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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (42 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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—Fue mi padre quien me dio la idea.

—¿El viejo enchufe familiar?

—Sí, señor.

—¿«Sí, señor»? Te sientes insubordinado, ¿eh? —cloqueó. Un sonido áspero y lleno de flema, como el motor de un coche al arrancar—. Debo reconocerle méritos a tu padre —declaró—. Los Sociales ya no dirigen tanto la Compañía como antes, pero tu padre mantiene su lugar. Supongo que aún puede hacer que destinen a su hijo donde él quiere.

—Cree que Berlín es el lugar donde debo estar.

—¿Por qué?

Mis mejillas estaban rojas. No sabía qué dirección tomar.

—Dice que es donde hay acción.

—Hubbard, ¿te dijo algo tu padre acerca de VQ/CATÉTER?

—No sé qué o quién es eso.

Afortunadamente, no lo sabía. Bill Harvey recibía las palabras de su interlocutor como un polígrafo listo para medir y valorar.

—No, no creo que lo sepas —dijo — . Muy bien.

Al momento siguiente, sin embargo, adiviné que VQ/CATÉTER podía ser un criptónimo para el túnel de Berlín. No se consideraba un buen procedimiento establecer conexiones analógicas o poéticas entre la operación y el criptónimo, pero me di cuenta de que VQ/CATÉTER sería del agrado de Harvey.

Me contempló de arriba abajo una vez más y preguntó:

—¿Es tu lengua capaz de mantenerse dentro de parámetros aceptables?

—Siempre tengo la boca cerrada. Mis primos dicen que soy una ostra.

Sacó el revólver de debajo de su brazo izquierdo, abrió la recámara, extrajo las balas, hizo rotar el tambor, volvió a colocar las balas, cerró la recámara y metió el arma de nuevo en la pistolera. La culata volvió a mirarme desde su axila. Había hecho todo esto con suma delicadeza, como si se tratara del equivalente de la ceremonia del té.

—Te utilizaré —me dijo—. Todavía no eres lo bastante listo para trabajar en la calle, pero he leído acerca de lo que has hecho con nuestros agentes en los hoteles. Tienes sentido de lo que significa una red. No todo el mundo lo tiene.

—Vale.

—Puedes decir «sí, señor», si quieres.

—Sí, señor.

—Cuando me crispe los nervios, te lo haré saber.

—Muy bien.

—¿Qué te han dicho en el Centro de la Ciudad acerca de lo que necesito?

Nadie me había dicho nada. Sin embargo, tenía la sensación de que sería preferible responder.

—Me dijeron que usted necesitaba un asistente. Un buen asistente.

—Necesito uno perfecto, pero aceptaré un buen sujeto.

—Si está pensando en mí, haré lo mejor que pueda.

—Oye primero la descripción del trabajo. Mi asistente no sale a tomar café. Me acompaña.

—¿Señor?

—Se sienta a mi lado en mi Cadillac ultrablindado que, cuando se trata de resistir los XRF-70 soviéticos es tan ultrablindado como un diario húmedo.

—Sí, señor.

—Pueden matarte por estar sentado a mi lado. Los cohetes soviéticos cumplen bien su función. Y sus bazucas no se parecen a las nuestras. Sus bazucas se pueden meter en una caja cilíndrica del tamaño de un teleobjetivo de 300 mm. ¿Entiendes?

—Creo que sí.

—Expláyate.

—Un terrorista podría hacerse pasar por fotógrafo. En un cruce, podría abrir el estuche de su máquina, extender el bazuca y disparar contra el coche.

—Contigo a mi lado.

—Sí, señor.

Comenzó a cloquear. Otra vez la flema dio vueltas por su garganta. A pesar de mí mismo, pensé en el caramelo líquido que venden en esas máquinas de los parques de atracciones. Cuando tuvo la consistencia necesaria, la guardó prolijamente en un pañuelo y encendió un cigarrillo. Sus manos eran proporcionadas a su delicada boca, y tomaron el cigarrillo con finura. Con la punta de dos dedos se llevó el extremo húmedo hasta sus arqueados labios que se extendieron hacia delante para inhalar una buena cantidad de humo.

—Cuando se abra la portezuela del coche —dijo Harvey—, no siempre bajarás primero. Algunas veces lo haré yo. ¿Por qué?

—No tengo respuesta.

—El lacayo desciende primero. Si hay un francotirador, estará esperando al segundo hombre. ¿Qué me dices, Hubbard? ¿Tienes miedo de recibir una bala explosiva en un área vulnerable de tu cuerpo?

—No, señor.

—Mírame bien. ¿Soy la clase de hombre por el cual morirías sólo por estar sentado, o de pie, a su lado? —preguntó en voz tan baja que tuve que inclinarme más hacia delante para oírlo.

—Usted no me creería si yo le dijese que sería un honor.

—¿Por qué? —insistió.

—Dados sus logros, señor Harvey, el sacrificio personal no carecería de significación.

Asintió.

—¿Tienes veintitrés años?

—Sí, señor.

—Te centras en lo esencial de un modo muy bueno para tu edad. Sí quieres saber la verdad, le pedí a mi mujer que te echara un vistazo porque me gustó la manera en que escribías los informes. No has conseguido este empleo porque le gustases a mi esposa, sino porque yo creo que puedes ayudarme. Puedes terminar con lo que estás haciendo en el Centro de la Ciudad, luego ocúpate de que el oficial que llegó después de ti siga haciendo tu tarea. Prepárate para empezar conmigo el lunes que viene, en este despacho, a las nueve de la mañana. —Puso un dedo a cada lado de la nariz como para concentrarse—. Deja tu curso de alemán. Estos próximos días ocupa tu tiempo en prácticas de tiro. Tenemos un arreglo con el Ejército para usar su campo de tiro en el club de suboficiales. Practica algunas horas antes del lunes. —Se puso de pie para estrecharme la mano, luego levantó la pierna y se echó un pedo—. Los franceses tienen una expresión para esto —dijo.

2

Instruí a mi relevo de manera tan consciente que para el fin de la semana estaba llevando a cabo sus tareas tan bien como yo. Quizá mejor, pues su alemán era mejor que el mío. Cada mañana asistía religiosamente a la práctica de tiro, y empecé a creer que podía llegar a ser un tirador aceptable. Tenía fantasías en las que el señor Harvey caía en una emboscada y lograba ponerse a resguardo gracias a la puntería infalible de mi pistola.

El lunes a las nueve de la mañana me presenté en el despacho del jefe de base en BOZO, listo para el trabajo, pero ese día no anduve en su Cadillac negro. Nadie llamó. Permanecí sentado ante mi nuevo escritorio, tan libre de papeles como mi primer escritorio en el Departamento de Defensa. La siguiente vez que tuve un atisbo del señor Harvey fue el martes por la tarde, cuando pasó por el pasillo, me vio, gruñó en señal de desagrado como diciendo: «¿Qué diablos haremos contigo?», y prosiguió su camino. El miércoles no lo vi en absoluto. Me puse a hablar por teléfono con mi sustituto acerca de las redes en Berlín Este. Echaba de menos el Centro de la Ciudad.

El jueves por la tarde apareció el señor Harvey caminando rápidamente por el salón, me volvió a ver, me indicó con el pulgar que lo siguiera, y me senté a su lado en el asiento trasero del Cadillac.

No había tenido tiempo de recoger mi abrigo, y sentía el frío aire de febrero cada vez que descendía del coche para entrar con él en alguna otra oficina.

Estaba llevando a cabo una
vendetta
con el Departamento de Estado, razón por la cual no perdía oportunidad de extender las funciones de la base a más y más lugares de Berlín Oeste. Si bien aún teníamos un ala de cierta importancia en el consulado, donde se hacía la mayor parte de nuestro trabajo administrativo (lo que quería decir que todavía estaban allí la mayoría de nuestros empleados), Harvey demostraba su desprecio por el lugar mediante el nombre en código que le daba: Ucrania.

—Dile a ese empleado de mierda que está en adquisiciones, ¿cómo se llama?

—Ferguson —contestaba el asistente.

—Dile a Ferguson que procese el pedido de cintas.

Además de Ucrania, teníamos el Centro de la Ciudad, BOZO y GIBRAL, siete pisos francos, una oficina de traducción junto al Jardín Inglés llamada BOLLOS y otra en un depósito cerca del aeropuerto de Tempelholf, próxima al edificio de Aduanas apodado ARREBATO (en reconocimiento, supongo, de que en Aduanas siempre se equivocaban en algo). También teníamos más de doce subsidiarias que visitar, desde un Banco de importaciones y exportaciones hasta un exportador de salchichas. Siempre había algún lugar donde ir. Viajar con el jefe Harvey se aproximaba a la idea que yo tenía de cómo habría sido acompañar al general Patton. Quizá George Patton también rondaba la mente de Bill Harvey. Una vez, mi padre me dijo que Patton era capaz de medir la moral de combate de sus tropas conduciendo su jeep dentro del perímetro de aquéllas. En una ocasión en que visitaba un hospital de campaña, abofeteó a un soldado por creer que se fingía enfermo. Algo en el quejido de la voz del soldado le sugirió al general que el hombre era portador de una enfermedad espiritual que podía socavar la moral del Tercer Ejército. «Patton tenía su instinto y actuaba de acuerdo a él», dijo mi padre.

Harvey siempre se daba cuenta si algo no iba bien en una oficina. Podía tratarse de una máquina de cablegrafiar descompuesta, de la centralita telefónica, de una secretaria indispuesta o de un jefe de sección que se aprestaba a renunciar, pero Harvey lo notaba. «Quiero que se quede dos años más en Berlín —le decía al jefe de sección—. Lo necesitamos.» Y cuando se iba le daba a la secretaria la tarde libre. Le daba una patada a la máquina de cablegrafiar, y a veces empezaba a funcionar. Pasaba junto a ocho oficiales jóvenes que trabajaban ante sendos escritorios, se detenía en uno, levantaba un cable que acababa de llegar, y asentía. «Esta operación se va a calentar en un par de días. Vigiladla», decía, y seguía su camino. Era Dios, si Dios no era demasiado alto, grueso de cintura y con ojos saltones. Por otra parte, Dios bebía como un pez y casi no dormía.

Me llevó cierto tiempo advertir que en muchos casos su virtud era a menudo su vicio. No era eficiente. Si era incapaz de decidir una cuestión instintivamente, lo más probable es que no se decidiera nunca. Pero, ¡qué instinto! Un día, en el Cadillac, me dijo:

—Tenía un trabajo para ti cuando te dije que subieras a bordo. Ahora me he olvidado. —Me miró fijamente y entornó cuidadosamente sus ojos inyectados en sangre—. Ah, sí, KU/GUARDARROPA —agregó.

—¿KU/GUARDARROPA, señor?

—Un cabo suelto. Me ha estado molestando muchísimo. Necesito un joven inteligente que le siga el rastro. —Levantó la mano ante la mirada de perplejidad que le ofrecí—. Permíteme que te dé los detalles.

Como descubrí en mi primer viaje en el Cadillac, el señor Harvey dependía de algo más que mi pistola como defensa. El conductor tenía un fusil montado entre los dos asientos delanteros, y el hombre de seguridad a su lado portaba una metralleta Thompson. Más de una vez oí decir que una metralleta es lo mejor para blancos cercanos.

—Parte de mi herencia del FBI —me informó.

Entonces, como si ya hubiera dicho demasiado en presencia de los demás, el jefe Harvey apretó un botón que elevó el cristal divisorio entre el asiento trasero y el delantero.

—Tenemos algo que puede resultar un problema de seguridad —dijo en voz baja—. Te pondré a trabajar en los preliminares.

—Excelente —le dije.

—Sólo se trata de rastrear papeles —dijo él—. He aquí el resumen. Un berlinés llamado Wolfgang, estudiante de Bohemia, uno de nuestros peces pequeños, organizó una riña callejera hace un par de años para lanzar unas cuantas piedras contra la Embajada soviética en Bonn. Fue noticia en los diarios. Desde entonces, creemos que han colocado un doble de Wolfgang.

—¿Quiénes, los alemanes del Este, o el KGB?

—Probablemente los alemanes del Este. La mitad de los cabeza cuadrada a quienes pagamos también informan al SSD. Eso te lo garantizo. Está bien. La mitad de sus agentes trabajan para nosotros. No es nada importante. Mil peces pequeños cuestan más de lo que vale la información que proporcionan, si es que uno se pone a constatar su veracidad.

—Ya veo.

Yo estaba pensando en el trabajo realizado durante las últimas semanas.

—Son como insectos —dijo—. En épocas tranquilas se alimentan en todas las direcciones. No vale la pena observar. Pero si de repente un enjambre de insectos empieza a moverse al unísono, ¿qué deduces?

—¿Que se avecina una tormenta?

—Exactamente, muchacho. Algo grande y militar, está en camino. Si alguna vez los rusos deciden echarnos de Berlín Oeste, lo sabremos de antemano. Para eso están los peces pequeños.

Se inclinó hacia delante, sacó una coctelera de un cubo de hielo y se sirvió un martini.

Era difícil dejar de observar la manera en que sostenía la copa, pues su muñeca reaccionaba ante cada irregularidad del camino con mayor sutileza que la suspensión del coche. Jamás vertía una gota.

—Muy bien —continuó—. Nos mantenemos más o menos en contacto con Wolfgang, y él da señales de vida periódicamente. Un pez pequeño, como digo. No me quita el sueño. Es decir, hasta que pasa algo. Como habrás observado, VQ/CATÉTER es nuestra área de seguridad más sensible. No permito a los hombres que trabajan allí ni comprar un pedazo extraño.

—¿Comprar un pedazo extraño?

—Liarse con prostitutas. Demasiado arriesgado para la seguridad. Si uno de ellos lo hace alguna noche, debe presentar un informe detallado a Seguridad a la mañana siguiente. Bien, hay una ley de la burocracia en la que se puede confiar: cuanto más se protege uno contra una eventualidad, más posibilidades hay de que la eventualidad suceda. Uno de nuestros chicos resulta ser un homosexual encubierto. Se presenta y confiesa que ha tenido un encuentro sexual con un alemán. Nombre del extraño: Franz. ¿Cómo es Franz? Joven, insignificante, delgado, moreno. Esa descripción se ajusta a unos cuatrocientos agentes de Berlín Este, agentes de Berlín Oeste y agentes dobles conocidos. Tenemos fotografías de la mayoría. Es un número considerable de fotos para que reconozca a nuestro marica. Lo necesitamos de vuelta en su puesto. Es un especialista y no podemos permitirnos el lujo de que pierda su tiempo. Sólo que ahora confiesa un poco más. «Sí —nos dice—. Franz me preguntó acerca del trabajo que hacía. Naturalmente, no le dije nada, pero Franz quería saber si mi trabajo tenía algo que ver con VQ/CATÉTER. En ese caso, me dijo, puedo hablar con él porque tiene la aprobación de los estadounidenses. Él también trabaja para ellos.»

Esto valía un buen trago de martini.

—Créeme si te digo —continuó Harvey— que hicimos sudar a nuestro especialista. Debe de haber mirado unas trescientas fotografías hasta que reconoció a Wolfgang. Wolfgang es Franz. De modo que examinamos nuestros registros del índice de los Últimos-Treinta-Días, luego el de Treinta-y-uno-a-Sesenta-Días y luego el de Sesenta-a-Ciento-Veinte-Días, y vemos que últimamente no nos ha llegado ningún informe de Wolfgang. Eso no puede ser posible. Wolfgang solía ser un chaval muy activo. Le gustaba recibir sus honorarios. Ahora, todo lo que tenemos son algunas cuentas sin pagar porque nos las ha enviado desde Hamburgo. No desde Berlín. Después de un riguroso examen se produce la siempre temida pesadilla administrativa. Nuestras fichas crecieron tan velozmente que hemos usado todo el espacio destinado a ellas. Entonces algún imbécil de mierda de Ucrania, un empleaducho de nivel intermedio decidió enviar el contenido de los registros de Treinta, Sesenta y Ciento Veinte Días a Washington. Todo lo que teníamos que hacer era alquilar otro edificio y podríamos haber tenido al alcance de la mano todos los papeles, pero los señoritos del presupuesto no lo permiten. Los alquileres son considerados gastos locales. Presupuestariamente hablando, no puedes gastar dos centavos en alquiler cuando sólo hay uno en la hucha. Los fletes aéreos son otra cosa. Los cargan al presupuesto de las Fuerzas Aéreas, no al nuestro. A las Fuerzas Aéreas les tiene sin cuidado cuánto gastemos. Tienen miles de millones. En consecuencia, ese incompetente de Ucrania envió un montón de archivos de un plumazo, sin consultarme. Todo lo que le importaba era encontrar más espacio para los archivos en BOZO. Debe de haber pensado que me estaba haciendo un favor. ¿Puedes creerlo? Envían por flete aéreo sacos de material de vital importancia al Departamento de Documentos en la Avenida de las Cucarachas para hacer un poco de lugar aquí.

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