja, y a esos seres que se movían en ella, se hubiera creído seguramente en el infierno. Aun Jan, con toda su curiosidad y desprendimiento científicos, se sorprendía a veces a sí mismo a punto de caer en un terror irracional. La ausencia total de puntos conocidos de referencia podía ser enervante de veras, hasta para las mentes más frías y claras.

Y había tantas cosas que Jan no entendía, y que Vindarten no podía o no quería explicar. ¿Qué eran esas luces fugaces, esas cambiantes formas, esos objetos que atravesaban el aire con tanta rapidez que Jan no sabía en verdad si existían? Podían ser algo terrible y angustioso, o tan espectaculares y triviales como las luces de neón del antiguo Broadway.

Jan sentía también que el mundo de los superseñores estaba poblado de sonidos que no alcanzaba a percibir. Algunas veces captaba unas complejas estructuras rítmicas que subían y bajaban a lo largo del espectro sonoro, para desvanecerse en el borde superior o inferior del mismo. Vindarten no parecía comprender lo que Jan llamaba música, de modo que éste nunca pudo resolver satisfactoriamente el problema.

La ciudad no era muy grande. Era, por cierto, mucho más pequeña que el viejo Londres o la vieja Nueva York. Según Vindarten, había miles de esas ciudades en la superficie del planeta, y cada una de ellas estaba diseñada con un fin específico. En la Tierra lo más semejante hubiese sido una ciudad universitaria, aunque la especialización era aquí mucho mayor. Toda esta ciudad estaba dedicada, descubrió Jan, al estudio de las culturas de otros mundos.

Una de las primeras salidas de Jan tuvo como objeto visitar un museo. Encontrarse en un lugar cuyo propósito podía entender enteramente, le fue de gran ayuda. Aparte de su tamaño, el museo podía muy bien haberse encontrado en la Tierra. Tardaron mucho tiempo en llegar, descendiendo serenamente en una plataforma que se movía como un pistón a lo largo de un cilindro vertical de longitud desconocida. No había controles visibles, y los cambios de aceleración, al comienzo y al fin del descenso, fueron bastante notables. Posiblemente los superseñores no querían gastar sus compensadores de gravedad en usos domésticos. Jan se preguntó si todo el interior de este mundo estaría lleno de túneles y por qué habrían limitado el tamaño de la ciudad construyendo tantos subterráneos en vez de elevarla hacia el cielo. Nunca pudo resolver tampoco este enigma.

Hubiese sido necesaria toda una vida para explorar esas salas enormes. Aquí se guardaba todo el botín traído de los otros planetas. Jan no hubiese podido imaginar tantas civilizaciones. Pero no había tiempo para ver muchas cosas: Vindarten lo depositó cuidadosamente en una franja del piso que a primera vista parecía una guarda ornamental. Enseguida Jan recordó que aquí no había ornamentos, y al mismo tiempo algo invisible se apoderó de él, gentilmente, y lo arrastró hacia adelante. Jan comenzó a moverse ante grandes vitrinas, ante escenas de mundos inimaginables, a una velocidad de veinte o treinta kilómetros por hora.

Other books

The Prize by Irving Wallace
Rhythm of the Spheres by Abraham Merritt
Dreams of Leaving by Rupert Thomson
The Condor Years by John Dinges
Pandora's Box by Miller, Gracen
Duty Bound (1995) by Scott, Leonard B
War and Peas by Jill Churchill