El fin de la infancia (22 page)

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Authors: Arthur C. Clarke

BOOK: El fin de la infancia
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—¿Qué piensas ahora? —preguntó Jean con voz fatigada y sin entonación—. ¿Crees que ha ocurrido de veras?

—Ha ocurrido —replicó George—, pero quizá nos preocupamos tontamente. Al fin y al cabo, la mayor parte de los padres tienen razones para mostrarse agradecidos... y, por supuesto, yo también me siento agradecido. La explicación puede ser muy simple. Sabemos que los superseñores tenían interés en la colonia, así que podían estar observándonos, a pesar de aquella promesa. Si alguno rondaba con uno de esos aparatos, y vio venir la ola, es natural que advirtiesen a Jeff que estaba en peligro.

—Pero conocían el nombre de Jeff, no lo olvides. No, nos observan. Hay algo raro en nosotros, algo que atrae su atención. Lo he sentido desde la fiesta de Rupert. Es gracioso ver cómo aquella fiesta alteró nuestra existencia.

George miró a su mujer con simpatía, pero nada más. Cuánto se podía cambiar, pensó, en tan poco tiempo. Le tenía cariño a Jean; había educado a sus hijos y era ahora parte de su vida. Pero de aquel amor que una persona no muy claramente recordaba, y de nombre George Greggson, había sentido una vez hacia un sueño descolorido llamado Jean Morrel, ¿qué quedaba ahora? Su amor estaba dividido entre Jeff y Jennifer por una parte... y Carolle por la otra. No creía que Jean supiese algo de Carolle, y tenía la intención de decírselo antes que alguien se le adelantase. Pero por algún motivo nunca encontraba el momento adecuado.

—Muy bien, observan a Jeff, lo protegen en realidad. ¿No crees que eso debe de ponernos orgullosos? Quizá los superseñores han planeado un gran futuro para nuestro hijo.

Estaba hablando para tranquilizar a Jean, lo sabía. No se sentía muy inquieto, pero sí un poco desconcertado. Y de pronto otro pensamiento cayó sobre él, algo que podía habérsele ocurrido antes. Volvió los ojos hacia el cuarto de los niños.

—Me pregunto si sólo andarán detrás de Jeff —dijo.

A su debido tiempo el inspector presentó su informe. Los isleños le habían proporcionado gran cantidad de material. Todas las estadísticas y registros fueron a parar a la insaciable memoria de las grandes máquinas calculadoras, parte de los poderes invisibles que sostenían a Karellen. Aún antes que esas impersonales mentes eléctricas hubiesen sacado sus conclusiones, el inspector dio sus propios consejos. Expresados con los pensamientos y el lenguaje de la raza humana se hubiesen presentado así:

—No tenemos por qué intervenir en la colonia. Es un experimento interesante, pero que no puede afectar el futuro. Sus esfuerzos artísticos no nos conciernen, y no hay pruebas de que la investigación científica siga un camino peligroso.

»De acuerdo con nuestros planes, estudié con gran curiosidad los registros escolares del sujeto Cero. Las estadísticas que más nos interesan figuran en esos registros, pero no he podido encontrar indicio alguno de desarrollos insólitos. Aunque, como ya sabemos, estas eclosiones suelen producirse sin previo aviso.

—Me encontré también con el padre del sujeto y tuve la impresión de que deseaba hablarme. Por suerte pude evitarlo. Es indudable que algo sospecha, aunque, naturalmente, nunca podrá adivinar la verdad, ni afectar de ningún modo el desarrollo de los acontecimientos.

»Siento cada vez más lástima por toda esta gente.

George Greggson hubiese estado de acuerdo con el veredicto del inspector. No había nada anormal en Jeff. Sólo aquel desconcertante incidente, tan sorpresivo como un trueno aislado en un día de calma perfecta. Y después... nada.

Jeff tenía la energía y la curiosidad propias de un niño de siete años. Era inteligente —cuando se molestaba en serlo—, pero no había peligro de que se convirtiese en un genio precoz. A veces, pensaba Jean con un poco de cansancio, se ajustaba perfectamente a la clásica definición de un niño: "un ruido rodeado de suciedad". Aunque no era muy fácil darse cuenta de la suciedad; ésta se acumulaba en forma considerable confundiéndosele con el color tostado de la piel.

Jeff se mostraba alternativamente cariñoso y de mal humor, reservado y efusivo. No tenía preferencia por ninguno de sus padres, y la llegada de su hermanita no había acarreado ninguna muestra de celos. Su tarjeta médica no tenía una mancha: no había estado enfermo ni un solo día. Pero en esta época, y en este clima, eso no era nada raro.

A diferencia de otros niños, Jeff no se aburría en seguida en compañía de su padre, ni lo dejaba, en todas las ocasiones posibles, para reunirse con otros compañeros de su edad. Era obvio que tenía el talento artístico de George, y casi tan pronto como aprendió a caminar se hizo un asiduo visitante del teatro de la colonia. El teatro lo había adoptado como mascota, y Jeff había desarrollado una gran habilidad en presentar ramos de flores a las celebridades de la pantalla y de la escena que visitaban la isla.

Sí, Jeff era un niño perfectamente común. Así se lo decía George a sí mismo después de algún paseo, a pie o en bicicleta, por los restringidos terrenos de la isla. George y Jeff hablaban como lo habían hecho padres e hijos desde los tiempos más remotos, sólo que en esta época había mucho más de qué hablar. Aunque Jeff nunca salía de la isla, podía ver todo lo que deseaba a través de los ubicuos ojos de las cámaras televisoras. Sentía, como todos los colonos, un vago desdén por el resto de la humanidad. Ellos eran los elegidos, la vanguardia del progreso. Llevarían a la humanidad a las cimas alcanzadas por los superseñores, y quizá aún más lejos. No mañana, seguramente, pero un día...

No sospechaban que ese día llegaría demasiado pronto.

18

Los sueños comenzaron seis semanas más tarde. En la oscuridad de la noche subtropical, George Greggson emergió lentamente hacia la superficie de la conciencia. Ignoraba qué lo había despertado, y durante un momento se quedó en cama, inmóvil, sumido en un pesado sopor. Al fin advirtió que estaba solo. Jean se había levantado y había entrado silenciosamente en el cuarto de los niños. Estaba hablando con Jeff en voz baja, demasiado baja como para que George pudiese oírla. Salió de la cama y fue en busca de Jean. Esas excursiones nocturnas eran bastante comunes, a causa de Poppet; pero hasta ahora no se había dado el caso de que George siguiese durmiendo en medio del alboroto. Esto era algo completamente distinto, y George se preguntó qué podría haber perturbado el sueño de su mujer.

Sólo las figuras fluorescentes de los muros iluminaban el cuarto. George alcanzó a ver a Jean sentada en la cama de Jeff. La mujer se dio vuelta y murmuró:

—No despiertes a Poppet.

—¿Qué pasa?

—Sentí que Jeff me necesitaba y me desperté.

La simplicidad de la frase llenó a George de aprensión. Sentí que Jeff me necesitaba. ¿Cómo lo sentiste?, preguntó para sí mismo. Pero todo lo que dijo fue:

—¿Alguna pesadilla?

—No estoy segura —dijo Jean—. Parece que está bien ahora. Pero cuando llegué estaba asustado.

—No estaba asustado, mamá —dijo una vocecita indignada—, Pero era un sitio tan curioso.

—¿Cómo era? —preguntó George—. Cuéntame.

—Había montañas —dijo Jeff con voz soñadora—. Muy altas, y no eran de nieve como las otras montañas que he visto. Algunas estaban ardiendo.

—¿Quieres decir... volcanes?

—No del todo. Ardían por todas partes, con unas llamas azules muy graciosas. Y mientras estaba mirando, salió el sol.

—Sigue, ¿por qué te has detenido?

—Otra cosa que no puedo entender, papá. El sol salió tan rápidamente, y era tan grande. Y... no era del color del sol. Era de un azul muy hermoso.

Hubo un prolongado y helado silencio. Al fin George preguntó en voz baja:

—¿Eso es todo?

—Sí. Comencé a sentirme solo, y en ese momento vino mamá y me despertó.

George acarició el pelo desordenado de su hijo con una mano, mientras le cerraba el camisón con la otra. Se sintió de pronto frío y pequeño. Pero cuando le habló a Jeff su voz era normal.

—Fue sólo un sueño tonto. Has comido demasiado. Olvídate de todo y duérmete.

—Sí, papá —dijo Jeff. Hizo una pausa y luego añadió pensativo—: Creo que trataré de ir allá otra vez.

—¿Un sol azul? —dijo Karellen, no muchas horas más tarde—. La identificación no puede ser muy difícil.

—No —contestó Rashaverak—. Se trata sin duda de Alfanidón Dos. Las montañas de azufre lo confirman. Y es interesante notar la distorsión de la escala del tiempo. El planeta gira con bastante lentitud así que ha observado muchas horas en unos pocos minutos.

—¿Eso es todo lo que pudo descubrir?

—Sí. No he querido hablar con el niño.

—No podemos hacerlo. Los acontecimientos tienen que seguir su curso natural, y sin interferencias. Cuando los padres quieran hablar con nosotros... entonces, quizá, podamos preguntarle algo al niño.

—Es posible que la pareja no intente nada. Y quizá cuando lo hagan, sea ya demasiado tarde.

—Temo que eso no se pueda evitar. No tenemos que olvidarlo: en estos asuntos nuestra curiosidad no tiene importancia. No es más importante, por lo menos, que la felicidad de los hombres. —La mano de Karellen se extendió para interrumpir la conexión—. Continúen la vigilancia, por supuesto, y háganme saber todos los resultados. Pero no intervengan nunca.

Cuando estaba despierto, Jeff parecía el de antes. Por esto, al menos, pensaba George, podían sentirse agradecidos. Pero el temor estaba dominándolo, cada día más.

Para Jeff se trataba sólo de un juego; todavía no había comenzado a asustarse. Un sueño era sólo un sueño, por más raro que fuese. Ya no se sentía solo en aquellos mundos. La primera noche había llamado a Jean a través de quién sabe qué desconocidos abismos. Pero ahora entraba solo y sin temor en el universo que se alzaba ante él.

A la mañana sus padres le preguntaban qué había soñado, y él les contaba lo que era capaz de recordar. A veces, mientras trataba de describir escenas situadas más allá de su experiencia, y aun de la imaginación del hombre, Jeff tartamudeaba y se le confundían las palabras. George y Jean tenían que ayudarle con palabras nuevas, y le mostraban colores e imágenes para refrescarle la memoria. Luego trataban de poner en claro lo que resultaba de las respuestas del niño. Muy a menudo no sabían qué pensar, aunque parecía que en la mente de Jeff aquellos mundos de ensueño eran claros y simples. Se trataba, solamente, de que el niño era incapaz de comunicar sus experiencias. Sin embargo, algo era indudable...

Espacio, ningún planeta, ningún paisaje alrededor, ningún mundo a sus pies. Sólo las estrellas en la noche de terciopelo, y ante ellas un enorme sol rojo que latía como un corazón. Grande y tenue en un determinado momento, se encogía luego lentamente, brillando a la vez, como si alguien añadiese combustible a los fuegos interiores. El color recorría todas las franjas del espectro, hasta la raya del amarillo, y luego el ciclo volvía a repetirse, hacia atrás. La estrella se expandía y enfriaba, haciéndose otra vez una nube desgarrada y roja...

(—Una estrella variable pulsátil típica —dijo Rashaverak ansiosamente—. Y vista desde una tremenda aceleración temporal. No puedo identificarla con precisión, pero la estrella que más se le parece es Rhamsandron 9. O podría ser Pharanidon 12.

—Una u otra —replicó KarelIen—, está alejándose de la Tierra.

—Está alejándose mucho —dijo Rashaverak...)

Podría haber sido la Tierra. Un sol blanco pendía de un cielo azul manchado de nubes, que corrían ante una tormenta. Una colina descendía suavemente hacia un océano espumoso mordido por un viento voraz. Sin embargo nada se movía; era una escena inmóvil, como vista a la luz de un relámpago. Y lejos, muy lejos, en el horizonte, había algo que no era terrestre: una hilera de columnas envueltas en niebla que se afilaban ligeramente al salir del océano y se perdían en las nubes. Se alineaban con perfecta precisión a lo largo del borde del planeta... demasiado grandes para ser artificiales; demasiado regulares para ser naturales.

(—Sideneo 4 y los Pilares del Alba —dijo Rashaverak, y había angustia en su voz—. Ha llegado al centro del universo.

—Y apenas ha iniciado el viaje —respondió Karellen.)

El planeta era totalmente chato. Su enorme gravedad había reducido, hacía ya mucho tiempo, a una llanura uniforme las montañas de su orgullosa juventud... montañas cuyos picos nunca habían pasado de unos cuantos metros de altura. Sin embargo había vida aquí, pues la superficie del planeta estaba cubierta por una miríada de figuras geométricas que se arrastraban, se movían y cambiaban de color. Era un mundo de dos dimensiones, habitado por seres que no tenían más que una fracción de centímetro de alto.

Y en aquel cielo había un sol que un fumador de opio, en el más extraño de sus sueños, no hubiese podido imaginar. Demasiado caliente para ser blanco, era como un fantasma marchito, situado no muy lejos de las fronteras del ultravioleta, y lanzaba sobre sus mundos unas radiaciones que hubiesen sido instantáneamente letales para cualquier forma de vida terrestre. En un alrededor de millones de kilómetros extendía unos grandes velos de gas y polvo, que al ser atravesados por los rayos ultravioletas se convertían en innumerables colores fluorescentes. Era una estrella ante la cual el pálido sol terrestre hubiese parecido tan débil como una luciérnaga en pleno mediodía.

(—Hexanerax Dos, y ya fuera del universo conocido —dijo Rashaverak—. Sólo un puñado de nuestras naves han llegado hasta ahí, y nunca se arriesgaron a aterrizar. ¿Quién hubiese pensado que podía haber vida en esos planetas?

—Parece —dijo Karellen— que ustedes, los dedicados a la ciencia, no han investigado mucho. Si esas... figuras... son inteligentes, el problema de comunicarse con ellas tiene que ser muy interesante. Me pregunto si se imaginarán una tercera dimensión.)

Era un mundo que no podía conocer el significado del día y de la noche, de las estaciones y los años. Seis soles de color poblaban el cielo, de tal modo que sólo había cambios de luz, nunca oscuridad. A través de los tirones y golpes de los opuestos campos gravitatorios, el planeta seguía los nudos y las curvas de una órbita inconcebiblemente compleja, sin recorrer dos veces el mismo camino. Cada momento era único: la figura que ahora formaban los soles en el cielo no se volvería a repetir por toda la eternidad.

Y aún aquí había vida. Aunque el planeta podía llegar a chamuscarse cuando se encontraba entre los seis soles, y helarse luego en los bordes del sistema, era sin embargo morada de seres inteligentes. Los grandes cristales polifacéticos se agrupaban formando intrincadas figuras geométricas. Inmóviles en las eras de frío, crecían lentamente a lo largo de las vetas minerales cuando volvía el calor. No importaba que completar un pensamiento llevase un millón de años. El universo era todavía joven, y disponían de un tiempo infinito...

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